Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi
infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con
esos años y las reflexiones que hago 40 años después.
Armando Enríquez Vázquez
En general las personas alrededor del mundo hemos cumplido
medio año encerrados de una manera u otra como consecuencia de la pandemia del
Covid 19 y para colmo lo que en muchas partes del mundo parecía hasta hace unas
semanas una pesadilla superada comienza a repetirse y los gobiernos del mundo
comienzan a confinar de nuevo a sus gobernados.
Los encierros impuestos en aras de cuidar la salud pública
no son nuevas, y si bien son un tema recurrente de innumerables historias de
ciencia ficción y de teorías de conspiración, en realidad todos en una menor
escala las hemos vivido desde nuestra infancia.
Las enfermedades contagiosas que de pronto asolaban a los
compañeros del salón de clase o a nuestros hermanos fueron el origen de los
primeros encierros que todos sufrimos y de los que hoy podríamos llamar
pandemias que sacudían nuestro pequeño, muy pequeño universo.
En casa y con seis hermanos menores hubo varias y muy
variadas razones para confinarnos en nuestras habitaciones y muy
específicamente en nuestras camas; paperas, varicela, rubeola, incluso los
casos más extremos fueron aquellos que enfermaron de hepatitis.
Una vez declarada la emergencia sanitaria familiar mi madre
mandaba al enfermo a su cama y a los demás a tratar de no acercarnos mucho al
enfermo, aunque en el fondo rezaba porque todos nos enfermáramos para lidiar
con la situación una sola vez y de un jalón y no en siete etapas separadas.
Confinado a la cama uno podía hacer tres cosas si eras el
primero en enfermarte, sobre todo durante las mañanas, mientras los demás se
encontraban en la escuela; dormir, leer o pensar en la inmortalidad del
cangrejo con la mirada fija en el techo y pensando que pasaría si ese techo
fuera el piso y el piso el techo.
Las enfermedades eran en extremo peligrosas en el caso de
las paperas mi madre prohibía cualquier movimiento pues podía uno quedarse
estéril, sobre todo los hombres pues la enfermedad podía bajar a los testículos
y lo que preocupaba más entonces que el tener descendencia era si me iba a
poder poner los calzones y abrocharme el pantalón con tal hinchazón, por lo que
a soportar que brazos y piernas se durmieran. Con las enfermedades de
erupciones uno no debía tocarse el cuerpo y mucho menos las diminutas bubas por
riesgo a quedar marcado o cacarizo de por vida.
Mi madre sólo aparecía en el cuarto cuando era hora de tomar
las medicinas o a la hora de los alimentos que en ocasiones se convertían en lo
mismo. De la misma manera que la visión del cubrebocas de algunos líderes
mundiales y de muchos habitantes que creen que tener una especie de soporte de
la papada no sólo los protege, si no que los hace más sexi, mi madre pensaba
que virus y bacterias solamente estaban activas durante el día cuando por lo
general tratábamos al enfermo como un apestado, pero llegada la noche podíamos
regresar a nuestro cuarto a dormir por más de ocho horas. En la casa mi padre,
ingeniero civil de profesión, decidió hacer una remodelación que consistió
entre otras cosas extrañas de las que ya platicare en otros textos en un enorme
cuarto galerón para los cuatro hijos varones. En la enorme recamara, cabían
cuatro camas individuales, libreros, dos closets, repisas, una mesa de muy
tamaño para lámparas nocturnas y en su momento un extraño escritorio, diseñado
por mi padre, a manera de cubículos para cada uno de sus cuatro hijos. Por lo
que al menos cuatro de nosotros quedábamos totalmente expuestos a respirar los
mismos gérmenes.
La idea de que una televisión pertenecía al mobiliario de
una recámara no era lógica, ni económicamente posible a principios de los años
setenta. Además, en aquellos días no hubiera importado pues no existía
realmente una programación matutina y mucho menos una oferta de programación
infantil, ni siquiera el número de canales de televisión abierta que existen hoy.
Canal 5, el canal infantil, comenzaba sus transmisiones a las dos o tres de la
tarde cuando los niños regresaban de la escuela y a pesar de ello nuestros
padres, los pedagogos y sociólogos de la época ya nos llamaban adictos al
aparatito. Con esa lógica no puedo siquiera imaginar la triste vida cotidiana
de aquellos que tenían turnos escolares vespertinos.
Uno de los momentos claves del alta de la enfermedad,
siempre fue el poder regresar a la sala de televisión a ver los mismos
programas infantiles de siempre, aunque en realidad, como en la actualidad uno
anhelaba traspasar los muros de la casa para llegar a la escuela, jugar en la
calle y en parque.
Cuando uno de mis hermanos enfermó de hepatitis además de
que se nos ordenó mantener la sana distancia de más de un cuarto durante el día
y no acercarnos a él, ni a su cama, se convirtió en la envidia del resto de los
hermanos; tanto mi madre como mi abuela paterna lo llenaron de caramelos de
todo tipo pues el azúcar es a la hepatitis lo que el Lysol, el jugo de
limón, el bicarbonato de sodio y tantos otros productos milagro al Covid 19. El
olor de la creolina inundaba el baño y el cuarto haciéndome sentir que vivía
dentro de una barra de Jabón del Perro Agradecido.
No puedo imaginar que tan intolerables han de haber sido las
pandemias anteriores al siglo XX y a los encerrados que desde las ventanas
entrecerradas de sus casas se limitaban a ver pasar a los médicos y las
carretas rebosando de cadáveres. Los encierros que me tocaron hace cuarenta y
años eran una monserga que no puede compararse a lo que hoy padecemos y que se
supera gracias a esos adelantos tecnológicos llamados computadora e internet,
que a pesar de estar encerrado entre los muros de un departamento con los
amigos y familia lejos, nos permiten mirar y platicar con el mundo entero.
Este texto fue publicado por primera vez en mi columna Oklahoma148 en megaurbe.com.mx el 19 de noviembre de 2020
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