Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi
infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con
esos años y las reflexiones que hago 40 años después.
Cuando terminé mis estudios de primaria a manera de premio,
de algo que es una obligación, pero nadie le dice que no a un premio y menos
cuando se es un niño, mi padre me preguntó que quería y yo como buen nerd que
soy pedí que me llevara a una librería.
Hasta ese día para mí una librería era la zona de libros de Sanborn’s
o de Liverpool donde mi tía Gloría la hermana de mi papá me llevaba
sábado tras sábado a comprar algún libro. En esa época y gracias a ella
descubrí a Agatha Christie y en un momento de mi adolescencia tenía más de
cuarenta libros de la británica. Era fan de las novelas de Hércules Poirot. El
primer libro de Edgar Allan Poe creo que me lo regalo mi abuela materna y Los
crímenes de la Rue Morgue es hasta la fecha mi cuento favorito de Poe y leí
algunos best sellers que me apasionaron por vivir aventuras en el tiempo
y lugares distantes como los thrillers de Leon Uris o de Jack Higgins. Otro
sustituto de librería que conocía era el catálogo del circulo de lectores con
mis domingos y la ayuda de mi tía Gloria y de mi abuelo Armando compraba
libros, descubrí en esas ediciones de pasta dura a Arthur C. Clarke y Isaac
Asimov. A Ellery Queen y a George Simenon. Las ediciones de novela policiaca
incluían dos novelas en cada volumen, impresas encontradas, lo que le daba al
libro dos portadas y una edición muy divertida pues la novela que no estabas
leyendo estaba al revés. Fue la primera vez que vi ese tipo de encuadernación.
Pero, descubrir que un local comercial podía estar dedicado
en específico a los libros fue un momento de iluminación, ver que había algo
más allá de las mesas de novedades y best sellers que hasta ese día
formaban parte de mi experiencia como lector y que aun sin comprender del todo,
el hecho de que había más libros que vida, mi vi rodeado de cientos de novelas,
cuentos, poemas, ensayos e historias para pasar una y mil vidas entretenido,
para invocar una inmortalidad lúcida. Ahí estaba la verdadera Scherezada.
Ese es uno de los días más felices de mi vida. La librería
se llamaba Bibliorama, si mal no recuerdo y se encontraba al interior de
Plaza Universidad, entrando por Parroquia y antes del llegar al enorme cine El
Dorado 70, ese día salí de la librería con una caja de buen tamaño llena de
libros, básicamente libros de Emilio Salgari editados en España por una empresa
que ya no existe llamada Gahe, los libros de pasta dura muy colorida
eran más de 50 títulos, nunca los he tenido todos pero a lo largo de los años
he conseguido cerca de 40 de ellos. Salgari y Verne eran sin duda de los
favoritos de mi infancia. Los Tigres de la Malasia, El corsario negro, etc.
También, en esa caja iba El libro de las tierras vírgenes de Rudyard
Kipling. Mi padre quiso incluir en el paquete Las Leyendas de las calles de
México de González Obregón, pero no lo tenían. Lo leí unos diez años
después. A veces lograba ahorrar algunos domingos y pedía que me llevaran a la
librería para comprar un nuevo libro de Salgari.
Durante muchos años la librería se mantuvo en su esquina,
pero la inmediatez del cine y el desprecio por la lectura que es parte de la
educación en nuestro país la hizo desaparecer. Luego en los ochenta se
convirtió en una tienda de muñecos y parafernalia de películas y series de
televisión. De personajes de manga y juguetes de colección, mucho antes de la
llegada de los Funko Pop.
Otra librería de aquellos días se encontraba en Avenida de
los Insurgentes sur, casi frente al teatro de los Insurgentes y se llamaba El
Ágora. El Ágora a diferencia de Bibliorama tenía además una
gran oferta discográfica de rock del momento y no sólo el pop rock
estadounidense, había rock progresivo y alternativo. Jethro Tull, Rick
Wakeman, Yes, se podían conseguir en El Ágora y con los años Sid
Vicious y los Sex Pistols, Frank Zappa y hasta Lp’s de grupos soviéticos y
de Europa del este.
Gandhi era la librería novedosa en Miguel Ángel de
Quevedo y punto de reunión de intelectuales y wannabes del momento, también lo
era El Parnaso que comenzaba a convocar a esa pretenciosa generación que
decidió declarar a Coyoacán como el centro del universo.
Yo era un adolescente de la Nápoles, una colonia clase
mediera, pocas veces iba a las librerías, mi padre compraba sus libros quien
sabe dónde, tal vez en el Sanborns que había en la parte inferior del edificio
donde estaba su oficina. O en La Casa del Libro que había varias en la
zona una a la altura de Insurgentes sur y Altavista y otra en la esquina de Av.
Coyoacán y Universidad dónde hoy hay un Office Max, un Sonora Grill y un
Taquearte. La enorme cuadra albergó entonces una enorme librería donde
adquirí en la sección de revistas mi primera revista de soft porno, un Interview,
porque en México ni Playboy, ni Penthouse se vendían, solo el Caballero,
versión sin TLCAN de las revistas norteamericanas. Una vez pagada escondí la
revista en mi chamarra entre el pantalón y la espalda y caminé muy derechito
hasta casa para de inmediato esconderla en el fondo de un cajón.
No sé si había más librerías en aquellos días. No sé si se leía más o menos, lo único cierto
es que, para mí, las librerías siempre han sido uno de los más
importantes recintos de la humanidad y la emoción que me produce entrar en una,
aunque sea una virtual, o más en una de estas, por la promesa de encontrar
libros de no fácil acceso, no tiene comparación, y sólo es superada por el
hecho de terminar una novela, cuento o poesía que me deje sumido en silencio.
Este texto se publico originalmente en megaurbe.com.mx el 31 de marzo de 2021
La fotografía de la entrada también es de mi autoría.