lunes, 23 de enero de 2017

El tirapapas y otros juguetes de una infancia neandertal.




A finales de la década de los años sesenta del siglo pasado, los niños jugábamos con juguetes que hoy serían más que mal vistos, además de que resultarían totalmente carentes de emoción para cualquier infante de este siglo.
Niños que se conectan por más de cuatro horas al día a tablets o teléfonos y matan de manera aséptica a seres humanos o monstruos humanoides de todo tipo, deben encontrar incongruente el que los niños de hace cincuenta años salieran a la calle a los jardines de sus casas o conjuntos habitacionales a dispararle a las lagartijas, tórtolas o cualquier ser vivo pequeño o mediano, con resorteras en el mejor de los casos o con rifles o pistolas de municiones o diábolos en el más extremo, que se ensuciaran con tierra al cavar un poco para descubrir lombrices y cochinillas.
Se jugaba con verdaderos peligros como trompos de punta de clavo y nadie pensaba en usar casco, ni rodilleras cuando se trepaba en la bicicleta, la patineta o los patines. Las rodillas y codos raspados no representaban la irresponsabilidad de los padres, sino una infancia normal, común y corriente.
Como tampoco era visto como irresponsable, ni inseguro que niños y adolescentes jugaran en las calles de la ciudad, los parque no eran los excusados de los perros de departamento, sino lugares donde encontrábamos estadios de futbol y canchas de badmington, terreno de espías y de una escenografía estupenda para esconderse tras los árboles.
Pero, además, sin vivir en el país de Jauja, había juguetes y propuestas para divertirse desperdiciando comida de manera políticamente incorrecta. Uno de los clásicos era una pistola de metal llamada el tirapapas. Una pistola de metal que disparaba trozos de papa cruda o de cualquier otro tubérculo, verdura o fruta similar a la papa, chayote crudo, por ejemplo, o camote o jícama. La punta de la pistola era un pequeño cilindro hueco que se introducía en la papa y al jalar la pistola esta quedaba cargada con un trozo del tubérculo y lista para disparar.
El tirapapas no solo era un juguete que hoy se consideraría peligroso, pues un papazo en el ojo no resulta ni gracioso, y mucho menos inocuo. De hecho, alguna vez uno de mis hermanos, le reventó una ampolla a otro de ellos disparándole el trozo de papa directo al ámpula. Pero además como promotor del desperdicio de comida, difícilmente ganaría un premio en la actualidad al mejor juguete del año.
Sin embargo, el tirapapas gozaba nos sólo de la aprobación de los padres, sino de las autoridades, como muchas veces hoy los productos milagro y hasta comercial de televisión tenía, por lo que no era mal visto por los responsables de autorizar la comercialización de juguetes en el país. Lo mismo sucedía con rifles y pistolas de municiones y diábolos, que se exhibían en los escaparates en tiendas departamentales y supermercados, junto con las municiones que utilizaban las supuestas armas de juguete, que podían provocar mayores daños que las resorteras.
Lo cierto es que detrás de estos juguetes que hoy pueden parecer para niños y padres nacidos en la época de los neandertales, existía una gran diversión. También, existían los carritos de baleros y su versión comercial llamada Avalancha. Estos sencillos vehículos construidos con una tabla de madera, y un palo al frente del vehículo que iba atornillado a la tabla, en los extremos de este madero se ponían dos ruedas y otras dos en la parte posterior de la tabla. Las ruedas eran por lo general hechas con baleros de metal, como aquellos que antaño se utilizaban para los rieles de ciertas puertas, como las de los closets de las casas, a los extremos del madero frontal en el que se ponían las ruedas delanteras se amarraba también un mecate que en las manos del conductor hacía las veces de volante, aunque el intrépido conductor se ayudaba también con los pies puestos en el madero para conducir, y su humilde origen debe encontrarse en los tiempos de crisis de inicios del siglo XX. La avalancha era ya un producto de tiempos mejores, las llantas eran hechas exprofeso para el vehículo, la Avalancha contaba con un volante y un freno. De cualquier manera, la inestabilidad del carrito era enorme y su punto de gravedad dependía de la altura y peso del o los conductores lo que siempre terminaba en volcaduras, enormes hoyos en la ropa y sangrantes raspaduras en codos, rodillas y cara de los participantes.
La aséptica tecnología no había llegado a las vidas sencillas de los niños que en lugar de googlear cualquier palabra o persona preferíamos ver como los caracoles de tierra morían retorciéndose y produciendo una gran cantidad de baba al ponerles un poco de sal común. Una especie de Alka Seltzer de la naturaleza y que por el simple hecho de escribir acerca de esto ahora mismo un sinnúmero de millenials de gran conciencia, pero ignorantes en todos los sentidos deben estar preparando ya la pira de leña verde.
Lo que me lleva a otro de los juguetes clásicos de aquellos días, los juegos de química. Al regalar uno de estos sets de tubos de ensayo llenos de sustancias, los padres, abuelos o tíos seguramente pensaban que estaban formando al siguiente Niels Bohr, sin siquiera saber quién era ese güey. Los niños buscábamos hacer la mezcla correcta para hacernos invisibles y no ir a la escuela. No recuerdo exactamente que sustancias venían en aquellos tubitos, recuerdo que todas tenían nombres que sonaban a sustancias alquímicas que nos permitirían transmutar lo que mezcláramos en el más importante descubrimiento de la humanidad, tengo la sospecha que no todas pasarían por la aprobación de las oficinas de gobierno respectivas hoy en día. A pesar de que todo set poseía un instructivo, lo interesante y el reto era mezclar estas sustancias de manera aleatoria y a nuestra discreción. Nunca nada más allá de una sustancia apestosa surgió de aquellas mezclas.
Hoy que muchos retos e ideas de los adolescentes provienen de una anónima comunidad en Internet, sería muy importante volver a lo básico y dejar a los niños y jóvenes rasparse las rodillas de manera indecente, nada más para que vean que no pasa nada y uno se divierte más.      


Armando Enríquez Vázquez

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