lunes, 23 de octubre de 2017

El taco que sale de una canasta.



Ahora resulta que el taco de canasta que encontramos en casi todas las esquinas de la Ciudad de México viene y tiene su cuna en el estado de Tlaxcala. No conformes con ayudar a los enemigos a destruir Tenochtitlan, los tlaxcaltecas ahora están decididos a mostrarse como los padres del taco de canasta y surtidores de todos y cada uno de los millones de tacos de canasta que devoramos a tarascadas los chilangos todos los días, algo muy cuestionable. A pesar de que varios medios de comunicación en los últimos años se han vuelto eco de esta leyenda urbana, yo tengo mis dudas.
Y antes de enumerar mis razones para dudar de esta afirmación muy aventurada hablemos del taco de canasta. El que llamamos taco de canasta en su humilde origen era conocido como taco sudado, mucho porque los tacos mantienen la humedad de la tortilla gracias al aceite ardiendo que se les pone al momento de ponerlos en la canasta, otro poco por ir envueltos en trapos como gordo en sauna. Los guisos con los que puede ir relleno son por lo general salsa de chicharrón, adobo, mole verde, o sencillamente papa, amanera de pure o simplemente aplastada, y frijoles refritos. Van acompañados por una salsa verde con aguacate que no guacamole o por chiles encurtidos. Algo que los tlaxcaltecas niegan, ellos en su leyenda prefieren añadir la historia de una salsa, por lo general horrenda, hecha a partir de tomates verdes y chiles hervidos, a los que añaden cebolla y cilantro crudos. En más de una ocasión he notado en esa salsa el dejo de vinagre de chiles encurtidos, con las consiguientes agruras.
Ahora sí las razones que me hacen dudar de esta historia.
Primero, aunque todo el estado de Tlaxcala se dedicara a hacer tacos de canasta no se darían abasto para alimentar a los 23 millones de habitantes de la zona metropolitana. Una cosa es que el pueblo de San Vicente Xiloxochitla se dedique a hacer tacos de canasta al por mayor y otra que todos los tacos de canasta de los que nos alimentamos en la Ciudad de México provengan de una población que tiene apenas 2,500 habitantes. Otra versión de la historia atribuye el origen de los tacos al alcalde de Nativitas Tlaxcala, municipio donde se encuentra el pueblo de San Vicente. Lo que permite aumentar el número de manos en la fabricación de los tacos al menos en 20,000 personas. Como tampoco creo en todo el diminuto estado de Tlaxcala se produzcan a diario el número de tortillas necesarias para alimentar con tacos de canasta a capitalinos y chilangos, por más que el nombre del estado signifique Lugar del pan de maíz o sea de la tortilla. Ya ni hablar de los ingredientes para los guisados que rellenan las tortillas con aceite.
Dos. ¿Dónde se encuentran las fuentes históricas que nos demuestren que el envolver los tacos en papel o en trapos para mantenerlos calientes sea un descubrimiento tlaxcalteca? Los mineros zacatecanos, desde tiempos de la colonia, también bajaban su almuerzo en canastas y los guisos iban envueltos en tortillas y trapos para mantener el mayor tiempo posible la temperatura. Tal vez, y no tengo manera de comprobarlo a los tlaxcaltecas se les ocurrió añadir el aceite hirviendo como un elemento más que ayudara a mantener los tacos calientitos y ya de paso las capas de cebollas.
Tres. Lo cierto es que sí los tacos vinieran todos los días desde Tlaxcala llegarían fríos a Santa Fe, a Reforma, a Polanco. Por más rápida que pueda ser una camioneta que está obligada a cruzar Río Frío y un par de horas para atravesar de los Reyes la Paz a Viaducto Miguel Alemán. No hay manera que llegaran calientes a su destino. Esa simple hipótesis ya destruye el mito del origen omnipresente tlaxcalteca.
Cuatro. De acuerdo con las notas esta tradición tlaxcalteca data de los años cuarenta, y surgió de la necesidad de los habitantes de San Vicente Xiloxochitla o de Nativitas en general. Existen marcas como Canastakis establecidas en la Colonia Del Valle desde hace más de 46 años y recuerdo que se anunciaban en televisión cuando surgieron allá por los años setenta. Dudo, sin querer ofender a los tlaxcaltecas que los tacos de Canastakis vengan de San Vicente.
Así como Canastakis, hay otro gran local de tacos de canasta, se trata de Tacos Joven en Narvarte, sin lugar a duda los mejores tacos de canasta de todo México, no hay manera que estos grasientos y encebollados tacos y la insuperable la salsa de morita con chicharrón para acompañarlos cuyas canastas llegan una tras otra reponiendo a la que se acaba, vengan con tanta oportunidad desde Tlaxacala. Estos tacos difícilmente pueden ser superados, su mejor competidor se encuentra en la calle de Madero casi llegando al Zócalo. La fila de personas que espera comerse un taco de Los Especiales invade por varios metros la calle-andador del Centro Histórico de la Ciudad de México. Ahí se ha perdido la tradición de la canasta de artesanal, que ha sido sustituida por una canasta metálica que asemeja al cazo que se utiliza para las carnitas. Pero una de las evidencias más contundentes es que Abel Quezada, el gran caricaturista y artista gráfico, ya dibujaba a finales de los años cincuenta taqueros con sus canastas rodeadas de moscas y comensales a su alrededor. De la canasta sobresale el típico trapo que envuelve a los tacos. No hay manera de que un producto que humildemente se tenía primero que posicionar en Tlaxaca, llegara a ser tan popular en la Ciudad de México en menos de diez años, como para formar parte de la escena urbana de una caricatura de Quezada.
Otra cosa que también dudo es lo supuestamente tradicional de la salsa verde vaciada en un enorme frasco de mayonesa que pende de las bicicletas que venden los tacos de canasta, durante años los tacos de canasta se acompañaban de chiles encurtidos, como aún se encuentran las salseras de Canastakis, Pase Joven y Los Especiales, vale la pena resaltar que estos encurtidos son realmente excepcionales en el último establecimiento. La otra salsa clásica para el taco de canasta es la salsa verde con aguacate. Incluso recuerdo que lustros atrás a través del vidrio de los frascos se podía observar algunos trozos de la fruta suspendidos en la mezcla. Y como mencioné unos renglones antes la salsa de morita con chicharrón única del Villamelón y de Pase Joven, hace que estos últimos se destaquen en la oferta del taco de canasta.
El plástico azul, tampoco puede venir desde los años cuarenta. Creo que los tlaxcaltecas hacen un simpático esfuerzo por atribuirse la paternidad de esta delicia urbana. Pero creo que falta seriedad en la aseveración. El taco de canasta, aun si fuera de origen tlaxcalteca, admitiendo el dicho, sin conceder, es básicamente un producto que consumimos los ciudadanos de la capital.

Armando Enríquez Vázquez

viernes, 14 de julio de 2017

Pequeño breviario del transporte público y concesionado de la Ciudad de México.




Pensar en todos los diferentes tipos de transportes que recorren la ciudad de México llevando diariamente de un lado a otro a personas por una módica, o no tanto, suma de dinero, me ha llevado a enumerarlos no de la manera oficial y ortodoxa, si no de la manera coloquial en la que chilangos y anexos preferimos nombrarlos a partir de la experiencia y de sentir ciudadano lastimado y herido por este tipo de medios que utilizamos para movernos. El orden no es alfabético, como tampoco por importancia, es tan aleatorio como la frecuencia en la logística de la gran mayoría de ellos.  
Pesera: Extinto transporte público en el que usuario pagaba un peso por transportarse de un lugar a otro. Hoy utilizado por aquellos que vivieron los idílicos tiempos en que se amarraban a los perros con longaniza.
Pecera: Actual transporte público fabricado hace por lo menos tres décadas, lleno de vidrios para que los automovilistas que van en las cercanías a estos vehículos puedan observar con claridad el sufrimiento de los usuarios retacados al interior del vehículo y ocasionalmente un asalto o a un flasher o ambas cosas.
Pecerdo: Dícese de todo aquel que conduce unidades de transporte público concesionado y que tiene como hábito de vida el transportar pasajeros como si fueran recuas, sin respetar señales de tráfico, carriles asignados o los oídos de los usuarios.
Pecerda: Por extensión el vehículo que conducen estos neandertales o imbéciles profundos a los que por alguna misteriosa e inexplicable razón las autoridades de la Ciudad de México y el Estado de México les han dado licencias para conducir. Por lo general es también una desgracia en la limpieza interior del vehículo.
Ruletero: Arcaísmo que se utilizaba para designar a los taxis y que pudiera ser utilizado aún en nuestros días, pues subirse a un taxi en ciertas zonas es jugarse la vida en una especie de ruleta rusa donde uno puede ser asaltado, violado, asesinado o simplemente contraer algún tipo de infección cutánea mortal debido al pésimo estado higiénico que tienen casi todas las unidades.
Chimuerto: Antiquísimo camión o pecera cuya circulación ha sido prohibida por las autoridades de la Ciudad de México y aprobada por las del Estado de México, donde la muerte se manifiesta en diferentes formas: tétanos causado por los oxidados fierros que conforman tubos y asientos y en muchos lugares son considerados armas blanca, también materializada en el conductor de la unidad que por lo general es un ser de ultratumba cuya misión es llevarse a la almas de este a otros mundos no necesariamente mejores, o por los asaltantes y violadores coludidos con choferes y autoridades para robar a diestra y siniestra a pasajeros.
Taximiento: Aparato utilizado por los taxis aprobado y calibrado por las autoridades para cobrar a los usuarios, funciona y marca tarifas diferente según el taxi, el taxista y el pasajero.
Taxi de sitio: Automóvil cuyo taximiento funciona con la misma arbitrariedad que el taxi de la calle, pero que está autorizado a cobrar mucho más por el mismo servicio, únicamente por el hecho de hacer fila para estafar al pasaje.
Cajita Feliz: Llamase a los últimos vagones del metro a ciertas horas y en ciertas líneas donde diferentes grupos de la sociedad se dan cita para tocarse y tener algún tipo de encuentros sexuales.
Cocodrilos, Delfines y Ballenas: Antiguos transportes públicos que hacían referencia a la riqueza de fauna que los chilangos esperaban exterminar en todo el territorio nacional y anticipaban la llegada de Cyborgs, Replicantes y Monster Trucks al mundo.
La limusina anaranjada: Enorme vehículo de color naranja que corre sobre rieles y bajo tierra en la mayoría de las estaciones y se conoce también como Metro.
Hasta aquí por el momento.

Armando Enriquez Vázquez

lunes, 3 de julio de 2017

Melchor Ocampo perdido en el Circuito Interior.



Mis abuelos vivían en Anzures, en la calle de Michelet, en Anzures. Al final de la calle hay una especie de cuchilla truncada, donde la calle se une a una avenida en desnivel que se llama Darwin y paralela a la antigua Melchor Ocampo, la calle de Thiers es la otra calle de esta cuchilla, y como hoy, era la que bajaba conectando Anzures, con la colonia Cuauhtémoc y al cruzar Melchor Ocampo se convierte en Río Mississippi.
El llamado progreso acabó con Melchor Ocampo y su enorme camellón, que tenía escalinatas para subir de la Colonia Cuauhtémoc a Anzures, lo convirtió en una enorme vía sin semáforos a la que llamamos Circuito Interior, el arbolado y verde camellón dio paso al gris concreto que tanto gusta a los grises burócratas y mandatarios de la Ciudad de México y del entonces Distrito Federal, como si el color de sus ideas tuviera algo que ver con el de una ciudad habitable.
A finales de los años sesenta, muchos fines de semana los pasaba en casa de mis abuelos. Recuerdo que cuando el hombre llegó a la Luna lo vimos en un extraño mueble que mis abuelos tenían en la sala en el que se encontraban juntos el televisor blanco y negro de bulbos, el tocadiscos y el radio. También, recuerdo: enormes latas de Chilorio con una etiqueta azul cielo y un enorme cerdo, cajitas de madera con papeles brillantes de colores que guardaban cajeta con nueces que le regalaban a mi abuelo y recuerdo paseos matutinos, con mi abuelo, que iniciaban saliendo por la puerta de la casa, caminábamos media cuadra llegábamos a Darwin y caminábamos hasta Mariano Escobedo, donde hoy se encuentra el Hotel Camino Real. Abajo, del otro lado de Melchor Ocampo, iniciaba el camino de unas cuantas cuadras que llegaba a Paseo de la Reforma y al Cine Diana.
En aquellos días Paseo de la Reforma era una avenida donde se encontraban imponentes cines, recuerdos de las décadas de los cuarentas y cincuentas del siglo XX que hoy son solo memoria de algunos cuantos: El Chapultepec, donde se encuentra la Torre Mayor, El Diana hoy convertido en esas multisalas que huelen a palomitas y desinfectante que se diseñan a partir de cajas de zapatos, El Latino moderno en sus días, con su enorme pantalla y una alfombra azul que descendía como ladera y en la que los infantes se rodaban previo a la función. El Roble, que a sin hacer honor a su nombre quedo dañado por el hachazo del temblor de 1985 y que hoy se ha convertido en la sede del senado de la nación.
Pero abajo donde Thiers se convierte en Mississippi, había tiendas y negocios que desaparecieron con la llegada del Circuito Interior, sólo un antro de mala muerte sobrevivió un par de décadas y una tienda de piñatas que despliega la gran variedad de diseños y personajes convertidos en figuras de papel y cartón que los niños se encargan de destrozar a punta de garrotazos.  
Pero mi recuerdo más borroso tiene que ver con ese enorme camellón con escalinatas que desapareció. La infalible acción de aquellos gobiernos del PRI encargados de borrar la memoria de la ciudad en aras de nombres idiotas y tecnócratas, Periférico, Viaducto, Circuito Interior, han intentado siempre de volver impersonal a la gloriosa Ciudad de México. Tal vez los habitantes de Río Guadalquivir, no sepan con exactitud donde se encuentra, la vía fluvial que da origen al nombre de la calle, ni que provincias cruza el cauce del río, pero al dar su dirección la darán con mayor gusto que aquel que se limita a Norte 25 número 345 interior 7, quien sin duda se debe sentir totalmente despersonalizado y debe estar buscando la oportunidad como el jugador de futbol americano de los Bengalíes de Cincinnati cambiar su nombre por el de Ochocinco.
Así gracias a grúas, Bulldozer, aplanadoras y una capa de asfalto Melchor Ocampo dejó de ser el nombre de aquella calle para convertirse en desangelado Circuito Interior, poco después en aras de cerrar ese circuito la calle de José Vasconcelos también sucumbió al genérico Circuito Interior, al desaparecer una calle por amplia que sea pero que tiene características para el transitar de seres humanos, desaparecen comercios sustituidos por el negro humo que es expedido por los camiones que nunca han sido regulados y siempre han servido para que el mito de la contaminación en la capital de la república no lo sea. Por veloces y destartalados transportes colectivos concesionados que atropellan a peatones y los derechos humanos de aquellos que por necesidad o masoquismo se transportan en ellos.  
Río Mississippi recibe hoy un cauce de automóviles que muchas veces la convierte en imposible de cruzar y en otros momentos cuando el número de vehículos supera las posibilidades lógicas de circular a cualquier velocidad, se transforma en un rio congelado que los peatones cruzamos hasta en cámara lento o paso de gallo-gallina, seguros que habremos de llegar sin peligro a la otra acera.
Existen muchas cosas de la geografía de Melchor Ocampo y detalles que no recuerdo, solo sé qué como en los tiempos actuales, en los años setenta, primero se pensaba en el concreto que en las áreas verdes.
Quedaron calles con nombre de hombres menos importantes en la memoria colectiva de la historia oficial de México, como Protasio Tagle o Vito Alesio Robles, pero Melchor Ocampo perdido o mejor dicho sepultado por el concreto hidráulico de una modernidad sin sentido, ni dignidad, ha perdido aquella magnifica avenida, su camellón y la oportunidad de ser parte de la Guía Roji de nuestra cotidianidad.

Armando Enríquez Vázquez

lunes, 24 de abril de 2017

Porque ya no voy al cine.



Más allá de las cuestiones dramáticas, hace mucho que decidí ir al cine lo menos posible. Por un lado, el exceso de remakes y melodramas de cuarta disfrazados de cine arte, mientras que por otro la exagerada cantidad de superhéroes crean una oferta cada día menos tentadora.
 Sin embargo, más allá de esas cuestiones temáticas, como decía, existen razones de peso, que se han ido acumulando con el paso de los años para evitarme la molestia de ir al cine. Debo confesar que la idea no es nueva en mí. La percepción de la importancia de no ir al cine empezó a mediados de los años ochenta cuando la mayoría de las salas de cine en México, eran operadas por COTSA (Compañía Operadora de Teatros) un organismo del gobierno federal. A mediados de esa década las audiencias comenzaron a abandonar las salas de cine por muchas razones; pésimas butacas, diseñadas para personas que midieran menos de un metro cuarenta de altura. La gente con una altura mayor se veía atrapada entre asientos de la fila de enfrente que laceraban las rodillas pues la altura de la butacas era menor a la de los hombros de su ocupante y la rigidez del respaldo de la butaca en la uno estaba sentado, por lo que en mi caso prefería sentarme en los asientos pegados a los pasillos y así extender las piernas en diagonal, lo cual llevaba el peligro de hacer tropezar a alguien que entrara a la sala una vez iniciada la función y tener que enfrentar algún tipo de reclamo que podía terminar en bronca o peor aun terminar con el pantalón lleno de algún refresco dulzón y pegajoso, recubierto de palomitas.  La proyección dejaba mucho que desear y en más de una ocasión el proyeccionista conocido por el espectador mexicano como “Cácaro”, olvidaba cambiar de rollo y dejaba por minutos a la sala en la oscuridad mientras las mentadas de madre aumentaban. Una vez en un dizque cine cultural del Sur de la Ciudad, el “Cácaro”, tuvo  la creativa idea, por no llamarla descuido o pachecada de intercambiar los rollos de la película como le dio la gana creando gran confusión entre los espectadores que vimos una película totalmente diferente al resto del mundo.
Las palomitas eran infames; secas, de color amarillo, algunas veces hasta rancias, y no se hacían en la dulcería del cine. Llegaban en sospechosas y enormes bolsas de plástico a la dulcería, donde un dependiente se dedicaba a vaciarlas en una vitrina que funcionaba bajo el mismo principio que lo hacen muchos puestos callejeros de carnitas donde la fuente de calor, sí es que había alguna, era un foco de sesenta watts. Te las daban en una pequeña bolsa de papel y ese era el único tamaño posible. El servicio era nulo y todos los cines sin importar la zona de la ciudad en la que se encontrara parecían oficinas de la Secretaria de la Reforma Agraria, operados y atendidos por maestros del SNTE y de la CNTE. Pero estábamos acostumbrados a una mediocre exhibición en mediocres cines del Estado, con estrenos que llegaban con meses de retraso en el mejor de los casos y que pasaban por la censura. Hasta las salas privadas como las de Organización Ramírez, que controlaban algunas salas; el Cine Agustín Lara, entre los que recuerdo, en Patriotismo o los infames Choricinemas de Plaza Universidad, famosos por vender siempre más boletos que asientos tenían las salas, así como por ser uno de los primeros complejos con varias salas diminutas en el espacio que anteriormente servía para un solo cine, o las salas de Gustavo Alatriste que tenían nombres de cineastas y exhibían un poco de softporno, otro de autores de culto y otro tanto de underground. La más de las veces, todo cabía en una sola película, En cuanto al servicio eran iguales y a veces hasta peores. Muchos de los espectadores hacían honor a las películas que se exhibían por eternidades; entre indigentes y obsesos por ver desnudos en las pantallas.
A mediados de los años ochenta los amantes del cine comenzaron a abandonar las salas de cine, se culpaba a la inseguridad, a lo vacío que estaban muchos de los cines que parecían estadios, pero nadie se atrevía a decir la verdad, porque tenía un gusto a placer culposo; las videocaseteras comenzaban a ganar terreno al cine y frente a una mala exhibición en una sala incomoda estaban los primeros sistemas de audio estéreo para televisiones y la videocasetera que tenía un botón de pausa que le permitía pararse a preparar palomitas en el también novedoso, en ese entonces, horno de microondas, ir al baño y hasta se podía con otro botón regresar las secuencias más candentes de la película y ponerle pausa para verle los senos a su actriz favorita. Las salas de cine comenzaron a vaciarse, y en lugar de espectadores muchas de las salas comenzaron a llenarse sospechosamente de gatos. Llegué a estar en salas que tenían más felinos que seres humanos. Esto trajo otra consecuencia poco atractiva, los cines olían a orines de gato y a veces a orines humanos combinados.
En 1988, viví durante unos meses en la Xalapa, Veracruz, donde no solo descubrí que los cines de COTSA sufrían también abandono, sino que los cines en provincia eran el refugio perfecto para burócratas veracruzanos que se iban de “pinta de su trabajo” y dormían a pierna suelta en las incomodas butacas y además nadie objetaba el que se fumara dentro de la sala o se bebiera. Una vez pagado el boleto uno era libre de hacer lo que quisiera.
Cuando finalmente el Estado descentralizador de Salinas decidió que los cines eran un muy mal negocio y los vendió, el daño estaba hecho. Con el tiempo surgieron los Cinemex, Cinemark, Cinepolis; al parecer la modernidad finalmente había llegado a la exhibición de películas en nuestro país, buenas copias, audios que cada día son programados para engendrar generaciones de seres humanos sordos, palomitas hechas en la antesala, en envases gigantescos rebosantes de mantequilla, caramelo, chamoy y tan caras que equivalen a una comida corrida en las calles de nuestra ciudad. Refrescos en cubeta para ser un obeso del primer mundo sin la molestia de tener pasaporte, hot dogs, nachos y últimamente placeres alimenticios que parecen sibaritas, pero en realidad son sólo otra manera de llamar a una torta de jamón y queso. En el camino a la modernidad se perdieron los gaznates y los pistaches.
Pero más allá de los gustos alimenticios cuando la gente regresó a las salas de cine, creyó y sigue en el malentendido de estar en la sala de su casa. Existen nuevos y muy creativos espectadores; el que lee el titulo y los créditos de la película en voz alta. El que lleva a sus hijos a películas en inglés cuando los niños no saben leer aun y no lee los subtítulos a todos a su alrededor.  El que platica toda la película, el que a gritos anticipa lo que el cree que va a suceder, los novios que se pelearon antes de entrar a la sala y tratan de reconciliarse dentro de ella, para poder ir a cenar o a tener sexo de reconciliación después de la película. Las ancianas que no dejan de hablar de los buenos actores que había hace 40 años. Incluso alguna vez me tocó que antes de la función al subir el telón para dar paso a los cortos apareciera una declaración de amor y un adolescente llenara de flores, palomitas y refrescos a una muchachita con la que extasiado sudó la palma de su mano durante toda la función. Además de retrasar el inicio de la cinta por más de 20 minutos.
Alguna vez pensé que refugiarse en las funciones matutinas era un gran remedio para evitar a los espectadores de cine, pero ya ni eso resulta.  Las salas están llenas de pubertos de pinta o de cuarentonas y cincuentonas de regreso de su terapia. Todas quieren ver películas de Woody Allen o Bergman como sucedáneo de café y magdalenas, pero terminan viendo Los Vengadores, o un chick flick rodeadas de las amigas de sus hijas y llorando e ilusionándose como ellas.
En fin, las únicas emociones que quedan en los cines ya no tienen nada que ver con una experiencia estética, sino con el evitar ser baleado mientras ve un anuncio de que bella es la vida.

Armando Enríquez Vázquez

Una primera versión de este texto apareció en el portal palabrasmalditas.net
imagen: otroblog,blogspot.com

lunes, 17 de abril de 2017

Semana Santa en la Apenas Veracruzana.



A finales de la década de los ochenta viví una temporada en Xalapa, Veracruz.  Así con X es la ortografía correcta de la capital veracruzana. En aquellos días Xalapa era una ciudad tranquila que fuera del centro y ciertas zonas como las cercanas a la calle de Xalapeños Ilustres o el puente de Xalitic con sus lavaderos, el parque de Los Berros, que en aquellos años mostraba un letrero que decía algo así como: Demuestre su educación. No tire basura. Sí no sabe leer pida que se lo lean, se limitaba, como sucede en muchas otras ciudades de provincia, a parecer una versión tropicalizada de Lindavista.
En el centro estaba o está el café de La Parroquia. El cual tenía una vida muy particular, a las diez de la mañana comenzaban a llegar los xalapeños a tomar café e iniciar la tertulia, poco a poco el café se iba llenando de comensales, hasta llegar a su máxima capacidad, alrededor de las doce del día. Conforme iba acercándose la hora de la comida los contertulios comenzaban a desaparecer dejando las mesas, para turistas, que jamás llenaban el café de la misma manera. Una vez, pasadas a hora de la comida y de la siesta, el lugar comenzaba a llenarse una vez más de los mismos parroquianos de la mañana que retomaban la conversación de la mañana y que era invariable en los temas a saber, hasta que las primeras horas de la noche y la merienda en casa los obligaban a levantarse de sus sillas para emprender el regreso. Así, todos los días.
Esta rutina convertía a meseros y parroquianos en conocidos, cómplices y camaradas, las bromas podían correr de una mesa a otra a través de la boca y la confabulación de meseros y clientes que creían conocerse a partir del trato diario, sin realmente conocerse, ni intentar profundizar en esa relación.
Esto era todos los días, todas las semanas, durante los meses que viví en Xalapa, a la que muchos querían presumir como la Atenas veracruzana, cuando en realidad era la Apenas Veracruzana donde un godinez, en esa época no existía el término con el que hoy se denomina a los oficinistas, de la burocracia priístas anunciaba por la radio a la sinfónica ejecutando La quinta sinfonía número cinco de Beethoven.
Xalapa estaba, como me imagino que seguirá, habitada principalmente, por políticos y grillos de poca monta y muy dañinos, músicos y actores y otros miembros de la llamada comunidad cultural veracruzana.
El gran Juan Vicente Melo vivía sus días en el Puerto de Veracruz, lejos de esas leyendas e historias que lo pintaban depositando su cheque de la Universidad Veracruzana en la barra de la Cantina México frente a la plaza de la catedral mocha de Xalapa.
Luis Herrera de la Fuente también había ya cedido la batuta de la Sinfónica de Xalapa, que en esos años dirigía José Guadalupe Flores y Xalapa dormida en sus laureles de autocomplacencia languidecía en sueño nostálgico del que parece no haber despertado.
Al llegar la Semana Santa, los xalapeños corrieron a resguardarse en sus casas, a recrear las tertulias de La Parroquía en los porches de su casa, cambalacheando el café por ron u otro aguardiente como el legendario Verde de Xico, que se debe beber en cantidades discretas, pues los veracruzanos y sobre todo los xiqueños aseguran que es una bebida alucinógena que entre sus misteriosos ingredientes que le dan un hermoso y brillante color verde se encuentra la marihuana.
Y los restaurantes comenzaron a llenarse de una horda de turistas que pasan por la ciudad en su camino a las playas del Golfo de México que son cercanas a las ciudades de México y de Puebla. Jueves y viernes santo, sábado de Gloria y domingo de Resurrección, fueron los días más caóticos que recuerdo de mi estancia en la capital veracruzana.
Empezando con el tráfico de automóviles que sobre todo jueves, viernes, sábado y domingo santos se incrementaron de manera que en aquellas estrechas calles y mal llamadas avenidas de suben y bajan por la geografía de la ciudad era imposible moverse, siquiera a pie.
El calor aumentaba por la cantidad de escapes que dejaban salir su monóxido de carbono y la Atenas Veracruzana, se había convertido en la Nueva Delhi de por acá.
Sin embargo, el cambio más radical se dio en el café de todos los días. Los cordiales meseros de La Parroquia, de pronto ignoraban a los pocos habituales en favor de los desconocidos turistas, uno era de la casa y podía esperar todo lo que fuera necesario. Dos horas para un lechero, parecía normal y tres para unas entomatadas era lo que el parroquiano de todo el año tenía que esperar como pago a su diario consumo.
Los meseros ya no eran conocidos y de pronto en jueves y viernes santo se convirtieron en una especie de los mismos desconocidos de siempre, con la excepción que de pronto sonreían y parecían decir, un momento no es mi culpa. Con ese descaro que produce la confianza, esa misma que da asco.
Finalizada la Semana Santa todo volvió a la normalidad, los meseros sonrientes y bromistas nos recibían a los parroquianos de todos los días como si lo sucedido en apenas unos días antes formara parte de una historia indecente de esas que nadie en la familia quiere o puede recordar.

Armando Enríquez Vázquez

lunes, 10 de abril de 2017

Eso que conocemos como El Pedregal.




Allá en los años setenta del siglo pasado El Pedregal era sinónimo de enormes casas, con jardines con piedra de lava, ocasionales tarántulas, lagartijas, ardillas, tlacuaches, cacomixtles y algunas serpientes eran los sobrevivientes de lo que un siglo antes se consideraba una de las zonas más peligrosas alrededor de la Ciudad de México. Era el lugar donde un vivía un amigo de la escuela y se conseguían buenos dulces de fayuca en Halloween, o dinero en efectivo, y en cuyo jardín se armaban las mejores guerras a pedradas de lava, escondiéndose entre las formaciones que artísticamente se habían conservado en el patio trasero de las casas para darles ese tono de casual elegancia en un entorno natural y salvaje.
El involuntario culpable de la destrucción de uno de los ecosistemas más singulares de lo que es hoy la Ciudad de México y que, en su momento, fue considerado un páramo a atravesar en camino a San Agustín de las Cuevas, hoy Tlalpan, fue Diego Rivera, quien con una visión muy estética publicó en 1945 Requisitos para la organización de El Pedregal. Este texto que promovía el respeto a las rocas de magma y a algunos animales que habitaban la zona, el panfleto llamó la atención de los arquitectos, empezando con el famoso Luis Barragán. Como respuesta el arquitecto diseñó el fraccionamiento Jardines del Pedregal de San Ángel. Pero no sólo el enorme fraccionamiento de casas funcionalistas para ricos mexicanos cupo en el indómito terreno; en 1943, un par de años antes del texto de Diego Rivera, se había elegido al Pedregal para albergar el campus de la Universidad Nacional Autónoma de México, que ya no cabía en el centro de la Ciudad y que desde su inauguración en 1954 se ha convertido en la identidad de nuestra máxima casa de estudios. Otro artista que colaboró con la destrucción del Pedregal en nombre de la urbanización y colaboró con Barragán fue Gerardo Murillo el famoso Dr. Atl, que en 1943 había pintado un paisaje de El Pedregal.    
En el siglo XIX, Madame Calderón de la Barca dedicó en sus cartas que más tarde se convirtieron en el libro La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, unas cuantas líneas a ese hostil paraje llamado El Pedregal: Es cosa singular que mientras San Agustín se halla situado en medio de una de las regiones más fértiles y productivas del Valle, una gran franja de lava, yerma y desolada, que llaman el Pedregal, se encuentra en los mismos aledaños del pueblo, limitada por graciosos árboles del Perú y plateados álamos que enmarcan una pequeña iglesia. Cubre esta faja todo el terreno a lo largo de San Agustín, hasta alcanzar las faldas de los montes del Ajusco que se encuentra a las espaldas del pueblo. El contraste con la belleza de la arboleda y de los jardines circunvecinos, es de un extraño efecto; diríase que al lugar le echaron la maldición después de haber sido teatro de un crimen. (1)



El Pedregal no tiene su origen en ninguna maldición, es el resultado de la erupción hacía el año 300 después de cristo del volcán Xitle cercano al Ajusco. La erupción del Xitle no sólo dio origen al Pedregal, sino que terminó con la floreciente cultura de Cuicuilco. En la lateral del Periférico al cruce con Avenida de los Insurgentes y con dirección a Cuemanco, se encuentran los restos de una de las pirámides de esta cultura, otras pirámides y restos de edificios de esta antigua cultura se encuentran al interior de la unidad habitacional de Villa Olímpica, el Bosque de Tlalpan y en el parque de Peña Pobre. El escurrimiento de lava del Xitle llegó hasta lo que hoy conocemos como Coyoacán, donde grandes paredes de lava existen, como evidencia de la fuerza de la erupción, en el conjunto habitacional de Oxtopulco cerca de la estación Copilco del Metro y al interior de los jardines de las casas de la colonia Romero de Terreros.  
Ese camino que describe la mujer del diplomático español del siglo XIX, bien podría describir en nuestro siglo el paso del actual trazado de la Avenida de los Insurgentes Sur, que cruza por El Pedregal a la altura de la UNAM y conecta con Tlalpan en el inicio de la avenida San Fernando. Sí observamos con cuidado veremos cómo aún algunas zonas se conservan como áreas de matorral xerófilo de alta elevación.
Todos estos remanentes de lo que fue El Pedregal y que hoy sólo son una característica distintiva de cierta zona del sur de la capital, aun alberga una buena cantidad de fauna, gracias a que una gran parte de los terrenos de la UNAM (237 hectáreas) están considerados como reserva ecológica. Aves, mamíferos y reptiles conviven a diario con seres humanos y nuestros malos hábitos; basura, insensatez y otras manías destructivas que nos caracterizan.




La UNAM hace esfuerzos por mantener esa reserva ecológica lo más impoluta posible. Fuera de la reserva existen pequeñas zonas que se han librado de las maquinas constructoras y de las aplanadoras dedicadas a crear nuevas vías, pero esas están condenadas a desaparecer ante la codicia de constructores y corrupción de autoridades que con tal de llenarse los bolsillos permiten la construcción a diestra y siniestra.


(1)    Calderón de la Barca, Madame. La vida en México durante una estancia de dos años en ese país. Editorial Porrúa. 2014. Traducción de Felipe Teixidor. 179 pp.


Armando Enriquez Vázquez

lunes, 20 de marzo de 2017

Perros, yoga y soledades.



Cuantas veces en las películas, la literatura no hemos visto como guionistas y creadores recurren a ese lugar común de la solterona beata, que acude a la iglesia mañana tarde y noche, no a rezar, ni siquiera a llevar una vida piadosa ayudando a la corte de indigentes y viciosos que deambulan por los atrios de las iglesias en busca de una limosna y de un autor digno de Dickens, Fernández de Lizardi o Balzac. No, estos monstruos, que ni H.P. Lovecraft hubiera descrito, encuentran su existencia regida por la crítica a sus semejantes y confunden su frustración sexual y existencial con la sabiduría y la rectitud.
Y sin embargo, el arte que es más sabio que la naturaleza, ha permitido que esta lo imite y ha creado este tipos de seres en la vida real; Todavía en algunas iglesias vemos a estos ejemplares caricaturizados con sus negras mantillas y las canas que les llegaron desde los 20 años de purititas ganas. Son el último resabio de una era de rosarios, misales y hartas ganas de pecar hasta perder cualquier dejo de santidad y sobretodo de mal entendido recato y cordura.
La evolución de la sociedad, la muerte de Dios y las feminazis, han hecho que las nuevas solteronas no vistan de negro, ni se escondan en los susurros envidiosos, calenturientos y fantasiosos del confesionario. Todas sus fantasías sexuales han sido sobrepasadas por la promiscuidad y la revolución sexual. A pesar de ello, las nuevas solteronas siguen teniendo una serie de ritos y lugares comunes por los que no es difícil reconocerlas.
Hace un par de meses camino a la casa vi a un grupo de solteronas de treinta y tantos, esa edad en la que se preguntan por qué los patanes que tanto las excitaban terminaron casándose, con las noñas, las moscas muertas, las princesitas que entre Disney y el Marqués de Sade, bebían a sorbos sus tragos y con gran ironía sonreían ante las carcajadas insolentes de las chicas divertidas, porque bien sabían que el que la ultima risa es la ganadora y como buenos cazadores esperaron lo suficiente. De este grupo de treintañeras, sentado en la terraza de uno de esos restaurantes que se han apropiado de la mitad de las banquetas en ciertas zonas de nuestra ciudad. Frente a ellas copas de vino llenas por arriba de la mitad y mientras pasaba por el lugar escuché a una de ellas decir con esa desesperación que encierra la soledad.
- Todas queríamos un príncipe azul y resulta ahorra que todos son gays.
Tal vez dentro de uno o dos lustros, todas las que estaban sentadas en esa mesa estén sentadas en las bancas de una sesión de doble A.
Esas mujeres alguna vez sanas, sobre todo cuando a punto de perder esa virginidad que se esfumó con el soplo del viento del olvido, que termina matando. Se han convertido en la nueva imagen de su tía la solterona que tanto odiaban cuando aún creían que el amor y el deseo van de la mano y a la que años después compadecían en una falsa solidaridad.
Entre las solteronas desesperadas de hoy, existen varias características que las delatan, hace algunos años muchas mujeres al llegar a cierta edad y enfrentar el panorama de la eterna soltería, de pronto se vestían con el piyama todo el fin de semana, con una cubeta de helado o palomitas de maíz y gatos a su alrededor. Pero como los gatos, son soberbios y tiene personalidad, optaron por abandonar a esas mujeres que pretendían alimentarlos con incomibles palomitas de maíz y salir por la ventana a buscar gatas en celo. Las mujeres decidieron reemplazarlos con el único animal zalamero capaz de mover la cola ante las más denigrantes formas de trato que un animal pueda tener que va desde los sermones de sus amos, hasta las indecorosas maneras de disfrazarlos, sí, me refiero a los perros.
Muchos seres humanos en esta época, creen que los animales y en especial los perros son no sólo el mejor amigo del hombre, si no el mejor sustituto de otro ser humano; la solución ideal para su incapacidad de comunicarse con otras personas, resultan ideales para establecer cualquier tipo de relación con ellos; amistad, familiaridad, odio, rencor y sobretodo amor. El perro entonces se vuelve no solo esa media naranja perdida, sino el verdadero centro del universo de estas mujeres que lo primero que le hacen saber a una persona que acaban de conocer, es la raza, edad y cartilla de vacunación del canino, así como su más reciente achaque y si se puede introducir en la conversación el de ella también. En cuanto a los extremos nunca falta la que opta de manera más radical por el camino de la zoofilia.
Cientos de mujeres andan por las calles, parques y la vida con un perro en el extremo de la correa que llevan en la mano y nada más. En la otra mano llevan una bolsa de plástico para las heces de su perro. O sea que de cualquier manera, sea humano o mamífero, su otra mitad la atiborra con muchas mierdas que llevar a cuestas. 
La mayoría muestran caras de palo como prefiriendo dramáticamente que uno trate de adivinar el subtexto de su infelicidad. Miran al perro, como quien contempla a un madero en la mitad del océano. Creen profundamente que son alguna especie de Dr. Doolittle, capaz de entablar una comunicación directa con su can y entender sus necesidades, deseos y caprichos. El primero de los cuales por lo general si se trata de un perro macho es castrarlo.
¿Pero qué pasa con la espiritualidad? Crudas, con perro, la mañana debe ofrecerles algo por lo que levantarse. A la nada del mundo contemporáneo, la soltería responde de manera histérica con cualquiera práctica esotérica. En ciertos sectores de la sociedad chilanga es fácil ver a mujeres con tapetes de yoga al hombro, enrollados cruzando su espalda, con miradas adustas y sonrisas similares a las de una máscara de un tótem asegurando ser felices, de la misma manera que lo hacia esa tía abuela que siempre enlutada para evitar desatar el deseo, dudosamente o  ilusamente de los hombres a los ochenta años, afirmaba, rosario en mano y la estampita de San Antonio de Padua de cabeza entre los senos caídos como frutos secos por el sol, que había tenido una vida dichosa. Mujeres que creen en ángeles que las cuidan y protegen en el paraíso terrenal. Mujeres que hablan de la tercera dimensión, sin saber que el mismo hecho de existir las pone ya en una cuarta dimensión. Mujeres que meditan y cuyo mantra favorito se reduce a tener encuentros cercanos de todos tipos. Y que mientras armonizan su yo interno y hablan de desapego, se agachan para con la mano envuelta en una bolsa de plástico recoger las heces de su perro.
Las veo en los cafés de la Roma despotricando frente a su instructor de yoga, y con una taza de chai enfrente,  de las compañeritas del grupo. Lamentándose de que Lolita no pueda darse cuenta de que le falta mucho para llegar a la conciencia máxima y disfrutando de tomar clases con Graciela aunque ese viaje, la interlocutora, ya lo haya superado hace muchas vidas.
Llevan a cabo todos los ritos de la soltería católica apostólica y romana disfrazada de herejías que el Papa desaprobaría y combinándolas de tal modo que hasta el mismo Sai Baba reprobaría. Las combinaciones, como en el caso de los cocteles son todas válidas; Tarot con limpias, ángeles y tibetanismo, ascetismo hindú con Temazcal y por supuesto no faltan las invenciones que llegaron de California con el new age y los enormes malls; las runas celtas, el horóscopo maya, El Secreto y piedras mascotas, todos tan falsos como una moneda no perforada del hoy olvidado I Ching.
Hoy cuando más comunicados estamos, cuando no es difícil encontrar a los que queremos y buscar nuevas amistades. Muchos seres humanos van del I Will Survive de Gloria Gaynor al Cover de REM, pasando por la versión cumbiera de las Merenbutis.

Armando Enríquez Vázquez

Una primera versión de este texto aparecio en palabrasmalditas.net

lunes, 13 de marzo de 2017

Helado de Guamiche.




Durante los años de mi infancia pasé innumerables ocasiones por Querétaro en camino a destinos vacacionales más septentrionales. En la secundaria, un amigo me invitó a pasar semana santa en casa de unos familiares suyos en esta ciudad. En los años setenta, Querétaro era una apacible ciudad de provincia donde todavía los ecos de la guerra cristera hacían que las monjas se manifestarán en las calles y tras las rejas de los conventos del centro de la Ciudad vendiendo, panes y rompopes. Una sociedad mocha, ultraconservadora y con aires de esa rancia superioridad que surge de creer que pasarse todo el día de iglesia en iglesia hace que se purifique el alma chismosa y destructora de los beatos.
Uno de los tios de mi amigo era sacerdote o algo por el estilo y recuerdo un oscuro lugar de una iglesia llena de libros viejos en latín que me resultaban poco atractivos a pesar de mi amor por los libros.  
Una sociedad que en un fanatismo religioso se paseaba los jueves santos desfilando y lacerándose con látigos encapuchados en un silencio cargado de culpas verdaderas y ficticias, que salpicaban el asfalto con la sangre de los penitentes y las miradas atónitas de niños y perversas de algunos adultos que se alegraban de ver a las personas flagelarse.
En ese Querétaro que era provincia, antes que ciudad y por el pasaba en verano vendían y siguen vendiendo uno de los helados más maravillosos que existan en el país. Se llama mantecado y es realmente el clímax de la heladería mexicana. El mantecado es una verdadera fiesta y un postre barroco de peso, es un helado compacto y espeso de leche con sabor vainilla y color similar al del café con leche, lleno de acitrón, pasas, nueces y almendras. Un helado que es en sí mismo un verdadero manjar y una comida diaria en tanto calorías. Años después descubrí un helado similar en Salamanca, Guanajuato al que llaman helado de pasta y que también existe en Michoacán.
Hace unos años descubrí en uno de los restaurantes tradicionales de Santiago de Querétaro, que este es el nombre correcto y completo de la ciudad capital del estado de Querétaro, la nieve de wamishi, después me he topado con diferentes ortografías de la palabra; guamischi y guamiche parecen ser correctas y más utilizadas que el wamishi que ostentaba en letras de plástico el tablero de la nevería de La Mariposa. Desde entonces y en la medida de lo posible si me encuentro en Santiago de Querétaro y en las cercanías de La Mariposa procuro tomarme una nieve de wamischi, guamiche o guamischi. La nieve de guamiche es de color blanco muy pálido, muy similar al de la nieve de limón, pero tiene cientos de pequeñas semillitas negras que son parte del fruto, su sabor es fresco y un poco ácido.
Después de probarla, me entró la duda acerca del producto que es el ingrediente principal de esta nieve y que da nombre a la misma. El guamiche, guamischi o wamishi es el fruto de la especie de biznaga, la Ferocactus histrix, conocida simplemente como biznaga y que habita en los estados del centro del país.
Lo anterior me hizo recordar otro producto derivado de otra biznaga que tiene gran sabor y es un producto de consumo regular en San Luis Potosí y en Coahuila, donde yo lo probé. Hace ya unos años durante una temporada se intentó introducir como producto gourmet en ciertos supermercados de la Ciudad de México, se trata de los botones de la flor de la biznaga conocida como Biznaga Barril de Lima y cuyo nombre científico es Ferocactus pilosus. Los cabuches cocinados como un vegetal y también preservados en salmuera tienen un sabor delicioso y similar al de la alcachofa y al esparrago. Esta biznaga es fácil de encontrar en los estados del norte centro del país.
Alrededor de la Ciudad de México hay un país de gran territorio, variedad de climas y ecosistemas lleno de sabores y platillos deliciosos, otros no tanto, con los que deleitarnos.

Armando Enríquez Vázquez

lunes, 6 de marzo de 2017

El frotímetro.




A finales de la década de los ochenta trabajé como productor en el desaparecido Instituto Nacional del Consumidor (INCO). Una de las labores del Instituto era dar conocer la calidad de todos los productos de consumo posible. El Instituto diseñaba pruebas para cada producto, contaba para ello con un laboratorio en la lateral del Periférico a la altura de San Jerónimo.
En ese laboratorio trabajaban investigadores e ingenieros con mentes brillantes y las más de las veces un tanto cuanto distorsionadas. El laboratorio tenía dos áreas. Una para los productos comestibles, donde se buscaba la pureza del producto, si estaba contaminado por bacterias, hongos, metales extraños como plomo o mercurio en el caso del atún, o simplemente de mierda, en el caso del agua potable y los lácteos. Se verificaba que la información del peso neto y el peso drenado concordara con lo que especificaba la etiqueta. Pruebas rutinarias y lógicas para todo aquello que nos vamos a comer y de las cuales me quedó la costumbre de leer las etiquetas en el supermercado por lo que ahora me alimento de frutas, verduras y carne de las que no me puedo enterar como me envenenan y por lo tanto aun disfruto.
En el otro laboratorio el espíritu era mucho más inquieto, por llamarlo de alguna manera, más creativo y tal vez podríamos llamarlo un poco obsesivo. En ese laboratorio se realizaban las pruebas a productos que no eran comestibles, como escusados, videograbadoras o gomas de borrar para los estudiantes, juguetes en la temporada navideña y uniformes escolares en las semanas previas a la entrada a clases.
De este grupo de sagaces ingenieros, siempre llamó mi atención su compulsión destructiva. Todo aquello que estudiaban, sin importar si se trataba de un diccionario, había que abrirlo y cerrarlo hasta que finalmente se deshojara. Mientras unas marcas resistían sólo una abierta y cerrada, otras podían hacer que el ingeniero en turno desarrollara los bíceps de Charles Atlas. Qué si de una plancha, dejarla caer de cierta altura para ver hasta cuando se desarmaba. La prueba era obligatoria se tratara de focos, videocaseteras o pilas alcalinas, había que saber cuándo y cómo se rompían. Y la mirada de los ingenieros al lograr su objetivo no era de satisfacción, si no un poco perturbadora.
Sin duda el más curioso de los estudios de calidad que durante esos años que laboré en el INCO, se llevó a cabo en sus laboratorios, fue el realizado a las marcas de condones. A finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, el SIDA era todavía uno de los grandes misterios de la ciencia y por lo tanto en una sociedad puritana y persignada como lo es la nuestra, el perfecto nido para una infinidad de mitos y leyendas urbanas, que se acumulaban día a día. La discusión sobre las ventajas en el uso del condón comenzaba  a generalizarse a pesar de la mirada aterrada de curas pederastas, procreadores de bastardos a lo largo y ancho de una nación que renegaba de los “preservativos” que era la manera educada y cortés que teníamos los mexicanos para llamar al condón.
Y haciendo un aparte, aquí habría que decir que esos eufemismos tan mexicanos como el de preservativo, nunca se me han hecho lógicos. ¿Preservativo? ¿Qué preserva? ¿El semén, perdón la semilla?, ¿De qué? ¿Para qué? ¿O se refiere a la gracia de la doncella que de otra forma podría terminar en estado inconveniente y mancillar la honra de su familia? ¿O protegía al fiel esposo de alguna enfermedad venérea que lo delataría como amante de los prostíbulos y las pu…, perdón enfermedad impronunciable, casas de dudosa reputación, señoritas de la mala vida?  En realidad era de todo a la vez, que es para lo que se sigue usando, pero gracias al Sida podemos llamar al pan, pan, al coño, coño y al condón, condón hasta podemos presumirlos y recomendar las marcas.
Las pruebas diseñadas para probar los condones eran de alto grado de sofisticación, que delataban cuestionamientos filosóficos y éticos sobre el mejor uso y aprovechamiento del condón, al menos ese hubiera sido un buen eufemismo para definir el estudio ante los mojigatos, aunque sencillamente creo eran pruebas nacidas del ocio, qué es la madre de todos los debrayes y las horas libres que los ingenieros dedicaban a ver películas pornográficas.



Entre las ingeniosas pruebas diseñadas para el estudio, que incluían el meter el condón a un horno a más de 400°C para ver en cuanto tiempo comenzaba a deformarse y perder sus características físicas, por aquello de los ardientes amantes. Claro que a esa temperatura el pene y la vagina también pierden sus características físicas, y de las cenizas resultantes, polvo enamorado, diría Quevedo, resultaría muy difícil distinguir entre la vagina, el pene y condón que fue incapaz de proteger a los amantes de su ardor.
Otra de las agudas pruebas a las que se sometió a los condones fue la de la capacidad de líquido que puede contener un condón, a los cuales se les aplicaban hasta cuatro litros de agua. No quiero especular nada porque no sé si estos sesudos ingenieros, tal vez un poco nerds, podían diferenciar entre la vejiga y los testículos, los fluidos que producen y las cantidades de los mismos.
Pero, sin lugar a duda la más ingeniosa y distorsionada de las pruebas era la que utilizaba un aparato diseñado específicamente para estas pruebas llamado el frotímetro.
El frotímetro se componía de un consolador de metal sobre el que se colocaba el condón y entonces se hacía penetrar a través de un aro a una velocidad constante hasta que el condón se reventara.  Claro se podía variar la velocidad de penetración y el material de recubría al aro para poder dejar volar la imaginación en materia de diferentes encuentros sexuales. Puedo imaginar a los ingenieros rodeando el frotímetro con sus tablas de observaciones en las manos y la mente perdida en algún lugar de sus fantasías o perversiones. Algunos condones resistieron horas en el aparato, lo cual debió convencer a estos técnicos que las fornicaciones de hora y media que veían en sus videos eran más que ciertas.
Todos estos experimentos diseñados por los Ingenieros del INCO parecían haber sido fruto de cualquier cantidad de leyendas urbanas o de las bromas a los nerds del salón. Y no dudo que en algún cajón de un técnico se encontrara una versión del frotímetro que reprodujera las condiciones de una vagina dentata.
El tratado de Libre Comercio aun no estaba en vigor y las marcas más comerciales de condones como Trojan o Durex no eran fáciles de encontrar el mercado, por lo que al parecer existía una gran industria nacional dedicada a la fabricación de condones. Entonces descubrí que entre las marcas analizadas había una que combinaba dos de las pasiones más enclavadas en el subconsciente del mexicano; sexo y futbol. La marca se llamaba Gol. Síntesis de su deporte favorito y la esperanza de que el condón no funcionara y el individuo pudiera presumir ser padre. Únicamente faltaban a ese condón el saborizante a gordita de chicharrón con harta salsa verde y una imagen de la virgen de Guadalupe que permitió el milagro de embarazar a la chica a pesar del implemento de látex.
Desgraciadamente las mentes puritanas y estrechas de los directivos del INCO decidieron que la labor y el esfuerzo de los ingenieros se guardaran en un cajón. El estudio no fue publicado ni en la revista del consumidor, ni tuve el deleite de hacer uno de los primeros experimentos del tecno porno para la televisión abierta del país.
Muchos años después, yo ya en otras tareas televisivas, me enteré de que el estudio se había actualizado y publicado en la revista. Nunca supe si alcanzó las pantallas chicas de los hogares mexicanos. Pero hace poco en un momento de inusual abulia nocturna, prendí la televisión, cosa más inusual aún y pude ver un comercial de condones. La imagen no dejaba nada a la imaginación;  un condón inflado como globo y un aparato similar a una lija circular o esmeril tallando el condón que rebotaba en la superficie de la piedra. Un frotímetro del siglo XXI.  
Al parecer alguno de los ingenieros del INCO pudo llevar sus sueños y fantasías más allá del sector público y pudo conseguir mucho más que aquel censurado programa de televisión.

Armando Enríquez Vázquez

Una primera versión de este texto se publicó en el portal palabrasmalditas.net
imágenes: durex.com
                  trojan.com

lunes, 27 de febrero de 2017

Cuando utilizábamos Delfines para transitar en las calles de la Ciudad de México.




Hubo una época anterior a la llegada de los poco imaginativos tecnócratas, muy anterior a la cursilería de la república del amor, cuando los políticos y funcionarios mexicanos pensaban de una manera más bucólica, incluso mucho más playera.
Allá por los años setenta, la ciudad crecía y el transporte público se limitaba a unos espantosos camiones amarillo crema de enormes vidrios al frente y que contribuían de manera muy visible a ese descubrimiento de la contaminación que se denominaba Smog, en el otro extremo estaba el modernísimo Metro que únicamente corría en ciertas líneas, creo que tres en esos momentos y la línea 3 no llegaba en esos años a CU. Era necesario cambiar el modelo urbano, muy probablemente buscando el aumento de tarifa que siempre promueve la corrupción y la opacidad en el gobierno.
Eran épocas en que la Ciudad aun portaba el nombre de Distrito Federal y la mayor parte del transporte público que circulaba por sus calles pertenecía a algo que entonces no entendía del todo bien y que en los periódicos llamaban El Pulpo Camionero, utilizando el marítimo eufemismo para referirse a un grupo de personas que eran dueños de los camiones y extendía sus largos brazos de corrupción en el tráfico de la ciudad. Una mafia que ponía en jaque al jefe de gobierno, a funcionarios además de los habitantes del Distrito Federal cuando querían subir tarifas y el gobierno del D.F. se oponía y a la que los caricaturistas de los diarios dibujaban como un siniestro cefalópodo.
Tal vez por ese eufemismo marino de ese pulpo de ocho mil brazos que controlaba el transporte de pasajeros de la capital del país, el Distrito Federal fue de pronto enfrentó al pulpo con unos modernos autobuses azul con blanco y otros que en teoría eran más lujosos que tenían una franja roja y otra negra, la realidad fuera de los colores y la carrocería no recuerdo mayor diferencia que el precio y la teórica suposición de que los pasajeros de los segundos no podían ir parados. Lo que se reflejaba en el precio, pero era sólo eso; una teoría. La realidad era muy diferente. Los azules fueron llamados Delfines e incluso tenía un delfín de metal en su carrocería y los otros fueron bautizados como Ballenas las cuales, además, como funcionario público que se preciara de serlo y siguiendo la moda dictada por Fidel Velázquez, líder de la Confederación de Trabajadores de México, llevaba los vidrios polarizados.
Ambos vehículos estaban listos para acabar con el pulpo camionero y horribles camiones amarillos. La Ciudad siempre ha añorado sus lagos y ríos, tal vez por eso recordemos que en los años sesenta a los taxis se les conocía como cocodrilos. En poco tiempo las principales avenidas y calles de la ciudad se vieron surcadas por las nuevas unidades; blancas con azul, de impecables asientos de plástico y relucientes tubos de metal cromado que hablaban de que la modernidad había llegado al Distrito Federal de una forma tangible para todos aquellos que usaban el servicio de transporte público y con un nombre que hacía de las calles un verdadero regresó a los orígenes lacustres de la ciudad, aunque los delfines están más identificados con el mar abierto y ni que decir de las ballenas.
No creo que delfines y ballenas hayan contaminado menos que uno de aquellos camiones amarillos, como tampoco creo que esto le importara en su momento a las autoridades, los tiempos de los camiones públicos ecológicos estaban por venir en las próximas décadas, cuando a un jefe de gobierno se le ocurrió que con pintar, y de manera grotesca, pericos, loros y muchos árboles en la carrocería de un viejo y oxidado Delfín, el transporte como por arte de magia se convertía en uno ecológico capaz de purificar la gran cantidad de diésel quemado que su escape esparcía de generosa manera en el ambiente del Distrito Federal.
Así en la década de los años 70, Delfines y Ballenas cruzaban las calles con cientos de personas atiborrados en ellos, felices pensando qué si la playa no estaba cerca, ellos podían llegar a casa felices, satisfechos de haber montado un delfín de su casa al trabajo y de regreso. Y si el día era bueno, y quedaban unos centavos de sobra, y la suerte de encontrar una y vacía hasta podían presumir de haber ido sentados en una ballena por el Distrito Federal.

Armando Enríquez Vázquez

lunes, 20 de febrero de 2017

Esquinas con información.




En las lluviosas mañanas de este junio, cuando pasó caminado por una esquina y me uno a aquellos  quienes a vuelo de pájaro intentan informarse de las noticias del día anterior; noticias de todos colores, además de aprovechar una miradita lasciva a la multitud de cuerpos semidesnudos de desconocidas, por muchos conocidas, lo hago más con ese espíritu de una vieja costumbre pavloviana que aprendí desde mi infancia al estar frente a un puesto de periódico, que por la necesidad de estar informado.
Mi abuelo paterno, todos los domingos llevaba a mi abuela a misa por la mañana. Mientras ella rezaba dentro de la iglesia, mi abuelo leía el periódico sentado al volante del carro. Mi hermano Gonzalo y yo en el asiento trasero leíamos comics del pato Donald, La pequeña Lulú, Pepita y Lorenzo, el conejo Serapio, que era Bugs Bunny, Andy Panda y el Pájaro Loco entre otros, que mi abuelo nos había comprado en el puesto de periódicos antes de llegar a la Iglesia. Era un rito familiar; mi abuela a la iglesia, los hombres a cosas que no tenían que ver con ella. La única vez que me interesó la iglesia en aquellos días, fue porque en el transcurso de esa semana había leído en el periódico en casa, como en el interior del  templo frente al que mi abuelo se estacionaba todos los domingos, a manera de escolta laico de mi abuela, se había suicidado una persona al estilo bonzo. Esa vez mi abuela se opuso a que entrara al templo.  Una semana después los rezos de la abuela trasladaron a otra Iglesia.
Unos años después, los sábados por la mañana tenía que caminar al puesto de periódicos cercano a mi casa para comprarle el periódico a mi papá. Ahí me detenía por un momento, con avidez recorría los títulos de las aventuras en forma de comic; Joyas de la Mitología y otros similares que no eran de los superhéroes norteamericanos hoy tan valuados. Para eso estaba la televisión. Estaban también los fascículos coleccionables de animales salvajes, de las editoriales sólo recuerdo que una de ellas era Salvat. Los fascículos salían a la venta cada semana y después de miles de años de compras semanales, cuando ya, algunas de las especies mostradas en sus páginas habían pasado a la categoría de extintas, uno, finalmente, podía formar los trece tomos de una enciclopedia, recuerdo que había otra de deportes, con disciplinas tan practicadas y tan seguidas en nuestro país como la esgrima, el polo o el curling.
La revista Duda, cuyo lema era  Lo increíble es la verdad, o algo por el estilo. Fue mi primer acercamiento a la ciencia ficción de platillos voladores, extraterrestres y seres extraordinarios. Era una versión de esas revistas que hoy pomposamente se llaman Muy Interesante  o Quo, sin la pedantería de creerse información confiable. Todo lo que se publicó en Duda, era verdad por el simple hecho de estar publicado en sus páginas; La oquedad de La Tierra, los viajes interplanetarios, las abducciones, los monstruos en lagos, lagunas y charquitos, y sin embargo con el pasar de los años al parecer Duda resultó ser más seria y contener más verdades que El Excélsior de Regino Díaz o El Nacional. Duda era, orgullosamente nacional.
También entonces con el tiempo de mi lado, descubrí el placer, culposo dicen hoy, en aquella época se llamaba simplemente morbo, de ver los titulares del Alarma. Cuerpos mutilados, vísceras en las banquetas, infantes con malformaciones abyectas, criminales de caras siniestras y siempre golpeadas, charcos de sangre y cuchillos manchados. Nada que hoy no podamos ver en la televisión en horario familiar.  En esos días, las revistas de ese tipo no estaban permitidas en las casas de “La gente decente”, que había estudiado, a lo mejor en las peluquerías, sí.  Hoy se ven cosas más pornográficas en todos lados, como las revistas de chismes de la farándula.
Pasaron los años y entonces aparecieron, o mejor dicho ya estaban, ocultas a mi vista y mis intereses infantiles, las revistas porno; el Interviú, el Caballero que ofrecían las curvas y turgencias de los cuerpos femeninos y otras con nombres menos prestigiosos que ofrecían menos velos y más carne a la vista del “lector”. Esas que metí entre el colchón y la base de mi cama, para los momentos en que las hormonas adolescentes no me dejaban dormir. También, en los puestos de periódicos, vendían otros cuerpos más cubiertos en forma de poster como el de Farrah Fawcett que estaba en la puerta de mi cuarto. 
Con el tiempo aparecieron nuevos periódicos adornando los puestos de periódicos; el Uno más uno y unos años después La Jornada. Los primeros diarios en proponer formatos de tabloide al lector y no andar con las mil y estorbosas secciones de dos metros de anchos que ni los brazos alcanzaban para abrirlas y que se leían compartidas en metro, camión y barras de restaurantes. Para cambiar la página había que cerciorarse primero si la persona de al lado ya había terminado de leer. Desaparecieron otros como el Novedades y El Nacional, éste último era el diario oficial del gobierno, como si la censura y las coerciones existentes entonces hicieran necesario un periódico del gobierno.
Los fascículos comenzaron a ser reemplazados primero por libros, extraordinarias y a veces sui generis colecciones de literatura latinoamericana, de libros de historia, de filosofía, con los años aparecieron los dvd’s y cd, en el puesto de la esquina. Colecciones de ópera, ballet, los grandes de la música clásica en los puestos de periódicos de un país que difícilmente se aleja de sus mariachis y sus malos melodramas televisivos. Estampas de los álbumes Panini de los mundiales de futbol. Llegaron las crisis disfrazadas de la primera década del siglo XXI y más de un puesto de periódicos se convirtió en una versión entre el Oxxo más cercano y la tienda de la cuadra. Y cómo los chilangos hemos perdido la imaginación y la creatividad a fuerza de abstractas lecciones de economía y las impredecibles variaciones entre los grados de contaminación, la radiación solar y los encharcamientos como lagos, hoy los puestos de revistas y periódicos ofrecen junto a los ansiados, deseados cuerpos semidesnudos, periódicos que difícilmente se venden, con tantos otros que se regalan y cumplen las funciones básicas de medio informar con la ventaja de no costar. A revistas de chismes baratos, libros, DVD, se ofrecen cientos de publicaciones de cocina. Desde las atractivas; Moles de México,  La cocina estado por estado, hasta aquellas que con sólo verlas se pregunta uno si alguien realmente las puede necesitar para cocinar: La Revista de los Jugos, Como preparar Gelatinas, Hervir el agua en tres fáciles lecciones. Claro, me imagino que después de leer el TV Novelas y otras similares hay que reaprender hasta como se exprimen las naranjas.
Los puestos de periódicos ahí están, repetidos, a lo largo y ancho de la ciudad, en todas las colonias, en cada esquina a veces, al inicio y al final de la misma cuadra como exceso, compitiendo contra todos los demás, cualesquiera que sea el giro que tengan que sus competidores; estanquillo, tienda departamental, tienda comercial. Los puesteros alegres y taciturnos atienden a su clientela, hoy en la mayoría hasta cigarros sueltos, usb, audífonos y tarjetas para cámaras fotográficas le venden a uno. Los puestos de periódicos; una estrella más de los Ciudad de los Palacios.

Armando Enríquez Vázquez

Una primera versión de este texto se publicó en el portal palabrasmalditas.net

martes, 14 de febrero de 2017

La cambiante Avenida de los Insurgentes Sur.




Insurgentes Sur, desde que tengo memoria se mantiene en un cambio constante. Muchos de lugares que visitaba y frecuentaba a lo largo de mi infancia y juventud hoy han desaparecido por completo en muchos casos para transformarse en algo totalmente diferente, este es un breve recuento. Hoy vemos desaparecer el Cine Manacar y toda la manzana que ocupaban casas y negocios para dar paso a una enorme torre llamada Torre Manacar.
El Cine Manacar que era hasta la década de los ochenta uno de esos enormes cines-estadio que había en la Ciudad de México, con una enorme pantalla y un telón de madera dividido en paneles que corrían sobre rieles y al cubrir la pantalla exhibían un monumental trabajo del pintor guatemalteco Carlos Mérida titulado Los danzantes. Al llegar los noventa, el cine entró en remodelación y se convirtió en una de esas atrocidades con varias pequeñas salas que exhiben la misma película con y sin subtítulos, para finalmente desaparecer por completo en la segunda década del siglo XXI.
Suerte similar corrió el emblemático Vips de San Ángel, que quedaba entre Altavista y Cracovia, casi enfrente al monumento al brazo de Obregón y en donde hoy existe una estructura similar a lo que será la Torre Manacar.
Lo mismo sucedió mucho antes, hace ya muchas décadas cuando las dos torres de edificios de oficinas y un centro comercial que subsiste gracias a los oficinistas de las torres y que conocemos como Plaza Inn, sustituyeron a un supermercado con enorme estacionamiento que en la década de los años sesenta del siglo pasado se asentaba en ese terreno y después fue abandonado a ratas y malviviente y que en su momento se llamó Super Max o algo por el estilo. En la cuchilla que forman Pedro Luis Ogazón y Altavista se encontraba el restaurante-bar en esos años y hasta entrados los ochenta El Perro Andalúz, más tarde un restaurante que se llamó La Casa de los Arroces y hoy es una cafetería de señoras fufurufas de la zona, hipsters y chavos wanabi llamado Il Giornale.
En los años 70 en algún punto de lo que son hoy oficinas y restaurantes, entre Barranca del Muerto y Altavista, había una pequeña especie de centro comercial, donde mi papá nos llevaba los domingos a comer hamburguesas, las hamburguesas no recuerdo si eran buenas o malas, pero si recuerdo que el lugar era muy blanco, con bancas fijas y mesas de cobertura plástica. Tal vez la versión de aquellos días de los que hoy llamaríamos gourmet y presumía un pequeño elevador de banda continua donde subían y bajaban las cestas, con hamburguesas, hot dogs y ordenes de papas o las cestas vacías después del apetito de los comensales, y además tenían unas cebollas encurtidas y pepinillos en vinagre deliciosos que ponían en unos simpáticos platitos en cada mesa que los hermanos Enríquez como órdagos que éramos devoramos uno tras otro ante la mirada de terror de las meseras. El restaurante se llamaba Tabbis y sobrevive en la memoria familiar por esa voracidad con la que vaciábamos los platitos aquellos.
Como de la misma manera desaparecieron los lugares donde mi padre estacionaba el carro en batería y comíamos hamburguesas.
También en los setentas enfrente a donde se encuentra la estación doctor Gálvez del Metrobús había una especie de pequeñísimo parque de diversiones bajo techo llamado Mundo féliz, en él había las primeras camas de aire para saltar que recuerdo, un cuarto que daba vueltas hasta que los muebles quedaban en el techo y uno quedaba sentado en el techo. También, había unos carros chocones que rodeados de un enorme salvavidas amarillos y rojo. Poco tiempo después en la planta baja de ese edificio y en donde me supongo que hoy está un Vip’s se abrió un restaurante llamado Los Comerciales donde a los meseros les gustaba jugar bromas pesadas a los comensales, por ejemplo, había unas campanas en el baño de mujeres que sonaban cuando alguien salía de él, lo que provocaba a los meseros a recibir a la cliente con aplausos y fanfarrias a su regreso al salón comedor, acto al que se sumaban los clientes. Esto en los tiempos que corren de lo políticamente correcto sería tomado como un acto de bullying, ofensivo capaz de generar una demanda o por lo menos un no menos agresivo video en Youtube para desprestigiar al restaurante.
En contra esquina de la Torre Murano, donde comienza a levantarse otro alto edificio, por años estuvo el restaurante La Cava.



En la esquina donde hoy se yergue la Torre Murano por años se ubicó la juguetería Ara, donde cuando comenzaba a trabajar en la producción de programas para Instituto Nacional del Consumidor, también sólo memoria el día de hoy, me tocó ver a una muy nerviosa madre llegar a comprar dos carriolas dobles. Ara, una juguetería luminosa que alegraba la vista de los niños desde que tengo uso de razón, desapareció de la noche a la mañana y la oscura leyenda urbana dice que el dueño perdió sus tres jugueterías en una noche de póker y apuestas.
Lo mismo sucedió con otra famosa juguetería que se encontraba frente a Liverpool de insurgentes sobre la calle de Parroquia, más que una juguetería era un local donde vendían a una famosa muñeca mexicana, que tal vez en su momento no solo compitió con Barbie si no que al menos en nuestro país era más famosa. La televisión pasaba muchos comerciales de la muñeca cuyo nombre Juanita Pérez, con el tiempo la volvió demasiado vulgar y poco atractiva para las niñas clasemedieras que a pesar de las devaluaciones preferían a la rubia Barbie, que era compacta y de bolsilla a la tosca y mestiza Juana.
Al lado del establecimiento donde vendían a la muñeca y sus accesorios, había un restaurancillo llamado Alden donde fui a desayunar durante mis primeras pintas en la secundaria. Un par de cuadras más al norte y antes de llegar al Parque Hundido, durante años existió un restaurant / bar / cafetería y panadería llamado La Veiga donde durante años se organizó una entrañable tertulia de gamberros ex alumnos del Colegio Madrid, todos los lunes por las noches.
Permanece el Sanborn’s de San Antonio y Vips de Alabama ahí siguen, como el Hotel de México, que ni fue hotel y sólo cambio de nombre a WTC y un gran centro comercial. Permanecen el Teatro de los Insurgentes y la Comercial Mexicana de Plateros.

Esos son algunos de los cambios que recuerdo en avenida de los Insurgentes en su sección sur, sé que, hacía el centro y norte también los ha habido sólo que esas zonas las conozco mucho menos.

Armando Enríquez Vázquez