Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi
infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con
esos años y las reflexiones que hago 40 años después.
Armando Enríquez
Vázquez
No había Tratado de Libre Comercio, ni Netflix, Ni Amazon.
Nuestras fronteras comerciales estaban cerradas y aun así la clase media
mexicana hija del milagro mexicano de López Mateos en buena parte se negaba a aceptar
la masacre del 68 y su continuación en el sexenio de Echeverría. Sentíamos que éramos
modernos, porque Cablevisión nos permitía ver la televisión texana a pesar de
todas las restricciones proteccionistas y la política demagógica y paternalista
del gobierno del PRI. Nadie, ni en México, ni en el mundo podía dudar lo
prospero de la nación, no por nada Echeverría había mandado bardear las
colonias del pueblo bueno para que los asistentes al Mundial de México 70 no
vieran pobreza en su camino al Azteca.
De nada de esto éramos conscientes los niños que vivíamos
ilusionados con la llegada de octubre del Halloween. En aquellos días nada más alejado en la
todavía floreciente clase media del país y sobre todo de la ciudad, que altares
de muertos, catrinas o flor de cempasúchil. Tampoco se adornaba con motivos de
Halloween y mucho menos con calabazas ahuecadas a fuerza de cuchillo. En la
Ciudad de México habíamos llegado al sincretismo perfecto, ese que nos
enseñaron los españoles para formar esta nación mestiza. Entonces salíamos a
pedir dulces, para más tarde sentarnos a cenar con la familia un pan de muerto
al centro de la mesa con chocolate caliente.
Sin las enormes franquicias panaderas, ni los experimentos
en los sabores de México, el pan de muerto de azúcar o ajonjolí se vendía en
panaderías que adornaban los enormes vidrios con dibujos de calacas fiesteras,
calaveritas genéricas al pan de muerto o algún personaje popular muy relevante
en la cultura mexicana como Cantinflas o los reyes del melodrama Pedro Infante
y Jorge Negrete. En México, pocos, si no es que nadie sabíamos porque y como se
celebraba el Halloween en Estados Unidos, por eso y como parte del ese
sincretismo se pedía Halloween el 30, 31 de octubre y el 1º y 2 de noviembre
algún abusivo llegaba hasta el día 3 y nunca faltó un incauto o de buen corazón
que le diera un dulce o moneda.
Nunca faltaba el gandalla que se jactaba de cómo respondía
al niño humilde que se acercaba a pedir su calaverita; Le dije entonces te
voy a matar para sacarte el cráneo y así te doy tu calaverita. Seguido por
soez carcajada que celebraba la estupidez.
En aquellos años idílicos, los niños de 10, 12 años podíamos
salir al anochecer para recorrer las calles, disfrazados o interpretando un
disfraz, a la caza de dulce y en el mejor de los casos de algún peso o billete
de cinco que el dueño de la vivienda colocara en la funda de almohada en la que
se coleccionaban los premios. Mientras los viejos se iban a los panteones a
vivir un día entre los muertos. Era mejor pedir a la puerta de las casas que
meterse a un edificio y pedir departamento por departamento que en su mayoría
parecían estar abandonados por que nadie abría la puerta, en cambio en las
casas de colonias como la Nápoles, los dueños de las casas ya sabían que iba a
pasar por lo menos las noches del 30 y 31 de octubre.
Los botines incluían invariablemente; chicles Motita,
Miguelitos, Lunetas, a veces ollitas de tamarindo, Tín Larín,
paletas Mimi, paletas de anís de Larín, Carlos V y unas paletas
de chocolate corriente que estaban siempre envueltas papel aluminio de colores,
caramelos Laposse de los que tienen una pasa en medio y si eras
afortunado un Almonrís, un Postre o un Pancho Pantera
chocolates codiciados y poco comunes en una noche de Halloween.
Nadie hablaba del día de muertos de otra manera que no fuera
un festivo que creaba uno de esos puentes que tanto esperábamos los
estudiantes, pero a mí, que nunca he sido católico nunca me quedaba claro que
muertos se celebraban el día primero y a cuáles el día 2. Pasado el Halloween
había que prepararse para las posadas y la navidad.
Hoy Halloween es más una fecha festiva insulsa de las
industrias de la limosna, el cine y la moda, hay quienes empiezan a pedir desde
que terminan las fiestas patrias, quienes con la anticipación anteriormente
propia de la navidad preparan adornos para casa, listas de películas o
estúpidas ideas acerca de satanismo y otras bestialidades para celebrarse ellos
y no a los muertos, las almas o su recuerdo. Así como de disfraces que se
compraban y no se elaboran con lo que uno tiene a la mano. La gente dice
preferir celebrar a sus muertos y poner altares en casa. Honramos a las
catrinas y lo hacen más las marcas ventajosas que se quieren demostrar
mexicanas o los gringos inclusivos con sus películas como Coco.
Cuando al final del sexenio del nefasto Echeverría su
prepotencia y arrogancia lo llevaron a destruir el periodismo libre de El
Excélsior, los nuevos diarios demócratas de la era de López Portillo como Uno
más Uno comenzó a tener una ortografía española que se oponía a la norteamericana
para escribir Jalogüin o Güisqui.
En algún momento a finales de los setenta y principios de los ochenta recuperamos el día de muertos en la ciudad de México y hasta hace poco nos volvimos tan globales que a nivel gobierno preferimos la visión de James Bond del asunto a la real festividad mexicana.
Este texto fue publicado por primera vez en mi columna Oklahoma 148 en megaurbe.com.mx el 26 de octubre de 2020.
La fotografía es de mi autoría.
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