lunes, 26 de julio de 2021

Memoria de librerías.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Cuando terminé mis estudios de primaria a manera de premio, de algo que es una obligación, pero nadie le dice que no a un premio y menos cuando se es un niño, mi padre me preguntó que quería y yo como buen nerd que soy pedí que me llevara a una librería.

Hasta ese día para mí una librería era la zona de libros de Sanborn’s o de Liverpool donde mi tía Gloría la hermana de mi papá me llevaba sábado tras sábado a comprar algún libro. En esa época y gracias a ella descubrí a Agatha Christie y en un momento de mi adolescencia tenía más de cuarenta libros de la británica. Era fan de las novelas de Hércules Poirot. El primer libro de Edgar Allan Poe creo que me lo regalo mi abuela materna y Los crímenes de la Rue Morgue es hasta la fecha mi cuento favorito de Poe y leí algunos best sellers que me apasionaron por vivir aventuras en el tiempo y lugares distantes como los thrillers de Leon Uris o de Jack Higgins. Otro sustituto de librería que conocía era el catálogo del circulo de lectores con mis domingos y la ayuda de mi tía Gloria y de mi abuelo Armando compraba libros, descubrí en esas ediciones de pasta dura a Arthur C. Clarke y Isaac Asimov. A Ellery Queen y a George Simenon. Las ediciones de novela policiaca incluían dos novelas en cada volumen, impresas encontradas, lo que le daba al libro dos portadas y una edición muy divertida pues la novela que no estabas leyendo estaba al revés. Fue la primera vez que vi ese tipo de encuadernación.

Pero, descubrir que un local comercial podía estar dedicado en específico a los libros fue un momento de iluminación, ver que había algo más allá de las mesas de novedades y best sellers que hasta ese día formaban parte de mi experiencia como lector y que aun sin comprender del todo, el hecho de que había más libros que vida, mi vi rodeado de cientos de novelas, cuentos, poemas, ensayos e historias para pasar una y mil vidas entretenido, para invocar una inmortalidad lúcida. Ahí estaba la verdadera Scherezada.

Ese es uno de los días más felices de mi vida. La librería se llamaba Bibliorama, si mal no recuerdo y se encontraba al interior de Plaza Universidad, entrando por Parroquia y antes del llegar al enorme cine El Dorado 70, ese día salí de la librería con una caja de buen tamaño llena de libros, básicamente libros de Emilio Salgari editados en España por una empresa que ya no existe llamada Gahe, los libros de pasta dura muy colorida eran más de 50 títulos, nunca los he tenido todos pero a lo largo de los años he conseguido cerca de 40 de ellos. Salgari y Verne eran sin duda de los favoritos de mi infancia. Los Tigres de la Malasia, El corsario negro, etc. También, en esa caja iba El libro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling. Mi padre quiso incluir en el paquete Las Leyendas de las calles de México de González Obregón, pero no lo tenían. Lo leí unos diez años después. A veces lograba ahorrar algunos domingos y pedía que me llevaran a la librería para comprar un nuevo libro de Salgari.

Durante muchos años la librería se mantuvo en su esquina, pero la inmediatez del cine y el desprecio por la lectura que es parte de la educación en nuestro país la hizo desaparecer. Luego en los ochenta se convirtió en una tienda de muñecos y parafernalia de películas y series de televisión. De personajes de manga y juguetes de colección, mucho antes de la llegada de los Funko Pop.

Otra librería de aquellos días se encontraba en Avenida de los Insurgentes sur, casi frente al teatro de los Insurgentes y se llamaba El Ágora. El Ágora a diferencia de Bibliorama tenía además una gran oferta discográfica de rock del momento y no sólo el pop rock estadounidense, había rock progresivo y alternativo. Jethro Tull, Rick Wakeman, Yes, se podían conseguir en El Ágora y con los años Sid Vicious y los Sex Pistols, Frank Zappa y hasta Lp’s de grupos soviéticos y de Europa del este.

Gandhi era la librería novedosa en Miguel Ángel de Quevedo y punto de reunión de intelectuales y wannabes del momento, también lo era El Parnaso que comenzaba a convocar a esa pretenciosa generación que decidió declarar a Coyoacán como el centro del universo.

Yo era un adolescente de la Nápoles, una colonia clase mediera, pocas veces iba a las librerías, mi padre compraba sus libros quien sabe dónde, tal vez en el Sanborns que había en la parte inferior del edificio donde estaba su oficina. O en La Casa del Libro que había varias en la zona una a la altura de Insurgentes sur y Altavista y otra en la esquina de Av. Coyoacán y Universidad dónde hoy hay un Office Max, un Sonora Grill y un Taquearte. La enorme cuadra albergó entonces una enorme librería donde adquirí en la sección de revistas mi primera revista de soft porno, un Interview, porque en México ni Playboy, ni Penthouse se vendían, solo el Caballero, versión sin TLCAN de las revistas norteamericanas. Una vez pagada escondí la revista en mi chamarra entre el pantalón y la espalda y caminé muy derechito hasta casa para de inmediato esconderla en el fondo de un cajón.

No sé si había más librerías en aquellos días. No sé si se leía más o menos, lo único cierto es que, para mí, las librerías siempre han sido uno de los más importantes recintos de la humanidad y la emoción que me produce entrar en una, aunque sea una virtual, o más en una de estas, por la promesa de encontrar libros de no fácil acceso, no tiene comparación, y sólo es superada por el hecho de terminar una novela, cuento o poesía que me deje sumido en silencio.

Este texto se publico originalmente en megaurbe.com.mx el 31 de marzo de 2021

La fotografía de la entrada también es de mi autoría.

miércoles, 21 de julio de 2021

Educación cinematográfica.

 


Armando Enríquez Vázquez

Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Nosotros los pobres, El rey del barrio, Calabacitas tiernas, Aventurera, Charros contra gangsters, La nave de los monstruos, El bracero del año, Caperucita Roja con el Loco Valdés y Tun Tun, Los tres García, Dos tipos de Cuidado, ATM A toda máquina, Enamorada, Él, son sólo una diminuta muestra de películas mexicanas que conocí gracias a la televisión durante mi infancia y primeros años de adolescencia. Pero también gracias a la televisión conocí a Buster Keaton, a Charles Chaplin, al Gordo y el Flaco, al infinitamente gracioso Harold Lloyd.

Con el tiempo y las vacaciones de verano de la secundaria me encantaba desvelarme viendo la cinta que en el canal 13 anunciaba entre semana Emilio García Riera y tras la cual terminaban las transmisiones diarias de la televisora. Fue a esas horas en la frontera entre los días que vi por primera Un perro andaluz, Ladrón de bicicletas, Simón del desierto. La comezón del séptimo año con Marilyn Monroe y la primera cinta que vi sobre el McCartismo y que nunca he vuelto a ver que se llama En el ojo del huracán una extraordinaria cinta sobre una bibliotecaria interpretada por Bette Davis y esa paranoia que sufrían los gringos por el comunismo. Y en el canal once los clásicos como King Kong, El hijo de King Kong, Frankenstein y La Mosca de la cabeza blanca que fue el nombre que le pusieron al original de La Mosca con Vincent Price.

De la misma manera gracias a Cine Permanencia Voluntaria, que era la barra dominical en canal 4 en la que se pasaban películas durante todo el domingo, conocí películas inolvidables como Vienen los rusos, Casino Royale, Donde las águilas se atreven, Charada, Una Eva y dos adanes.

Mis gustos y aversiones se formaron en aquellos años; los Tres Chiflados como Manolín y Chilinsky siempre me han caído muy mal, también Clavillazo y Resortes por momentos. A Sara García y John Wayne ni en pintura. Pero bienvenido el humor involuntario y voluntario de Juan Orol. El talento para el melodrama de Ismael Rodríguez, las actuaciones de Joaquín Pardavé, Chachita, La Tuzita y Marilyn Monroe sujetando el vuelo de la falda al pararse encima del respiradero del metro para refrescarse, se lo debo a la televisión.

Antes, mucho tiempo antes de pensar en entrar en una escuela de cine, antes siquiera de saber que existían géneros o subgéneros. Anterior a que el cine se volviera una moda superficial en la que muchos creen poder sustituir la lectura. Previo a escuchar la idiotez y clasificación clasista de cine de arte y cine comercial para validar alguna que otra mierda o despreciar a otras de la misma calidad, yo había entendido a partir de cientos de películas vistas en las mañanas o madrugadas que el cine vale, antes que por su fotografía o por su edición, por su capacidad de enamorarnos con sus historias, por su fuerza narrativa, y esas historias que habían maravillado a muchos en las salas de exhibición, a mí y a mi generación nos maravillaron, irónicamente, en la pantalla chica muchos que igual gozaron de esta educación cinematográfica, despreciaban y llamaban la caja idiota.

Esa cartelera del pasado, llena de grandes historias, directores y actores en sus mejores momentos Sunset Boulevard, Casablanca, El Halcón Maltés, Milagro en Milán las vi antes en la televisión que en el cine, se encontraban a un giro en la perilla de los canales, eran parte de las opciones al oprimir el botón del control remoto cuando este irrumpió en las salas de las casas. Una videoteca pública que de cualquier manera dependía del juicio arbitrario de un invisible programador, pero que a lo largo de la semana enriquecía y creaba una cartelera alternativa para los espectadores, mucho más rica y accesible que la programación de las salas cinematográficas.

Con el paso de los años esta fue una razón más para no sufrir de una mala sala, una mala proyección y las ocurrencias del público que son historias dignas para otro texto. De manera voluntaria o porque a la abuela se le antojaba recordar otras épocas, millones de mexicanos aprendimos a hablar de una época de oro del cine mexicano, sin realmente saber porque se llama así y sin ser críticos de los miles de mediocres melodramas y comedias baratas que se filmaron en esas épocas en las que se consolidó un tiránico sistema sindical que atento contra la creatividad y la sangre nueva durante décadas en la industria cinematográfica de nuestro país.

Para muchos la televisión fue nuestra verdadera escuela de historia del cine, dentro de unos cuarenta años habrá amantes del cine que recuerden como se educaron on demand en las pantallas de sus tabletas o celulares buscando películas clásicas y otras no tanto.

Publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 12 de marzo de 2021

La fotografía es de mi autoría también.

martes, 22 de junio de 2021

Nada como el cine en casa.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

Desde mi infancia entrar al cine era algo extraordinario, más que asistir a un estadio, incluso más catártico que la iglesia para un creyente verdadero. Lo que sucedía al apagarse las luces del recinto e iniciar la proyección del Noticiero Continental y lo que hoy llamamos en nuestro prefecto espanglish trailers y entonces conocíamos más castizamente como cortos o avances, que nos invitaban a regresar, era una experiencia única e irrepetible, aunque se tratara de la misma cinta. Subir las escaleras o esperar la apertura del lobby de la sala era el preámbulo de que algo maravilloso estaba por suceder, comparable únicamente al abrir un libro y permitir que las primeras palabras ejerzan su seducción en el alma. A la entrada de los cines enormes vitrinas llenas de fotografías del rodaje o de escenas de la película que se exhibía o de las próximas en ser exhibidas, eran el presagio del milagro que estaba por suceder.

La oferta de los cines se reducía a los estrenos mexicanos de la época; los churros nacionales y aquel breve momento de gloria en la producción de principios de los setenta cuando dentro del populismo y demagogia; Luis Echeverría y su hermano Rodolfo decidieron hacer del cine nacional otra de sus cajas chicas y mina de oro para productores mediocres o falsos que se aprovecharon del llamado Banco Cinematográfico que prestó dinero a diestra y siniestra y sin garantía alguna, aun así películas como México Reed Insurgente de Paul Leduc, El Profeta Mimí de Pepe Estrada,  El principio de Gonzalo Martínez, Mecánica nacional y Las fuerzas vivas de Luis Alcoriza, El castillo de la pureza dirigida por Arturo Ripstein, fueron las excepciones que permitieron el regreso de los mexicanos a ver su cine y llenar las salas importantes de la capital, mientras los otros, autonombrados directores de cine, huían con el dinero de los mexicanos a cambio de nada.

Fue en salas enormes como arenas de lucha donde vi mis primeras cintas de Muestra Internacional de Cine con mi abuela materna que me llevó a ver El niño salvaje de Francois Truffaut y Derzu Uzala de Akira Kurosawa y tan sólo unos años después mientras estaba en la secundaria compré con los ahorros de mis domingos mi primer pase para una Muestra Internacional de Cine que se veía en los años setenta únicamente en el Cine Roble, que murió en 1985 con el terremoto. Su lugar lo ocupa hoy un recinto donde se llevan a cabo otro tipo de espectáculos menos dignos y más actuados; es la sede de la Cámara de Senadores de la República. En aquellos años después de dos semanas de cintas de todo el mundo, la Muestra terminaba con un blockbuster gringo en otro cine extinto, el Cine Latino, donde vi Encuentros cercanos del tercer tipo de Spielberg y una de mis películas favoritas de todos los tiempos Alien de Ridley Scott.

El cine como sala de exhibición, fue un recinto sagrado, una utopía llena de aventuras, historias desgarradoras y personajes a los que quería parecerme, inspiración para textos e ideas primarias que vaciaba en cuadernos. Pero también era un lugar lleno de personas que iban al cine a decir tonterías y hablar cuando no debían. Una vez fui con mi hermano Gonzalo a ver Vestida para matar de Brian de Palma a unos cines que había en la pequeña plaza que esta sobre Insurgentes sur, frente al Parque Hundido, donde hoy están las oficinas de una empresa de seguridad. Yo había visto la película una semana antes y quería volver a verla. Delante de nosotros en la fila para entrar en la sala, había una pareja de imbéciles que en su charla de enamorados a él se ocurrió revelarle a ella quien era el asesino en la cinta. Mi hermano después de la muy merecida mentada de madre a la pareja no vio la película a gusto.

Claro que había otros problemas; como muchas cosas en México de antaño, la mayoría de las salas de cine pertenecían al gobierno federal que los mantenía en el peor estado posible. La empresa estatal se llamaba COTSA (Compañía Operadora de Teatros).  Siempre había a la entrada un burócrata de traje caqui o verde luido y lentes de vidrio verde al estilo el máximo líder sindical del país; Fidel Velázquez, que sin inmutarse recogía los boletos.

Las palomitas no se hacían en la dulcería, llegaban al cine en enormes bolsas de plástico, amarillas, secas y sospechosamente inodoras, se vaciaban en vitrinas con el eterno foco de tungsteno de 100 watts para calentarlas. Copas de plástico con una porción que hoy consideraríamos raquítica de helado napolitano y las cajitas de Pon pon’s de Sanborn’s. Las butacas tenían una separación entre una y otra menor a los 15 cm. lo que por un lado ayudaba a tener esa rodilla del que se sentaba atrás de uno como parte integrado del respaldo y la rodilla propia como parte del respaldo del que tenía uno enfrente, era una arquitectura muy humana. Por otro esa separación impedía a las personas de cierta altura sentarse a la mitad de la fila a menos de que fuera en la primera línea de butacas. Durante décadas me ví obligado a sentarme en el asiento junto al pasillo para poder sentarme en diagonal y no lastimarme las rodillas. Lo mejor era entrar con las luces apagadas porque así no te enterabas que era aquel revestimiento pegajoso que era común a la mayoría de las salas de cine y lo peor fue que con los años comenzaron a aparecer un gran número de gatos en ciertas salas de COTSA y aun así el gobierno lanzó una campaña de publicidad con la llegada de las primeras video caseteras que decía el cine se ve bien en el cine o una tarugada similar. La única ventaja era que ciertos cines tenían Permanencia Voluntaria, lo que significaba que una vez pagado el boleto podías quedarte en el cine todo el día, a veces este tipo de cines tenían doble función por lo que vías dos películas por el precio de una.  



El cine dejó de ser una experiencia agradable conforme pasaron los años; nunca faltaban los que utilizaban la sala para platicar sobre otros asuntos, lo que iban tratando de adivinar la trama en voz alta y si su pronóstico se volvía realidad lo celebraban como quien corea un gol. Los que masticaban su gaznate con la boca abierta haciendo un ruido que opacaba los efectos especiales de la cinta, el que te clavaba las rodillas en el respaldo del asiento. Estos males con el tiempo y la llegada de las video caseteras, dvd, blurays y las recientes plataformas sólo han logrado vulgarizar la experiencia de acudir a la sala a su máxima expresión, hoy la gente piensa que puede entrar al cine para comportarse de la misma forma que lo hace en la sala de su casa y no porque haya sido el espectador modelo en mi vida, cometí muchas impertinencias sentado o intentando sentarme antes de iniciar la cinta. Pero cuando las luces se apagan uno se calla y deja que la magia suceda. De la misma manera creer que la sala de cine es la extensión natural de la sección de comida rápida del centro comercial ha transformado el cine en una experiencia aromática que no necesariamente es la más deseada y apetitosa. A lo mejor si en las zonas de venta de alimentos se incluyeran garnachas y tacos al pastor la sala sería más atractiva.

La llegada de los celulares y los millenials sólo han empeorado esa experiencia antes maravillosa. Afortunadamente ahora hay funciones en las mañanas entre semana que nos permiten ir al cine y tener a pocos o ningún otro ser humano en la sala.

Lo que la pandemia nos ha enseñado, yo lo he sabido y practicado por más de veinte años; no es necesario, ni imprescindible ir al cine hoy tenemos muchas opciones para ver las películas, documentales y cortos, a la hora, en el momento y el día que se me de la gana o tenga el tiempo para hacerlo, pero lo más importante sin que el prójimo nos joda la experiencia. Hoy que Cinemex anuncia cierre de salas, lo único triste es que nunca se hayan dado cuenta de lo que estaba sucediendo a diferencia de Cinépolis que desde hace años ya tiene la opción de Cinépolis Click.

 En los setenta y ochenta no existían opciones para ver películas de viejas o de un par de meses atrás si hay no en la cartelera. Pero eso será tema de otro texto sobre mi educación cinematográfica.


Este texto fue publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 26 de febrero de 2021 

Las fotografías son de mi autoría también. 

martes, 15 de junio de 2021

King Kong

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez


En avenida Universidad y avenida Coyoacán, donde hoy existe un centro comercial y unas torres de oficinas y apartamentos enormes, en la década de los sesenta ese enorme terreno pertenecía a uno de los dos auto cinemas que existían en la zona metropolitana de la Ciudad de México. El otro se encontraba en la muy lejana Ciudad Satélite. Siempre eran funciones dobles y por lo general se exhibían cintas que no eran estrenos. Algunos fines de semana mi padre nos subía al coche y nos llevaba a ver películas al auto cinema, ir era una excursión para mis hermanos y para mí que empijamados, con cobijas y almohadas nos íbamos al cine, conscientes de que la segunda película sin duda la íbamos a dormir.   

Fue en el auto cinema de Coyoacán donde de niño vi por primera vez King Kong, la película original de 1933 en blanco y negro y con animación stop motion. La lucha de King Kong con el tiranosaurio y la secuencia del gran simio trepando por el Empire State, así como su inútil defensa de los aviones guerra que terminan por provocar su muerte quedaron marcadas en mi mente para siempre. La cinta a pesar de tener más de treinta años de existir en esos años, seguía impactando a las jóvenes audiencias que la veíamos por primera vez. Sí la vemos hoy, no queda si no reconocer la gran calidad de los efectos de la cinta y la maravillosa técnica con la que fue hecha. Kong es un monstruo entrañable, un ser con poder sobrehumano, de tamaño extraordinario, incapaz de destruir por destruir, un ser que sucumbe a una rubia que lo deslumbra y víctima de la destructividad natural de los seres humanos. Años después me enteré que la cinta había sido censurada porque King Kong se comía a los nativos de la Isla Calavera y eso pareció demasiado escandaloso en su momento o tal vez los productores decidieron que esas escenas podían afectar en la empatía del público con el simio.

King Kong fue durante muchos años una de mis películas favoritas; una aventura de exploración en un mundo perdido y desconocido que daba como resultado el descubrir especies nuevas y otras que se pensaban extintas, era una película atractiva para cualquier niño. Y sin duda el monstruo preferido de mi infancia fue King Kong. Sin VHS, DVD’s o Netflix en aquellos días volver a ver una película era un evento azaroso. La segunda vez vi la película fue en la pantalla de la sala de mi casa en un ciclo de King Kong que pasó en algún momento de finales de los sesenta o principios de setentas en Canal 11. Lo emocionante aquella vez fue descubrir que King Kong tenía una secuela, El hijo de King Kong que se filmó y se estrenó el mismo año que el clásico. Es la única vez que la he visto, lo que recuerdo de la cinta es que el hijo de King Kong es un pequeño gorila blanco, claro que pequeño en escala de King Kong es de varios seres humanos de altura. Unos años después recordé al simio blanco de la cinta cuando en una revista descubrí a Copito de nieve, el famoso gorila blanco del zoológico de Barcelona, también recuerdo el  final de la cinta; el vástago de King Kong atrapado se hunde en la inmensidad del Oceáno Pacífico junto con la Isla Calavera.

En 1962 Ishiro Honda, el creador de Godzila, el otro monstruo mítico del cine, decidió enfrentar a su creación con el gigantesco simio en la cinta King Kong vs Godzila. Una película que no le hace honor a ninguno de los dos y donde se demuestra la superioridad en presupuestos y calidad de los efectos especiales de la película estadounidense contra a las grotescas botargas que tanto gustaban a Honda y que se impusieron en el cine y programas de televisión japoneses de superhéroes extraterrestres y eran el recurso en una economía que se recuperaba de la guerra y que estaba más cercana de las películas nacionales como las de Piporro y los extraterrestres. Honda realizó otra película sobre King Kong que no conozco y que se llama King Kong Escapes.

El primer remake en forma de King Kong lo produjo en 1976 el italiano Dino de Laurentis, en los días de la fiebre por los desastres de la modernidad en la pantalla; Infierno en la Torre, La aventura del Poseidón y Terremoto entre otras y los nuevos monstruos como el tiburón de Spielberg. La saturación de los colores muy setentera, espectacularidad sonora y de los efectos se anteponen a la historia y el King Kong se pierde en la noche de los tiempos. A mi gusto el remake carece de la belleza de la cinta original, lo único atractivo de la cinta de 1976, era para mí, como adolescente hormonal, la presencia de la bellísima Jessica Lange en lo que fue su debut en el cine y como King Kong deslumbrado por la talentosísima rubia, como lo demostró con el tiempo, me hubiera tirado desde las torres gemelas. Ese es uno de los cambios con los que se actualizaba la cinta y mostraba lo moderno de Nueva York. En el siglo XXI y contra lo que uno hubiera esperado el Empire State esta en pie, no así las torres gemelas que fueron icónicas en otras cintas como Escape de Nueva York de John Carpenter. La fiebre de los setentas por King Kong derivó en la creación de canciones de disco y soul y terminó en un video juego ochentero.





Después en 2005 el director Peter Jackson filmó su remake del clásico que resultó en una sosa copia al carbón de la película original sin chiste alguno. Ni siquiera comparable a la espectacular arrogancia de la de 1976. Hace unos días vi Kong y la Isla Calavera, más por el aburrimiento que por un verdadero interés de ver la cinta de Jordan Vogt-Roberts de 2017 y me llevé una grata sorpresa, la historia da un giro diferente y el personaje de Samuel L. Jackson es extraordinario, me gusto la confrontación entre la naturaleza salvaje con la del desalmado ser humano que se vuelve el centro de la cinta. La subliminal atracción entre la bella y la bestia es muy interesante. La inclusión de esos programas secretos del gobierno estadounidense que son tan populares y dan pie a buena parte de la incredulidad por lo oficial de los jóvenes. Otro de los grandes logros a mi gusto es el situar la historia en el lugar neutro, para muchos, de la historia, ni la lejanía de los años 30, ni un intento por situarlo en 2017, sino en los finales de la guerra de Vietnam en un ambiente neutro de tecnología e historia para generaciones que se creen que hace cincuenta años la humanidad estaba saliendo de la prehistoria, pero a diferencia de nosotros los que ya vivíamos en esos años, creen en la tierra plana y los reptilianos.  


publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 9 de febrero de 2021

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lunes, 31 de mayo de 2021

El Metro



Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

El Metro de la Ciudad de México fue inaugurado el 4 de septiembre de 1969 por el entonces presidente Gustavos Díaz Ordaz así lo dice la placa oficial que esta en la estación de la glorieta de Insurgentes.

Los capitalinos sentíamos que ya formábamos parte del primer mundo, algo que dos años después comenzaría a desaparecer cuando la demagogia de melodrama de cuarta creó el tercer mundo para instalar a nuestro país desde la presidencia como el paladín de los pobres.

Para una gran parte de los mexicanos el Metro comenzó a representar la única opción para trasladarse a sus lugares de trabajo y con el tiempo, la ampliación de líneas y de estaciones un verdadero ahorro de dinero y sobre todo de tiempo.

Pero en un principio el Metro también fue una novedad que provocó el turismo chilango. En lugar de un museo había que ir a conocer al Metro y subirse en él, como quien se sube a una diversión en la feria de Chapultepec. Así conocí junto con mis hermanos el Metro ese mismo año. En realidad, debo aclarar que sólo recorrimos unas cuantas estaciones de la Línea 1 del transporte subterráneo de la Ciudad de México.

Mi madre, la mujer que ayudaba en la casa y tres de mis hermanos tomamos un taxi que nos llevó de la Colonia Nápoles a la estación del Metro Chapultepec. La curiosidad de mi madre quedó satisfecha y para nosotros fue una verdadera aventura viajar por un túnel que atravesaba parte de la ciudad, lo que lo hacía mucho más emocionante al trenecito de cualquier parque de diversiones. El brillante color anaranjado de los convoyes. El sencillo, claro y llamativo diseño para marcar cada estación y que años después aprendí que venía de la mente de un brillante diseñador gráfico Lance Wyman que también diseñó la iconografía para los Juegos Olímpicos de 1968, así como para varias empresas nacionales como La Moderna, la fábrica de pastas, el hotel Camino Real y el extinto supermercado De Todo, entre otras. El Metro era un presagio del gran futuro que esperaba a México.

Mis recuerdos se reducen al relumbrante tren anaranjado, que en su interior estaba impecablemente limpio con los asientos forrados en un plástico azul enfrentaba a los pasajeros y su luz artificial, que permitía adivinar la superficie de concreto del enorme e infinito túnel que encapsulaba al convoy entre estaciones. En aquella ocasión nos limitamos a sentarnos recorrer un tramo, salir del vagón cruzar para llegar al andén del tren que iba en sentido opuesto para regresar a Chapultepec y de ahí un taxi a la casa. Claro que la visita al nuevo medio de transporte colectivo no se repitió y quedó como la anécdota de quien va hoy a visitar una el lobby del edificio Manacar para ver el mural de Carlos Mérida que fue el telón del enorme cine que alguna vez estuvo en esa esquina de Insurgentes y Río Mixcoac, o a la vaca de cinco patas y tres ojos que alguna vez hubo en el zoológico de Chapultepec.

No volví a subirme al Metro hasta la preparatoria para ir a hacer un trabajo al Centro Histórico de la Ciudad. En esos años, finales de la década de los setenta, la necesidad de utilizar el transporte me llevó junto con un grupo de amigos en aventura, recorríamos estaciones de las diferentes líneas existentes en el momento por el simple placer de moverse en metro, salir en los extremos de las líneas y descubrir partes desconocidas de la ciudad. Así por primera vez la horrible arquitectura de la Terminal de Autobuses del Poniente en la estación Observatorio, la entonces ordenada de la estación Taxqueña. No llegamos ni a Pantitlán, ni a Cuatro Caminos, pero con el tiempo y la necesidad de ir al centro visite muchas en esos años. Vi los restos el resto de pirámide en Pino Suarez y la circular estación que es la glorieta de los Insurgentes. Los pasillos llenos de tiendas de comida en los enormes y amplios pasillos que hoy son franquicias en buena parte, pero durante las primeras décadas eran similares a puestos ambulantes de la calle con enormes pilas de tortas y otros alimentos para ser consumidos por los millones de personas que a diario se transportan en el Metro, y a pesar de ello hasta la llegada de los gobiernos de Izquierda a la ciudad que han tenido logros en otras aéreas, sin duda, el Metro era un transporte limpio.

El gran Chava Flores le compuso una de sus satíricas composiciones. Y años después Rockdrigo perdió al amor de su vida en la estación Balderas. Los boletos del Metro son objetos coleccionables y en los tianguis siempre hay alguien que vende diferentes ediciones, sobre todo desde que los miembros de la izquierda decidieron hacer un gran negocio personal con ellos imprimiendo diferentes versiones de manera frecuente, como sí se tratara de un vigésimo de la Lotería Nacional. El Metro ha sobrevivido a los terremotos de 1985 y 2017.

Las diferentes líneas servían no sólo a los nacionales, si no a turistas que se trasladaban de manera segura con sus backpacks, enormes mochilas de viajeros y cinturoneras sin peligro alguno. Durante los ochenta los únicos vagoneros, eran los que boteaban para mantener la huelga de Pato Pascual. El primer gran accidente del metro sucedió en 1975 cuando un tren de la línea dos, impactó con otro en la estación Viaducto. El segundo el año pasado en la estación Tacubaya. El primero fue motivo de una gran cobertura por televisión. El segundo se intentó minimizar por la misma administración del Servicio de Transporte Colectivo Metro que minimiza el incendio en el edificio central y que obligó a parar algunas líneas por varios días y de la importantísima Linea 1 por más de tres semanas.

La caída y deterioro del Metro y sus estaciones; escaleras que se desploman, escaleras eléctricas siempre siendo reparadas, pésima logística en el tránsito de los trenes, basura sobre la basura en los vagones, pintas y vandalismo, vagoneros atacando a pasajeros, puestos de ambulante en los andenes, conductores de los convoyes ebrios, todos han sido logros de la izquierda gobernando la ciudad en prejuicio, contradictoriamente, de las mayorías que necesitan transportarse a diario y cruzar la enorme ciudad. El reciente incendio y parón por tres semanas del transporte vital de esta enorme metrópoli y el desinterés de las autoridades, así como las pobres excusas de la persona encargada de la red nos demuestra que lo que menos importa a esta administración es la gente. La gente que votó por ellos.

publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 31 de enero de 2021 

La fotografía es de mi autoría también.

viernes, 28 de mayo de 2021

Duda

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

En los años setenta cualquier puesto de periódicos era nuestra muy reducida y parcial pantalla del mundo, a diferencia de la televisión o la radio un puesto de periódicos estaba lleno de información. Más allá de los diarios de circulación nacional con sus portadas aun en blanco y negro con la información que les permitía el gobierno del PRI, o la edición en sepia característica del diario; Esto! Estaba la siempre atractiva nota más allá de lo roja en el tabloide legendario: Alarma! Revistas y pasquines con diferentes temáticas. Los fascículos semanales que tras comprar el nuevo número cada ocho días a lo largo de 453 semanas te permitía tener una enciclopedia temática, Comics y otras revistas infantiles entre los que recuerdo a Lorenzo y Pepita, El pato Donald, Joyas de la Mitología y las muy futboleras Borjita y Pirulete que firmaba Carlos Reinoso. Pero la más llamativa y de la que fuimos asiduos lectores mi hermano Gonzalo y yo fue Duda.

Duda era una revista cuyo contenido se dividía en dos; información de lo sobrenatural a manera de notas en formato de diario o semanario y una parte central a manera de dossier, con un comic que contaba una historia acerca de fenómenos paranormales, casos OVNI y de extraterrestres, así como a lo que hoy conocemos como teorías de conspiración.

Fue en las páginas de la revista que bajo la enorme palabra Duda en la portada aclaraba: Lo increíble es la verdad, donde a mis conocimientos geográficos sobre La Tierra añadí el de que el planeta era hueco; se podía acceder al interior por los polos, en especial por el Polo Norte y además había una civilización que habitaba el interior del planeta muy probablemente de origen extraterrestre. Los creyentes de esta teoría aún existen, pero se contraponen con aquellos que desde el inicio de la humanidad aseguran que la tierra es plana y tienen incluso una sociedad al respecto o aquellos que se extinguieron antes de poder probar que la tierra era el caparazón de una enorme tortuga.

También leí por primera vez acerca de cómo los platillos voladores habían decidido mostrarse de manera muy descarada después de la II Guerra Mundial y de cómo raptaban a la hija del granjero y otros seres humanos para experimentar en ellos cosas innombrables que después se llamarían perversiones y hoy, utilizar juguetes sexuales. Del maya que volaba naves espaciales, de los extraños gigantes de la Isla de Pascua que miran hacía el infinito y más allá. Las bases espaciales submarinas y los atlantes de Tula con sus armas a la cintura como cowboys de historieta de Druillet.





Para mí las historias de fantasmas, posesos y cosas por el estilo nunca me han atraído demasiado a diferencia de aquellas que nos prometen encontrarnos con seres de otros mundos o con la capacidad de viajar en el tiempo.

Roswell no era todavía un tema tan relevante como lo es hoy y se hablaba más de casos en las carreteras argentinas o rurales del centro de Estados Unidos. En un pequeño libro que la misma Editorial Posada, responsable de Duda, editó como parte de unos Especiales de Duda conocí por primera vez la historia del Mothman, claro que no era ni la mitad de lo que es hoy el mito de esta criatura y el dibujo que ilustraba el texto era de un ser que podría habitar en El jardín de las delicias de El Bosco. Los extraterrestres no eran ese lugar común del pequeño humanoide con ojos almendrados totalmente negros.

Erich von Däniken aparecía en las páginas de Duda, así como du compatriota el fantoche Billy Meier. Los seres de otro mundo viajaban entonces más por La Tierra que los seres humanos en sus aviones.

El Hombre viajaba a la Luna en las diferentes misiones Apolo, en la televisión veíamos muchas caricaturas y programas con temática espacial y todo aquello que sonara a estrellas y seres inteligentes o agresivos de otros mundos resultaba muy atractivo para todos los niños y jóvenes.

Vivíamos pensando que para el entonces lejano año dos mil todos viviríamos, o al menos tendríamos la posibilidad de constantemente viajar más allá de la atmosfera terrestre. A mundos que el ser humano conquistaría y disfrutaría a sus anchas.

Eran también los años en que Pedro Ferriz Santacruz conducía su programa Un mundo nos vigila que era difícil de ver porque pasaba a horas en las que debíamos estar preparándonos para dormir por un lado y por otro porque mi padre siempre dijo que esas eran tonterías y cosas para zafios, Ferriz era burla en su propia casa de trabajo, pues Los Polivoces en su programa de televisión lo satirizaban. Aun así, Ferriz Santacruz fue el antecesor del poco serio Jaime Maussan y su programa lleno de mezquinos infomerciales. Un mundo nos vigila se produjo en diferentes etapas y empresas y las ultimas emisiones son de la primera década de este siglo. Muchos lustros pasaron desde aquellos días de mi infancia y tuve el honor de conocer y producir una entrevista con Ferriz Santacruz, también pionero de la radio y televisión en nuestro país. Descubrí entonces a un hombre culto, con grandes conocimientos científicos y un sentido del humor que era el de su generación limpio y simplón. Ferriz Santacruz era un creyente, que no un fanático, de esas civilizaciones alienígenas que supuestamente de visitan nuestro planeta. Conoció e hizo amistad con personajes tan importantes dentro de la ufología como Allen Hynek, a quien mucho conocimos gracias a su aparición en la cinta de Steven Spielberg Encuentros cercanos del tercer tipo.

En aquellas paginas de papel económico de la revista, que no llegaba a ser papel revolución, no sólo sucumbí durante horas a la lectura de sus textos e historias, sino que alimenté mi imaginación y me hice de historias para contar y asustar a mis hermanos menores, para asustarme a mi mismo y para ganar siempre la mirada reprobatoria de mi padre cuando me oía hablar o preguntarle sobre los seres que desde otros mundos observaban y asediaban a La Tierra.

A veces cuando no estoy en la ciudad y el cielo no es opacado por el brillo de los leds o del vapor de sodio de las calles y los rascacielos, miro el firmamento y me imagino en la portada de un viejo Duda que habla de la llegada de los extraterrestres a una casa de campo para crear el picnic de la historia final de Crónicas marcianas, pero en La Tierra. 

publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 21 de enero de 2021

imagen es de mi autoría


jueves, 8 de abril de 2021

Los apagones.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

Durante la primera mitad de la década de los años 70 en la Ciudad de México los apagones eran algo común. En la casa mi madre tenía cajas de velas para enfrentar la contingencia cotidiana. Y las linternas de mano que funcionaban con pilas D de Ray O Vac o Gato Negro se descargaban de manera casi inmediata por lo que servían básicamente para buscar en closets y covachas algo que se había olvidado dejar a la mano.

En aquellos días, no había la dependencia electrónica de nuestros días, los teléfonos funcionaban sin importar la electricidad, pero tampoco existía la costumbre de hablar por teléfono todo el día, porque entonces las tarifas de Telmex eran muy altas, a pesar de ser una empresa paraestatal Telmex era igual de incompetente que hoy. En aquellos años no había computadoras y si no podíamos ver la televisión durante las horas o largos minutos que duraba el apagón en el día había otras maneras de pasar el tiempo empezando por la lectura y juegos diversos. Cuando los apagones se extendían de la tarde a la noche entonces comenzaban a surgir los temores que las historias sobrenaturales de las trabajadoras domésticas de la casa producían en nosotros. Niños que durante el día las atosigábamos para que nos contaran las tradiciones populares que ellas conocían al dedillo acerca de brujas y espantos y que entre los mayores lográbamos conseguir en diferentes momentos del día y que nos contaban en diferentes versiones para más tarde reconstruirlas y predisponernos con ellas. Una de las que más miedo me daba era la historia de que si veíamos fijamente el reflejo de la llama en el espejo después de un tiempo se aparecía el diablo. Para colmo mi madre tenía por costumbre poner las velas enfrente de los espejos para que el resplandor duplicado alumbrara un poco más, entonces caminar los pasillos donde se encontraban esos espejos se convertía en un reto. Y si el apagón sucedía en las noches de lluvia torrencial del verano era todavía peor el asunto. Las sombras creadas por los relámpagos en las ventanas, la incertidumbre que siempre provoca la oscuridad y los movimientos de 9 personas y los ruidos naturales de una casa y de la calle, más la danzante llama y su reflejo creaban una atmosfera de terror que ninguna película pudo superar jamás. Esas historias nunca nos las hubieran contado mis padres.

Un apagón nocturno también equivalía al aburrimiento y desesperada espera por el regreso de la luz para poder terminar las tareas que los juegos de la tarde habían retrasado, llevar a cabo los preparativos finales para el siguiente día escolar y darnos cuenta qué se nos había olvidado comprar alguna monografía en la papelería.

En esos años no bastaba con las velas había que tener cajas de fusibles que ayudaran a restaurar la energía eléctrica que debido a la mala calidad de la electricidad y a la falta de control en el voltaje se fundían y quemaban con cierta regularidad. Los fusibles son unos pequeños cilindros con cuerpo de baquelita y dos puntas destornillables de cobre, en su interior va una tira metálica llamada listón. Mi padre me enseñó a cambiarlos. Abrir la caja de los fusibles me producía el mismo temor que levantar y sostener la mirada frente al espejo con la imagen doble de la llama. Mientras una representaba sobre natural con los fusibles existía la posibilidad de morir electrocutado, convertido en un montoncito de ceniza; otro de esos mitos de la infancia producto de la televisión, con el paso de los años aprendí que no era así de poético. Tras bajar la cuchilla que permitía el paso de la energía eléctrica, había que desprender el fusible que entraba a presión y si lo jalabas con fuerza podías, al menos en la caja de la casa, subir las cuchillas y producir el accidente eléctrico. Esa era la operación clave. Una vez extraído el fusible se verificaban los listones metálicos y reemplazaban, o en el mejor de los casos si el fusible estaba carbonizado, sólo había que poner un nuevo sin llevar a cabo la operación de sustituir el listón, el fusible de repuesto ya tenía uno.

La energía eléctrica en México era conducida por ineptos funcionarios. Para mayor negocio del demagogo y corrupto Luis Echeverría y sus secuaces, algunos de los cuales sorprendentemente han sobrevivido 50 años en el escenario político, se cambió el ciclaje eléctrico del país de 50 a 60 ciclos en 1974, además de lo que hayan cobrado a los ciudadanos, que no conozco, existió una gran campaña publicitaria en medios y trípticos sobre el asunto y se creó un personaje al que se llamó Foquito. Todo provocó que alguien se llenara los bolsillos con el dinero de los contribuyentes.

La política energética de los años 70 poco ayudó a la economía familiar, pero lleno de historias mi niñez y adolescencia.

El reciente apagón nacional, me recordó aquellos días y no sólo por el hecho de que de buenas a primera no hubiera energía eléctrica, si no básicamente por la arrogancia del gobierno federal al inventar mentiras sobre el origen de la falla, para justificar los negocios del director de la CFE y el dueño de las minas de carbón del país, me recordó el cinismo que durante más de 70 años fue la principal defensa del PRI frente a los cuestionamientos y preguntas de los mexicanos y lo peor me recordó el origen priísta del presidente y su gabinete.


Este texto se publicó originalmente en megaurbe.com.mx el 8 de enero de 2021 

La fotografía es también de mi autoria. 

lunes, 29 de marzo de 2021

Manual de geografía fantástica.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

En Dakota había una tlapalería. En Pensilvania una taquería, una tortería, una farmacia, una verdulería y un enorme tobogán. Las bicicletas las reparábamos en Rochester. Nueva York siempre cosmopolita albergaba un restaurante polaco y una tienda de productos japoneses cuando no se había popularizado el sushi y un día a la semana un mercado sobre ruedas que va de Georgia a Alabama.

Mi primera escuela estaba Georgia y después me cambiaron a otra que aún existe en Alabama donde terminé mis años preescolares.

El parque al que íbamos a jugar está delimitado por Alabama, Nueva York, Pensilvania y Nueva York.

En los años setenta los niños podíamos salir a la calle sin mayor problema y por lo general hacíamos los mandados de nuestras casas. Oklahoma termina en Indiana y los fines de semana por la mañana realizaba una caminata interestatal que cruzaba Luisiana para llegar a Alabama donde compraba El Excelsior para mi padre. En la temporada del futbol americano de la ONEFA, esa misma línea recta marcada por Indiana nos llevaba al Estadio de la Ciudad de los Deportes donde veíamos jugar a los Condores de la UNAM, en esa época mi cuarto estaba decorado con unos pequeños banderines de fieltro que vendían en el estadio con los equipos de la liga. Más de una vez a la semana caminaba por Pensilvania en el extremo opuesto de la cuadra para llegar a la esquina con Texas donde se encontraban la tienda donde compraba cigarros a mi madre. La tienda de El Chino quien no tenía nada que ver con aquellos que a principios del siglo XX llegaron al norte de México y Sur de Estados Unidos, si no que tenía el pelo rizado.

En Pensilvania está una de las heladerías más conocidas de la Ciudad; Chiandoni donde en una barra muy de los años cincuenta, recuerdo que mi abuelo paterno nos sentaba mientras nos servían nuestras bolas de nieve de elote o pistache en barquillos.

En Tennessee había unas canchas de Squash a las que íbamos a jugar durante los veranos de la adolescencia.

En la cuchilla que forman Luisiana y Dakota se encuentra desde hace más de cuarenta años una panadería a la que desde Oklahoma caminaba durante varios días de la semana por el bolillo para la familia. La nomenclatura de las calles de la colonia Nápoles reordenó la geografía norteamericana de una manera que ningún estadounidense la reconoce.

Ciudades y estados se cruzan y forman intersecciones que en el mundo físico son imposibles. Mientras en esa apócrifa geografía Wisconsin y Milwaukee son paralelas y nunca se cruzan una con la otra, con los años aprendí que vivir en Milwaukee era vivir en la ciudad más importante de Wisconsin. Por lo visto es una tradición en los urbanistas de la Ciudad de México reorganizar la geografía. Otros ejemplos están la colonia Roma o la Juárez. Las colonias Ciudad de los Deportes y Nochebuena que colindan con la Nápoles extienden la nomenclatura y la geografía fantástica; Detroit termina en Florida. Boston cruza Atlanta, Cincinnati y Baltimore. Carolina separa al Estadio de la Ciudad de los Deportes de la Plaza de Toros México.

Cuando uno ve los mapas de Estados Unidos se da cuenta que Vermont nunca será más grande que Ohio o que Minnesota no es diminuta y cercana a Miami, pero los norteamericanos han hecho un poco de lo mismo en su vasto país y creado ciudades que intentan en el nombre rememorar las glorias de otros continentes, así tenemos Paris, Texas, que además sirvió de título para una de las obras maestras de Wim Wenders, pero además existen otras cuatro homónimas de la Ciudad Luz en Illinois, Arkansas, Maine y Missouri. Toledo en Ohio, la ciudad de Copenhagen en el estado de Nueva York y Elsinore en Utah entre muchas otras. Existen también las referencias a nuestro país y ahí están las muy mexicanas comunidades de Chalco, Nebraska. Parral, Ohio. Saltillo, Indiana. Perote, Alabama. Tampico, Washington. Durango, Colorado. Toluca, Illinois y mi favorita de todas Churubusco, Indiana.

Después de 40 años de haber cambiado de domicilio en más de una ocasión, la cara de una colonia llena de casas habitación y pocos edificios se ha transformado gracias a una predominante arquitectura vertical. Muchos negocios han desaparecido o se han transformado, otros se mantienen en la colonia incluyendo aquel restaurante polaco llamado Mazurka, al que mi padre nos llevaba de vez en cuando y donde conocí uno de los platillos que más me gusta y a veces preparo llamado Bigos; una mezcla de carnes y embutidos con col agria y comino. El dueño era un hombre platicador y amable que presumía haber servido la comida a Juan Pablo II en su primera visita al país y al que los domingos nos encontrábamos algunos domingos en el Aurrera de Georgia. Él salía con su cargamento rumbo a Nueva York y nosotros rumbo a Oklahoma apenas a unas cuadras de distancia una de la otra.

Este texto se publicó originalmente el 30 de diciembre de 2020 en el portal megaurbe.com.mx 

La fotografía es de mi autoría también.

martes, 23 de marzo de 2021

El despacho de mi padre.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

En la casa de mi infancia en la planta baja estaba el despacho de mi padre, era un cuarto que básicamente contenía la biblioteca de mi padre, una biblioteca que desde mis primeros años de infancia me atraía, entre los primeros libros que recuerdo había dos enormes libros; uno con ilustraciones sobre animales prehistóricos con un gran énfasis en los dinosaurios, muchos años antes de que se popularizaran, pero también de los mamíferos gigantes del cuaternario; mamuts, tigres dientes de sable, ciervos de enormes cornamentas y rinocerontes lanudos.

El otro narraba en sus láminas la historia de los hombres de la prehistoria, descubrí a los neandertales, cromañones, al hombre de Java y las historia que años después me contaría uno de los libros de texto gratuito en la primaria acerca de la Cueva de Lascaux y sus maravillosas muestras de la comunicación y arte primitivo. Las rotundas y redondas diosas de la fertilidad que abren la imaginación de cualquiera. En esos días me limitaba a ver las enormes láminas con las ilustraciones y soñar en encuentros con gliptodontes y triceratops.

Cuando gracias a mi abuelo paterno descubrí la maravilla encerrada entre las tapas de un libro, mi padre sacó de esos libreros tres historias de su infancia que siempre me han acompañado aunque físicamente los libros se hayan desvanecidos en la noche de los tiempos; Robin Hood, La isla del tesoro y Las mil y una noches.

En esos estantes también se encontraba una de las compañeras más importantes durante los trabajos de secundaria y prepa, pero que desde años antes me maravillaba y encantaba hojear: La enciclopedia BARSA con sus pastas en una imitación de piel roja con grecas doradas en el lomo. En aquellos días el conocimiento humano no estaba en ninguna nube o lugar virtual, se encontraba en enormes compilaciones de volúmenes que doscientos años antes idearon un grupo de intelectuales franceses a los que conocemos como los enciclopedistas y que encabezaban hombres como Diderot, D’Alambert, Rousseau y Voltaire entre muchos otros. Fotos, mapas y una serie de maravillosas laminas en acetatos que por capas iban revelando el cuerpo humano, femenino y masculino, de la epidermis a los huesos. Una serie de visiones que me mantenían horas leyendo la anotomía humana e imaginando los diferentes colores que existían en mi interior. Las enciclopedias fueron hasta finales del siglo XX cuando Google e Internet tomaron por asalto la historia de los seres humanos la fuente de mayor conocimiento, por eso la mayoría estaban hechas con papeles pesados y resistentes. La excepción era tal vez el Pequeño Larousse ese monstruoso volumen rojo y con miles de páginas9 que no solo era un diccionario, tenía pequeñas semblanzas de personajes, medidas, las banderas del mundo.

Con el paso de los años otro de mis libros favoritos era una edición en tela plastificada, roja también con letras doradas, pero su contenido era otro tipo de conocimiento, uno que es básico para los mexicanos: Picardía Mexicana de Armando Jiménez. Que en un principio y de una manera por demás trivial me sirvió para hacerme de un repertorio de: No es lo mismo..., chistes de tres actos y la famosa clasificación de los pedos que el escritor recopiló en su libro. Con el tiempo llegue a apreciar y volverme un cazador de letreros de camiones, una tradición que no se ha perdido.

Había una Divina Comedia enorme con las ilustraciones de Gustave Doré que leí durante un verano.

Mi padre ponía sus nuevas adquisiciones en los estantes, una mañana descubrí un libro de editorial Novaro, la portada mostraba a un grabado con una pareja en una barca y el título era ¡Sálvese quien pueda! Era una antología de textos de Jorge Ibargüengoitia. A partir de ese momento el guanajuatense se convirtió uno de mis escritores favoritos, los diferentes libros y antologías de su obra me han acompañado a lo largo de mi vida, y siempre lo estoy releyendo.

También en ese pequeño despacho descubrí a Rius y Quezada. La caricatura del Equipo de Comales aplicándole un triple play a los Yanquis de Nueva York siempre ha sido una de mis preferidas, junto con las historias de Eduviges una ancianita que le gustaba ir a llorar al cine y que redujó tanto su tamaño por la pérdida de líquido que se encogió y fue enterrada en una caja de cerillos, así como la historia del perro callejero Solovino que fue atropellado en el periférico.

En aquel despacho casi siempre oscuro además de los libros de mi padre, se encontraban discos LP y algunos de 45rpm que sobrevivían a los cambios tecnológicos, el único cuadro que recuerdo al interior del pequeño cuarto es una imagen del Foro Romano que aún está en la casa de mi madre. Algunos soldados napoleónicos adornaban las repisas, así como una réplica de un avión de la II Guerra Mundial y un portaviones de Lodella que mi padre armó en mis más vagos recuerdos y en una época en la que no tenía que lidiar con las demandas de atención de sus 7 vástagos.

Durante más de diez años el despacho de mi padre fue un extraño templo, frecuentado casi a diario por mí, en el que encontré libros y lecturas fundamentales entonces y voces diferentes de todo tipo, de muchos lugares y épocas, de Homero a Gustavo Sainz, Oscar Wilde, Mariano Azuela, Mauricio Magdaleno y aunque el descubrimiento del placer de la lectura se lo debo a mi abuelo paterno, fue ese pequeño despacho el que afianzo mi vicio y curiosidad por la lectura.  


Este texto fue publicado originalmente en el portal megaurbe.com.mx el 16 de diciembre de 2020 en mi columna Oklahoma 148. 

La fotografía al inicio es también de mi autoría.


lunes, 15 de marzo de 2021

El 1º de diciembre de 1976.


 

Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Antes se llamaban rumores, hoy pomposamente se les denomina como fake news o por hacerlos más interesantes teorías de conspiración. Lo cierto es que la especulación y la formulación de historias cuyo único objetivo se limita a generar miedo o ganancias para alguien han existido desde que el hombre es hombre. Siempre atraídos por las historias, somos fácil presa de historias que encajan en el crédulo universo que nosotros mismos hemos formulado.

1976 marcó el fin de uno de los sexenios más putrefactos del México de los últimos 50 años y el intento de perpetuarse de uno de los más viles presidentes que ha tenido el país.

En julio de ese año se llevaron a cabo las elecciones para seleccionar al siguiente presidente. El único candidato a presidente en esa farsa que durante sexenios el PRI llamó elecciones fue José López Portillo designado por el dedo flamígero del burócrata asesino que habitaba en Los Pinos. El tapado del presidente resultó electo sin sorpresa para nadie. El único sorprendido sería el propio Echeverría que en menos de un año fue desterrado del país por su sucesor para evitar sus intentos por entrometerse en la política nacional.

Después de seis años de corrupción, represión y decisiones dictatoriales de Echeverría, nada mejor que una frase de campaña tan estúpida como la que le eligieron a López Portillo; La solución somos todos. Calcamonías con una tipografía pesada y espantosa que en la palabra todos utilizaba mayúsculas de colores verde, blanco y rojo en las o y la d.  Con el paso de los años aprendimos que así fue; todos le solucionamos a los López Portillo y hasta a la cabaretera convertida en actriz y deseo de todos los mexicanos; Sasha Montenegro, su situación económica durante las siguientes décadas, incluida la actual.

En noviembre de 1976, los mexicanos estaban felices como cada seis años pues el presidente en turno ya se iba. El tirano sexenal con la cabeza baja y listo para pasar a la lista de expresidentes gozaba de los últimos momentos de su poder, imaginario ya en esos momentos.

Pero comenzó a correr un rumor. López Portillo jamás sería presidente porque el ejército mexicano estaba listo para dar un golpe de estado. Esa paz institucional de la que México era ejemplo para Latinoamérica y que tanto cacareaban los perpetuadores de la dictadura perfecta y creadores de una “Revolución Institucionalizada” estaba por llegar a su fin a manos de esa misma casta militar que había creado el partido oficial que gobernó este país por más de siete décadas.

Mi recuerdo de esos días es muy vago. En casa mi padre estaba más preocupado porque el presidente había robado tanto dinero de las arcas nacionales que había provocado una inesperada devaluación. Algo inimaginable para esa ingenua generación a la que perteneció mi padre y que creció viendo a México desarrollarse de una manera dura, pero creciendo y creando una clase media importante, algo que mi generación nunca vio y que las que siguen parece, hoy más que nunca, están condenadas a un país de pobreza y subdesarrollo. Las deudas sobre créditos adquiridos se cernían sobre muchos mexicanos de clase media, esa misma que él presidente no toleraba, por ello había atentado a lo largo de su gobierno en contra de los empresarios, las libertades, sobre todo la de expresión y había financiado a grupos de choque a los que disfrazó de terroristas que se convirtieron en brazos ejecutores de la visión de Echeverría. Mi padre nunca mencionó nada acerca del supuesto golpe de estado en gestión en casa. De hecho, mi padre comenzó a hablar de política en casa muchos años después cuando varios de sus hijos nos fuimos manifestando como opositores y críticos de los diferentes presidentes priístas.

Pero recuerdo a amigos en la escuela y en la cuadra que insistían que a partir de aquel 1º de diciembre México habría de convertirse en una versión del Chile de Pinochet o de la Argentina de Videla, porque lo militares no iban a tolerar que los comunistas como Echeverría, el chiste se cuenta sólo, tomaran las riendas de México. Mientras en muchas casas la noche del 30 de noviembre debe haber sido una espera interminable de malas noticias, en otras las expectativas iban con una mañana brillante en la que su representante, el nuevo líder del país fuera ungido con la banda presidencial y en otras más era el final de sus días de gloria. Sobra decir que nada sucedió y por muchos años olvidé aquel rumor que para mí en esos días sólo eran vagas palabras de algunos compañeros y amigos, hasta que me topé con la novela de Héctor Manjarrez Pasaban en silencio nuestros dioses, en la que el brillante novelista hace referencia de manera breve a la incertidumbre y angustia que a nivel nacional existió en aquel noviembre de 1976 en espera de un movimiento que cambiara el destino que a México le impuso Luis Echeverría.

Muchos rumores he escuchado desde entonces y mientras pasan los años más consciente soy de que son solo eso, rumores. Deseos, tal vez en un sentido optimista, de los mexicanos por ver un país mejor. Pero tristemente los mexicanos pocas veces actuamos para lograrlo.


Publicado en megaurbe.com.mx el 2 de diciembre de 2020

La fotografía también es de mi autoría. 

lunes, 8 de marzo de 2021

Jalogüin vs día de muertos.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

No había Tratado de Libre Comercio, ni Netflix, Ni Amazon. Nuestras fronteras comerciales estaban cerradas y aun así la clase media mexicana hija del milagro mexicano de López Mateos en buena parte se negaba a aceptar la masacre del 68 y su continuación en el sexenio de Echeverría. Sentíamos que éramos modernos, porque Cablevisión nos permitía ver la televisión texana a pesar de todas las restricciones proteccionistas y la política demagógica y paternalista del gobierno del PRI. Nadie, ni en México, ni en el mundo podía dudar lo prospero de la nación, no por nada Echeverría había mandado bardear las colonias del pueblo bueno para que los asistentes al Mundial de México 70 no vieran pobreza en su camino al Azteca.

De nada de esto éramos conscientes los niños que vivíamos ilusionados con la llegada de octubre del Halloween.  En aquellos días nada más alejado en la todavía floreciente clase media del país y sobre todo de la ciudad, que altares de muertos, catrinas o flor de cempasúchil. Tampoco se adornaba con motivos de Halloween y mucho menos con calabazas ahuecadas a fuerza de cuchillo. En la Ciudad de México habíamos llegado al sincretismo perfecto, ese que nos enseñaron los españoles para formar esta nación mestiza. Entonces salíamos a pedir dulces, para más tarde sentarnos a cenar con la familia un pan de muerto al centro de la mesa con chocolate caliente.

Sin las enormes franquicias panaderas, ni los experimentos en los sabores de México, el pan de muerto de azúcar o ajonjolí se vendía en panaderías que adornaban los enormes vidrios con dibujos de calacas fiesteras, calaveritas genéricas al pan de muerto o algún personaje popular muy relevante en la cultura mexicana como Cantinflas o los reyes del melodrama Pedro Infante y Jorge Negrete. En México, pocos, si no es que nadie sabíamos porque y como se celebraba el Halloween en Estados Unidos, por eso y como parte del ese sincretismo se pedía Halloween el 30, 31 de octubre y el 1º y 2 de noviembre algún abusivo llegaba hasta el día 3 y nunca faltó un incauto o de buen corazón que le diera un dulce o moneda.

Nunca faltaba el gandalla que se jactaba de cómo respondía al niño humilde que se acercaba a pedir su calaverita; Le dije entonces te voy a matar para sacarte el cráneo y así te doy tu calaverita. Seguido por soez carcajada que celebraba la estupidez.

En aquellos años idílicos, los niños de 10, 12 años podíamos salir al anochecer para recorrer las calles, disfrazados o interpretando un disfraz, a la caza de dulce y en el mejor de los casos de algún peso o billete de cinco que el dueño de la vivienda colocara en la funda de almohada en la que se coleccionaban los premios. Mientras los viejos se iban a los panteones a vivir un día entre los muertos. Era mejor pedir a la puerta de las casas que meterse a un edificio y pedir departamento por departamento que en su mayoría parecían estar abandonados por que nadie abría la puerta, en cambio en las casas de colonias como la Nápoles, los dueños de las casas ya sabían que iba a pasar por lo menos las noches del 30 y 31 de octubre.

Los botines incluían invariablemente; chicles Motita, Miguelitos, Lunetas, a veces ollitas de tamarindo, Tín Larín, paletas Mimi, paletas de anís de Larín, Carlos V y unas paletas de chocolate corriente que estaban siempre envueltas papel aluminio de colores, caramelos Laposse de los que tienen una pasa en medio y si eras afortunado un Almonrís, un Postre o un Pancho Pantera chocolates codiciados y poco comunes en una noche de Halloween.

Nadie hablaba del día de muertos de otra manera que no fuera un festivo que creaba uno de esos puentes que tanto esperábamos los estudiantes, pero a mí, que nunca he sido católico nunca me quedaba claro que muertos se celebraban el día primero y a cuáles el día 2. Pasado el Halloween había que prepararse para las posadas y la navidad. 

Hoy Halloween es más una fecha festiva insulsa de las industrias de la limosna, el cine y la moda, hay quienes empiezan a pedir desde que terminan las fiestas patrias, quienes con la anticipación anteriormente propia de la navidad preparan adornos para casa, listas de películas o estúpidas ideas acerca de satanismo y otras bestialidades para celebrarse ellos y no a los muertos, las almas o su recuerdo. Así como de disfraces que se compraban y no se elaboran con lo que uno tiene a la mano. La gente dice preferir celebrar a sus muertos y poner altares en casa. Honramos a las catrinas y lo hacen más las marcas ventajosas que se quieren demostrar mexicanas o los gringos inclusivos con sus películas como Coco.

Cuando al final del sexenio del nefasto Echeverría su prepotencia y arrogancia lo llevaron a destruir el periodismo libre de El Excélsior, los nuevos diarios demócratas de la era de López Portillo como Uno más Uno comenzó a tener una ortografía española que se oponía a la norteamericana para escribir Jalogüin o Güisqui.

En algún momento a finales de los setenta y principios de los ochenta recuperamos el día de muertos en la ciudad de México y hasta hace poco nos volvimos tan globales que a nivel gobierno preferimos la visión de James Bond del asunto a la real festividad mexicana.


Este texto fue publicado por primera vez en mi columna Oklahoma 148 en megaurbe.com.mx el 26 de octubre de 2020.

La fotografía es de mi autoría. 


jueves, 4 de marzo de 2021

Mis primeras pandemias.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

En general las personas alrededor del mundo hemos cumplido medio año encerrados de una manera u otra como consecuencia de la pandemia del Covid 19 y para colmo lo que en muchas partes del mundo parecía hasta hace unas semanas una pesadilla superada comienza a repetirse y los gobiernos del mundo comienzan a confinar de nuevo a sus gobernados.

Los encierros impuestos en aras de cuidar la salud pública no son nuevas, y si bien son un tema recurrente de innumerables historias de ciencia ficción y de teorías de conspiración, en realidad todos en una menor escala las hemos vivido desde nuestra infancia.

Las enfermedades contagiosas que de pronto asolaban a los compañeros del salón de clase o a nuestros hermanos fueron el origen de los primeros encierros que todos sufrimos y de los que hoy podríamos llamar pandemias que sacudían nuestro pequeño, muy pequeño universo.

En casa y con seis hermanos menores hubo varias y muy variadas razones para confinarnos en nuestras habitaciones y muy específicamente en nuestras camas; paperas, varicela, rubeola, incluso los casos más extremos fueron aquellos que enfermaron de hepatitis.

Una vez declarada la emergencia sanitaria familiar mi madre mandaba al enfermo a su cama y a los demás a tratar de no acercarnos mucho al enfermo, aunque en el fondo rezaba porque todos nos enfermáramos para lidiar con la situación una sola vez y de un jalón y no en siete etapas separadas.

Confinado a la cama uno podía hacer tres cosas si eras el primero en enfermarte, sobre todo durante las mañanas, mientras los demás se encontraban en la escuela; dormir, leer o pensar en la inmortalidad del cangrejo con la mirada fija en el techo y pensando que pasaría si ese techo fuera el piso y el piso el techo.

Las enfermedades eran en extremo peligrosas en el caso de las paperas mi madre prohibía cualquier movimiento pues podía uno quedarse estéril, sobre todo los hombres pues la enfermedad podía bajar a los testículos y lo que preocupaba más entonces que el tener descendencia era si me iba a poder poner los calzones y abrocharme el pantalón con tal hinchazón, por lo que a soportar que brazos y piernas se durmieran. Con las enfermedades de erupciones uno no debía tocarse el cuerpo y mucho menos las diminutas bubas por riesgo a quedar marcado o cacarizo de por vida.

Mi madre sólo aparecía en el cuarto cuando era hora de tomar las medicinas o a la hora de los alimentos que en ocasiones se convertían en lo mismo. De la misma manera que la visión del cubrebocas de algunos líderes mundiales y de muchos habitantes que creen que tener una especie de soporte de la papada no sólo los protege, si no que los hace más sexi, mi madre pensaba que virus y bacterias solamente estaban activas durante el día cuando por lo general tratábamos al enfermo como un apestado, pero llegada la noche podíamos regresar a nuestro cuarto a dormir por más de ocho horas. En la casa mi padre, ingeniero civil de profesión, decidió hacer una remodelación que consistió entre otras cosas extrañas de las que ya platicare en otros textos en un enorme cuarto galerón para los cuatro hijos varones. En la enorme recamara, cabían cuatro camas individuales, libreros, dos closets, repisas, una mesa de muy tamaño para lámparas nocturnas y en su momento un extraño escritorio, diseñado por mi padre, a manera de cubículos para cada uno de sus cuatro hijos. Por lo que al menos cuatro de nosotros quedábamos totalmente expuestos a respirar los mismos gérmenes.

La idea de que una televisión pertenecía al mobiliario de una recámara no era lógica, ni económicamente posible a principios de los años setenta. Además, en aquellos días no hubiera importado pues no existía realmente una programación matutina y mucho menos una oferta de programación infantil, ni siquiera el número de canales de televisión abierta que existen hoy. Canal 5, el canal infantil, comenzaba sus transmisiones a las dos o tres de la tarde cuando los niños regresaban de la escuela y a pesar de ello nuestros padres, los pedagogos y sociólogos de la época ya nos llamaban adictos al aparatito. Con esa lógica no puedo siquiera imaginar la triste vida cotidiana de aquellos que tenían turnos escolares vespertinos.

Uno de los momentos claves del alta de la enfermedad, siempre fue el poder regresar a la sala de televisión a ver los mismos programas infantiles de siempre, aunque en realidad, como en la actualidad uno anhelaba traspasar los muros de la casa para llegar a la escuela, jugar en la calle y en parque.

Cuando uno de mis hermanos enfermó de hepatitis además de que se nos ordenó mantener la sana distancia de más de un cuarto durante el día y no acercarnos a él, ni a su cama, se convirtió en la envidia del resto de los hermanos; tanto mi madre como mi abuela paterna lo llenaron de caramelos de todo tipo pues el azúcar es a la hepatitis lo que el Lysol, el jugo de limón, el bicarbonato de sodio y tantos otros productos milagro al Covid 19. El olor de la creolina inundaba el baño y el cuarto haciéndome sentir que vivía dentro de una barra de Jabón del Perro Agradecido.

No puedo imaginar que tan intolerables han de haber sido las pandemias anteriores al siglo XX y a los encerrados que desde las ventanas entrecerradas de sus casas se limitaban a ver pasar a los médicos y las carretas rebosando de cadáveres. Los encierros que me tocaron hace cuarenta y años eran una monserga que no puede compararse a lo que hoy padecemos y que se supera gracias a esos adelantos tecnológicos llamados computadora e internet, que a pesar de estar encerrado entre los muros de un departamento con los amigos y familia lejos, nos permiten mirar y platicar con el mundo entero.


Este texto fue publicado por primera vez en mi columna Oklahoma148 en megaurbe.com.mx el 19 de noviembre de 2020