Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi
infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con
esos años y las reflexiones que hago 40 años después.
En la casa de mi infancia en la planta baja estaba el
despacho de mi padre, era un cuarto que básicamente contenía la biblioteca de
mi padre, una biblioteca que desde mis primeros años de infancia me atraía, entre
los primeros libros que recuerdo había dos enormes libros; uno con
ilustraciones sobre animales prehistóricos con un gran énfasis en los
dinosaurios, muchos años antes de que se popularizaran, pero también de los
mamíferos gigantes del cuaternario; mamuts, tigres dientes de sable, ciervos de
enormes cornamentas y rinocerontes lanudos.
El otro narraba en sus láminas la historia de los hombres de
la prehistoria, descubrí a los neandertales, cromañones, al hombre de Java y
las historia que años después me contaría uno de los libros de texto gratuito en
la primaria acerca de la Cueva de Lascaux y sus maravillosas muestras de la
comunicación y arte primitivo. Las rotundas y redondas diosas de la fertilidad
que abren la imaginación de cualquiera. En esos días me limitaba a ver las
enormes láminas con las ilustraciones y soñar en encuentros con gliptodontes y
triceratops.
Cuando gracias a mi abuelo paterno descubrí la maravilla encerrada
entre las tapas de un libro, mi padre sacó de esos libreros tres historias de
su infancia que siempre me han acompañado aunque físicamente los libros se
hayan desvanecidos en la noche de los tiempos; Robin Hood, La isla del
tesoro y Las mil y una noches.
En esos estantes también se encontraba una de las compañeras
más importantes durante los trabajos de secundaria y prepa, pero que desde años
antes me maravillaba y encantaba hojear: La enciclopedia BARSA con sus
pastas en una imitación de piel roja con grecas doradas en el lomo. En aquellos
días el conocimiento humano no estaba en ninguna nube o lugar virtual, se
encontraba en enormes compilaciones de volúmenes que doscientos años antes
idearon un grupo de intelectuales franceses a los que conocemos como los
enciclopedistas y que encabezaban hombres como Diderot, D’Alambert, Rousseau y
Voltaire entre muchos otros. Fotos, mapas y una serie de maravillosas laminas
en acetatos que por capas iban revelando el cuerpo humano, femenino y
masculino, de la epidermis a los huesos. Una serie de visiones que me mantenían
horas leyendo la anotomía humana e imaginando los diferentes colores que
existían en mi interior. Las enciclopedias fueron hasta finales del siglo XX
cuando Google e Internet tomaron por asalto la historia de los seres humanos la
fuente de mayor conocimiento, por eso la mayoría estaban hechas con papeles
pesados y resistentes. La excepción era tal vez el Pequeño Larousse ese
monstruoso volumen rojo y con miles de páginas9 que no solo era un diccionario,
tenía pequeñas semblanzas de personajes, medidas, las banderas del mundo.
Con el paso de los años otro de mis libros favoritos era una
edición en tela plastificada, roja también con letras doradas, pero su
contenido era otro tipo de conocimiento, uno que es básico para los mexicanos: Picardía
Mexicana de Armando Jiménez. Que en un principio y de una manera por demás
trivial me sirvió para hacerme de un repertorio de: No es lo mismo...,
chistes de tres actos y la famosa clasificación de los pedos que el escritor recopiló
en su libro. Con el tiempo llegue a apreciar y volverme un cazador de letreros
de camiones, una tradición que no se ha perdido.
Había una Divina Comedia enorme con las ilustraciones
de Gustave Doré que leí durante un verano.
Mi padre ponía sus nuevas adquisiciones en los estantes, una
mañana descubrí un libro de editorial Novaro, la portada mostraba a un grabado
con una pareja en una barca y el título era ¡Sálvese quien pueda! Era
una antología de textos de Jorge Ibargüengoitia. A partir de ese momento el
guanajuatense se convirtió uno de mis escritores favoritos, los diferentes
libros y antologías de su obra me han acompañado a lo largo de mi vida, y
siempre lo estoy releyendo.
También en ese pequeño despacho descubrí a Rius y Quezada.
La caricatura del Equipo de Comales aplicándole un triple play a los Yanquis de
Nueva York siempre ha sido una de mis preferidas, junto con las historias de
Eduviges una ancianita que le gustaba ir a llorar al cine y que redujó tanto su
tamaño por la pérdida de líquido que se encogió y fue enterrada en una caja de
cerillos, así como la historia del perro callejero Solovino que fue atropellado
en el periférico.
En aquel despacho casi siempre oscuro además de los libros
de mi padre, se encontraban discos LP y algunos de 45rpm que sobrevivían a los
cambios tecnológicos, el único cuadro que recuerdo al interior del pequeño
cuarto es una imagen del Foro Romano que aún está en la casa de mi madre.
Algunos soldados napoleónicos adornaban las repisas, así como una réplica de un
avión de la II Guerra Mundial y un portaviones de Lodella que mi padre armó en
mis más vagos recuerdos y en una época en la que no tenía que lidiar con las
demandas de atención de sus 7 vástagos.
Durante más de diez años el despacho de mi padre fue un
extraño templo, frecuentado casi a diario por mí, en el que encontré libros y
lecturas fundamentales entonces y voces diferentes de todo tipo, de muchos lugares
y épocas, de Homero a Gustavo Sainz, Oscar Wilde, Mariano Azuela, Mauricio
Magdaleno y aunque el descubrimiento del placer de la lectura se lo debo a mi
abuelo paterno, fue ese pequeño despacho el que afianzo mi vicio y curiosidad por
la lectura.
Este texto fue publicado originalmente en el portal megaurbe.com.mx el 16 de diciembre de 2020 en mi columna Oklahoma 148.
La fotografía al inicio es también de mi autoría.
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