Hubo una época anterior a la llegada de los poco
imaginativos tecnócratas, muy anterior a la cursilería de la república del
amor, cuando los políticos y funcionarios mexicanos pensaban de una manera más
bucólica, incluso mucho más playera.
Allá por los años setenta, la ciudad crecía y el transporte
público se limitaba a unos espantosos camiones amarillo crema de enormes
vidrios al frente y que contribuían de manera muy visible a ese descubrimiento
de la contaminación que se denominaba Smog, en el otro extremo estaba el modernísimo
Metro que únicamente corría en ciertas líneas, creo que tres en esos momentos y
la línea 3 no llegaba en esos años a CU. Era necesario cambiar el modelo
urbano, muy probablemente buscando el aumento de tarifa que siempre promueve la
corrupción y la opacidad en el gobierno.
Eran épocas en que la Ciudad aun portaba el nombre de
Distrito Federal y la mayor parte del transporte público que circulaba por sus
calles pertenecía a algo que entonces no entendía del todo bien y que en los
periódicos llamaban El Pulpo Camionero,
utilizando el marítimo eufemismo para referirse a un grupo de personas que eran
dueños de los camiones y extendía sus largos brazos de corrupción en el tráfico
de la ciudad. Una mafia que ponía en jaque al jefe de gobierno, a funcionarios
además de los habitantes del Distrito Federal cuando querían subir tarifas y el
gobierno del D.F. se oponía y a la que los caricaturistas de los diarios
dibujaban como un siniestro cefalópodo.
Tal vez por ese eufemismo marino de ese pulpo de ocho mil
brazos que controlaba el transporte de pasajeros de la capital del país, el
Distrito Federal fue de pronto enfrentó al pulpo con unos modernos autobuses
azul con blanco y otros que en teoría eran más lujosos que tenían una franja
roja y otra negra, la realidad fuera de los colores y la carrocería no recuerdo
mayor diferencia que el precio y la teórica suposición de que los pasajeros de
los segundos no podían ir parados. Lo que se reflejaba en el precio, pero era
sólo eso; una teoría. La realidad era muy diferente. Los azules fueron llamados
Delfines e incluso tenía un delfín de metal en su carrocería y los otros fueron
bautizados como Ballenas las cuales, además, como funcionario público que se
preciara de serlo y siguiendo la moda dictada por Fidel Velázquez, líder de la
Confederación de Trabajadores de México, llevaba los vidrios polarizados.
Ambos vehículos estaban listos para acabar con el pulpo camionero
y horribles camiones amarillos. La Ciudad siempre ha añorado sus lagos y ríos, tal
vez por eso recordemos que en los años sesenta a los taxis se les conocía como cocodrilos. En poco tiempo las
principales avenidas y calles de la ciudad se vieron surcadas por las nuevas
unidades; blancas con azul, de impecables asientos de plástico y relucientes
tubos de metal cromado que hablaban de que la modernidad había llegado al
Distrito Federal de una forma tangible para todos aquellos que usaban el
servicio de transporte público y con un nombre que hacía de las calles un
verdadero regresó a los orígenes lacustres de la ciudad, aunque los delfines
están más identificados con el mar abierto y ni que decir de las ballenas.
No creo que delfines y ballenas hayan contaminado menos que
uno de aquellos camiones amarillos, como tampoco creo que esto le importara en
su momento a las autoridades, los tiempos de los camiones públicos ecológicos
estaban por venir en las próximas décadas, cuando a un jefe de gobierno se le
ocurrió que con pintar, y de manera grotesca, pericos, loros y muchos árboles
en la carrocería de un viejo y oxidado Delfín, el transporte como por arte de
magia se convertía en uno ecológico capaz de purificar la gran cantidad de
diésel quemado que su escape esparcía de generosa manera en el ambiente del
Distrito Federal.
Así
en la década de los años 70, Delfines y Ballenas cruzaban las calles con
cientos de personas atiborrados en ellos, felices pensando qué si la playa no
estaba cerca, ellos podían llegar a casa felices, satisfechos de haber montado
un delfín de su casa al trabajo y de regreso. Y si el día era bueno, y quedaban
unos centavos de sobra, y la suerte de encontrar una y vacía hasta podían
presumir de haber ido sentados en una ballena por el Distrito Federal.
Armando Enríquez Vázquez
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