lunes, 27 de febrero de 2017

Cuando utilizábamos Delfines para transitar en las calles de la Ciudad de México.




Hubo una época anterior a la llegada de los poco imaginativos tecnócratas, muy anterior a la cursilería de la república del amor, cuando los políticos y funcionarios mexicanos pensaban de una manera más bucólica, incluso mucho más playera.
Allá por los años setenta, la ciudad crecía y el transporte público se limitaba a unos espantosos camiones amarillo crema de enormes vidrios al frente y que contribuían de manera muy visible a ese descubrimiento de la contaminación que se denominaba Smog, en el otro extremo estaba el modernísimo Metro que únicamente corría en ciertas líneas, creo que tres en esos momentos y la línea 3 no llegaba en esos años a CU. Era necesario cambiar el modelo urbano, muy probablemente buscando el aumento de tarifa que siempre promueve la corrupción y la opacidad en el gobierno.
Eran épocas en que la Ciudad aun portaba el nombre de Distrito Federal y la mayor parte del transporte público que circulaba por sus calles pertenecía a algo que entonces no entendía del todo bien y que en los periódicos llamaban El Pulpo Camionero, utilizando el marítimo eufemismo para referirse a un grupo de personas que eran dueños de los camiones y extendía sus largos brazos de corrupción en el tráfico de la ciudad. Una mafia que ponía en jaque al jefe de gobierno, a funcionarios además de los habitantes del Distrito Federal cuando querían subir tarifas y el gobierno del D.F. se oponía y a la que los caricaturistas de los diarios dibujaban como un siniestro cefalópodo.
Tal vez por ese eufemismo marino de ese pulpo de ocho mil brazos que controlaba el transporte de pasajeros de la capital del país, el Distrito Federal fue de pronto enfrentó al pulpo con unos modernos autobuses azul con blanco y otros que en teoría eran más lujosos que tenían una franja roja y otra negra, la realidad fuera de los colores y la carrocería no recuerdo mayor diferencia que el precio y la teórica suposición de que los pasajeros de los segundos no podían ir parados. Lo que se reflejaba en el precio, pero era sólo eso; una teoría. La realidad era muy diferente. Los azules fueron llamados Delfines e incluso tenía un delfín de metal en su carrocería y los otros fueron bautizados como Ballenas las cuales, además, como funcionario público que se preciara de serlo y siguiendo la moda dictada por Fidel Velázquez, líder de la Confederación de Trabajadores de México, llevaba los vidrios polarizados.
Ambos vehículos estaban listos para acabar con el pulpo camionero y horribles camiones amarillos. La Ciudad siempre ha añorado sus lagos y ríos, tal vez por eso recordemos que en los años sesenta a los taxis se les conocía como cocodrilos. En poco tiempo las principales avenidas y calles de la ciudad se vieron surcadas por las nuevas unidades; blancas con azul, de impecables asientos de plástico y relucientes tubos de metal cromado que hablaban de que la modernidad había llegado al Distrito Federal de una forma tangible para todos aquellos que usaban el servicio de transporte público y con un nombre que hacía de las calles un verdadero regresó a los orígenes lacustres de la ciudad, aunque los delfines están más identificados con el mar abierto y ni que decir de las ballenas.
No creo que delfines y ballenas hayan contaminado menos que uno de aquellos camiones amarillos, como tampoco creo que esto le importara en su momento a las autoridades, los tiempos de los camiones públicos ecológicos estaban por venir en las próximas décadas, cuando a un jefe de gobierno se le ocurrió que con pintar, y de manera grotesca, pericos, loros y muchos árboles en la carrocería de un viejo y oxidado Delfín, el transporte como por arte de magia se convertía en uno ecológico capaz de purificar la gran cantidad de diésel quemado que su escape esparcía de generosa manera en el ambiente del Distrito Federal.
Así en la década de los años 70, Delfines y Ballenas cruzaban las calles con cientos de personas atiborrados en ellos, felices pensando qué si la playa no estaba cerca, ellos podían llegar a casa felices, satisfechos de haber montado un delfín de su casa al trabajo y de regreso. Y si el día era bueno, y quedaban unos centavos de sobra, y la suerte de encontrar una y vacía hasta podían presumir de haber ido sentados en una ballena por el Distrito Federal.

Armando Enríquez Vázquez

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