lunes, 9 de enero de 2017

Lo divertido de ser estreñido.



Armando Enríquez Vázquez
No existe actividad humana más sobrevaluada que la publicidad.
Nadie puede tomarse en serio a una profesión en que ser creativo se refiere a un puesto laboral y en la que a los vendedores se les denomina con el pomposo nombre de ejecutivo de cuentas. La mayoría de creativos que conozco están muy lejos de serlo y el titulo solo demuestra un severo complejo de inferioridad, porque ya sabemos qué; dime de qué presumes y te diré a qué agencia perteneces.
Dice Stephen Hawkins que cuándo alguien habla de su IQ lo único que demuestra es ser un perdedor. Supongo que algo similar sucede cuando alguien presume de ser un creativo de la publicidad. Aquel que dijo que la publicidad era lo más divertido que se podía hacer con la ropa puesta, adolecía de imaginación y tenía poco claras sus perversiones.
No quiero decir que en el mundo de la publicidad no exista gente talentosa y creativa, lo que pasa es que como en toda actividad humana; son la minoría. Con un poco de atención a los comerciales y anuncios que interrumpen nuestros programas de radio y televisión o la lectura del periódico a lo largo de un día, nos damos cuenta que la mayor parte de los anuncios publicitarios sólo son tonterías si somos benevolentes y como ellos utilizamos los eufemismos.
Del mundo de la publicidad de los noventa siempre me sorprendió el abuso del espanglés, y como entre menos sabía una persona de inglés más abusaba de los extranjerismos. Para los publicistas las tetas se convertían en asépticas y poco terrenales boobies, los asuntos se en issues, las reuniones de trabajo son meetings. Copy servía para describir un puesto de trabajo, inferior al creativo y también los textos con la publicidad del producto.
En esa década, en momentos difíciles me vi llevado por las olas de la crisis a trabajar en una agencia de publicidad internacional con grandes cuentas y clientes de esos que invertían o invierten mucho para asegurarse de mantener sus ventas.
Novato y villamelón en el mágico mundo de la publicidad, tuve mi iniciación en una junta donde se presentaba ante el cliente el storyboard y todo lo relacionado con la filmación de un comercial para un producto contra el estreñimiento.
El bautizo de fuego se llevó a cabo en un meeting room de la agencia. No había una ventana, sólo un ventilador y una larga mesa de juntas al centro. Los miembros de la agencia de publicidad; productores, ejecutivos de cuenta y creativos de un lado. Del otro el cliente. El jefe de todos, un neozelandés con cara de haber llegado a tierra de indios a catequizarnos en materia de publicidad, rodeado por sus gerentes de marca, subgerentes de marca, mini gerentes de marca, la marca misma y un extraño individuo al que esa empresa denominaba productor de comerciales, claro en inglés y que tenía como tarea el supervisar el trabajo del productor de la agencia cuyo trabajo era el de supervisar el trabajo de la casa productora que es la que realmente produce el comercial. Aunque, por lo que me enteré después, en realidad nunca nadie a lo largo de los años de la relación agencia-cliente había descifrado su verdadera misión. Aparecía en las locaciones justo a la hora del desayuno, de la comida o de la cena, y así como aparecía, el individuo después de probar el catering, o servicio de alimentación, desaparecía.
Al frente, con un pizarrón de donde colgaba el Storyboard, los representantes de la casa productora, también en número suficiente para hacer frente a los dos grupos que tenían enfrente, todos cuidando el pizarrón como los nazi al Arca de la Alianza en Cazadores del Arca Perdida. Un número, desde mi humilde punto de vista, exagerado de personas para tomar decisiones acerca de lo que habría de pasar en treinta segundos en una pantalla de televisión mientras el espectador desde la cocina se prepara un sándwich intentando adivinar si ya está por iniciar de nueva cuenta su programa.
Sobra decir que el neozelandés no hablaba español y la junta se llevó a cabo en inglés.
La junta inició con la casa productora presentando un casting, o prueba de cámara, de modelos mujeres y hombres. Se buscaba que dieran el perfil de dos jóvenes profesionistas activos y triunfadores que padecen estreñimiento. La complexión de los elegidos por el cliente era la de un par de bulímicos obsesionados por tomar sus dos litros diarios de agua, Hacer ejercicio hasta desmayarse y comer toda la fibra posible, razones de sobra para que de ninguna manera pudieran ser estreñidos. Una vez definidos los protagonistas del comercial, desfilaron ante los ojos del neozelandés y su tropa opciones de la ropa que llevarían los modelos elegidos, piezas de la escenografía, diferentes tipos de vasos y cucharitas para servir y revolver el producto, los modelos del producto o dummies, en los que se había agrandado el nombre del producto eliminando toda esa información inútil que las leyes mexicanas obligan a los productos supuestamente medicinales a llevar en su etiqueta.
Tras cuarenta y cinco minutos de aprobaciones se procedió a narrar la ejecución del comercial cuadro por cuadro del storyboard. El director del comercial, que sentía estar produciendo Love Story y fingía ser un apasionado del comercial, iba describiendo cada uno de los cuadros con la conmiseración que una estrella de rock puede sentir por la prensa, fue esa actitud parte de su perdición. Cuando con la seguridad que da la ignorancia de conocer la gravedad que conlleva el estreñimiento planteó, que los treinta segundos del comercial, realmente menos de veinte, hay que descontar el tiempo de los product shot, o tomas del envase del producto con las etiquetas truqueadas, y esas otras tan importantes para los norteamericanos y otros bobos que no saben disolver un polvo en agua, se iban a llevar a cabo en un ambiente campechano para lo que utilizó las palabras Fun Mood. Entonces estalló la bomba.
El neozelandés lanzó un grito de guerra maorí y golpeó el escritorio.
De las siguientes dos horas tengo recuerdos muy vagos; momentos en los que no entendía los ladridos del neozelandés, las disculpas de la ejecutiva de cuenta, que como japonesa juntaba las manos y hacía genuflexiones ante el cliente y su sequito. La cara de sorpresa del director del comercial, quien había perdido la actitud perdonavidas y recobrado la de un frustrado director de largo metrajes y con una desesperación digna de quien no encuentra un extinguidor de una marea de fuego, trataba de convertirse en vano en el vocero oficial del Oxford’s Dictionary para demostrarle al neozelandés que, de inglés, inglés lo que se llama inglés, por más que fuera su lengua materna no tenía mayor conocimiento. Y tras los primeros quince minutos de discusión yo, constantemente, mordiéndome el interior de los cachetes para soltar la carcajada. El productor de comerciales de la empresa cliente miraba a todos sin interés y bebía café, mientras mordisqueaba diferente galletas que se encontraban en un enorme platón blanco al centro de la mesa de junta.
El neozelandés y sus gerentes mexicanos estaban totalmente indignados por el uso negligente de la palabra Fun en un asunto que a todas luces no tenía nada de gracioso. Y mientras el jefe gritaba y manoteaba, los otros a s alrededor como coro trágico con el ceño fruncido asentían con la cabeza cada vez que el neozelandés detenía la perorata.
- A ninguno de los millones de seres humanos que sufren de constipación en el planeta, les resulta gracioso el asunto.- Vociferaba a los cuatro vientos el neozelandés que tal vez hubiera reaccionado de una manera más tolerante si una bandada de Kiwis hubiera picoteado a muerte a su madre.
El estreñimiento pude deducir, por la reacción que la palabra Fun causó en nuestro cliente, era un mal peor que los cuatro jinetes del apocalipsis juntos y encabronados. Y las pobres almas que sufren de esta condición han perdido la capacidad de ser felices, la mera intuición de la existencia de la felicidad les provoca unas ganas de asesinar que te cagas. El encono del gerente extranjero ante la insensibilidad del director del comercial y la ligereza con la que utilizaba los términos en inglés, solo eran una confirmación de la famosa insensibilidad de los mexicanos frente a la muerte. La magnitud del problema amenazaba con acabar con el comercial, poner una alerta para que la casa productora no fuera contratada nunca jamás por la trasnacional y todos en la agencia fuéramos castigados con cien azotes y la prohibición eterna para adquirir el producto si en algún momento de nuestras vidas sufríamos el flagelo del estreñimiento.
Una presencia extraña rondaba el aire y aunque muchos pudieran haber creído por un momento que es trataba de la Estupidez, yo estoy seguro de que se trataba de la musa de Woody Allen que buscaba ideas para inspirar al cineasta.
La furia terminó de manera abrupta, tal y como había iniciado, sin razón, ni motivo aparente, y la junta pudo terminar de manera civilizada sin pérdidas humanas que lamentar. Todo mundo se despidió de manera civilizada y a los pocos días procedimos a filmar el comercial. Uno de los descubrimientos que hizo la gente de la casa productora fue que el producto al disolverse en agua y tras unos cuarenta y cinco minutos de espera se convertía en algo como concreto: Indisoluble, indivisible e indestructible. Capaz de tapar un excusado. Hasta la fecha evito imaginar su acción en el tracto digestivo humano.
Mi paso por el mundo de la publicidad me enseñó varias cosas. La primera y más importante fue que los lugares comunes existen en el mundo real: El grito de desesperación de una de las más hermosas mujeres que he conocido, quien después de 70 tomas tratando de bajar una escalera y sonreír se rindió:
-¡O Sonrío, o bajo las escaleras, pero las dos cosas al mismo tiempo no puedo!
Aprendí que muchas veces entre un cliente y un celador Nazi hay poca diferencia, cuando conocí la historia de la ejecutiva de cuentas que invitó a su cliente de jabón de barra a cenar a su casa, aprendí que muchas veces la diferencia entre un cliente y un celador Nazi es poca, esa noche digna también de Woody Allen, el cliente revisó todos y cada uno de los baños de la casa incluidos el de la servidumbre y el de la recamara principal para cerciorarse de que utilizaba su marca. Despueés pudo cenar tranquilo El esposo de la ejecutiva agradeció a su creador que el cliente no fuera productor de condones.
Que no hay mayor ejemplo de una relación sado-masoquista que la que desarrolla un ejecutivo de cuentas con su celador, perdón su cliente. Y los llamados creativos desarrollan el síndrome de Estocolmo hacía sus captores, perdón, ejecutivos de cuentas.
Aprendí que el cliente siempre pierde la razón, que la frustración de muchos hombres y mujeres publicistas que después terminan creando campañas políticas o vistiéndose de manera estrafalaria bajo la consigna de que es la única forma de demostrar su creatividad, nace de esos caprichos que nadie está dispuesto a negarle a cliente.
La lección más importante que aprendí fue que la publicidad por donde se le vea puede ser cualquier cosa menos divertida.
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