lunes, 17 de abril de 2017

Semana Santa en la Apenas Veracruzana.



A finales de la década de los ochenta viví una temporada en Xalapa, Veracruz.  Así con X es la ortografía correcta de la capital veracruzana. En aquellos días Xalapa era una ciudad tranquila que fuera del centro y ciertas zonas como las cercanas a la calle de Xalapeños Ilustres o el puente de Xalitic con sus lavaderos, el parque de Los Berros, que en aquellos años mostraba un letrero que decía algo así como: Demuestre su educación. No tire basura. Sí no sabe leer pida que se lo lean, se limitaba, como sucede en muchas otras ciudades de provincia, a parecer una versión tropicalizada de Lindavista.
En el centro estaba o está el café de La Parroquia. El cual tenía una vida muy particular, a las diez de la mañana comenzaban a llegar los xalapeños a tomar café e iniciar la tertulia, poco a poco el café se iba llenando de comensales, hasta llegar a su máxima capacidad, alrededor de las doce del día. Conforme iba acercándose la hora de la comida los contertulios comenzaban a desaparecer dejando las mesas, para turistas, que jamás llenaban el café de la misma manera. Una vez, pasadas a hora de la comida y de la siesta, el lugar comenzaba a llenarse una vez más de los mismos parroquianos de la mañana que retomaban la conversación de la mañana y que era invariable en los temas a saber, hasta que las primeras horas de la noche y la merienda en casa los obligaban a levantarse de sus sillas para emprender el regreso. Así, todos los días.
Esta rutina convertía a meseros y parroquianos en conocidos, cómplices y camaradas, las bromas podían correr de una mesa a otra a través de la boca y la confabulación de meseros y clientes que creían conocerse a partir del trato diario, sin realmente conocerse, ni intentar profundizar en esa relación.
Esto era todos los días, todas las semanas, durante los meses que viví en Xalapa, a la que muchos querían presumir como la Atenas veracruzana, cuando en realidad era la Apenas Veracruzana donde un godinez, en esa época no existía el término con el que hoy se denomina a los oficinistas, de la burocracia priístas anunciaba por la radio a la sinfónica ejecutando La quinta sinfonía número cinco de Beethoven.
Xalapa estaba, como me imagino que seguirá, habitada principalmente, por políticos y grillos de poca monta y muy dañinos, músicos y actores y otros miembros de la llamada comunidad cultural veracruzana.
El gran Juan Vicente Melo vivía sus días en el Puerto de Veracruz, lejos de esas leyendas e historias que lo pintaban depositando su cheque de la Universidad Veracruzana en la barra de la Cantina México frente a la plaza de la catedral mocha de Xalapa.
Luis Herrera de la Fuente también había ya cedido la batuta de la Sinfónica de Xalapa, que en esos años dirigía José Guadalupe Flores y Xalapa dormida en sus laureles de autocomplacencia languidecía en sueño nostálgico del que parece no haber despertado.
Al llegar la Semana Santa, los xalapeños corrieron a resguardarse en sus casas, a recrear las tertulias de La Parroquía en los porches de su casa, cambalacheando el café por ron u otro aguardiente como el legendario Verde de Xico, que se debe beber en cantidades discretas, pues los veracruzanos y sobre todo los xiqueños aseguran que es una bebida alucinógena que entre sus misteriosos ingredientes que le dan un hermoso y brillante color verde se encuentra la marihuana.
Y los restaurantes comenzaron a llenarse de una horda de turistas que pasan por la ciudad en su camino a las playas del Golfo de México que son cercanas a las ciudades de México y de Puebla. Jueves y viernes santo, sábado de Gloria y domingo de Resurrección, fueron los días más caóticos que recuerdo de mi estancia en la capital veracruzana.
Empezando con el tráfico de automóviles que sobre todo jueves, viernes, sábado y domingo santos se incrementaron de manera que en aquellas estrechas calles y mal llamadas avenidas de suben y bajan por la geografía de la ciudad era imposible moverse, siquiera a pie.
El calor aumentaba por la cantidad de escapes que dejaban salir su monóxido de carbono y la Atenas Veracruzana, se había convertido en la Nueva Delhi de por acá.
Sin embargo, el cambio más radical se dio en el café de todos los días. Los cordiales meseros de La Parroquia, de pronto ignoraban a los pocos habituales en favor de los desconocidos turistas, uno era de la casa y podía esperar todo lo que fuera necesario. Dos horas para un lechero, parecía normal y tres para unas entomatadas era lo que el parroquiano de todo el año tenía que esperar como pago a su diario consumo.
Los meseros ya no eran conocidos y de pronto en jueves y viernes santo se convirtieron en una especie de los mismos desconocidos de siempre, con la excepción que de pronto sonreían y parecían decir, un momento no es mi culpa. Con ese descaro que produce la confianza, esa misma que da asco.
Finalizada la Semana Santa todo volvió a la normalidad, los meseros sonrientes y bromistas nos recibían a los parroquianos de todos los días como si lo sucedido en apenas unos días antes formara parte de una historia indecente de esas que nadie en la familia quiere o puede recordar.

Armando Enríquez Vázquez

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