A finales de la década de los ochenta viví una temporada en
Xalapa, Veracruz. Así con X es la
ortografía correcta de la capital veracruzana. En aquellos días Xalapa era una
ciudad tranquila que fuera del centro y ciertas zonas como las cercanas a la
calle de Xalapeños Ilustres o el puente de Xalitic con sus lavaderos, el parque
de Los Berros, que en aquellos años mostraba un letrero que decía algo así
como: Demuestre su educación. No tire
basura. Sí no sabe leer pida que se lo lean, se limitaba, como sucede en
muchas otras ciudades de provincia, a parecer una versión tropicalizada de
Lindavista.
En el centro estaba o está el café de La Parroquia. El cual
tenía una vida muy particular, a las diez de la mañana comenzaban a llegar los
xalapeños a tomar café e iniciar la tertulia, poco a poco el café se iba
llenando de comensales, hasta llegar a su máxima capacidad, alrededor de las
doce del día. Conforme iba acercándose la hora de la comida los contertulios
comenzaban a desaparecer dejando las mesas, para turistas, que jamás llenaban
el café de la misma manera. Una vez, pasadas a hora de la comida y de la siesta,
el lugar comenzaba a llenarse una vez más de los mismos parroquianos de la mañana
que retomaban la conversación de la mañana y que era invariable en los temas a
saber, hasta que las primeras horas de la noche y la merienda en casa los obligaban
a levantarse de sus sillas para emprender el regreso. Así, todos los días.
Esta rutina convertía a meseros y parroquianos en conocidos,
cómplices y camaradas, las bromas podían correr de una mesa a otra a través de
la boca y la confabulación de meseros y clientes que creían conocerse a partir
del trato diario, sin realmente conocerse, ni intentar profundizar en esa
relación.
Esto era todos los días, todas las semanas, durante los
meses que viví en Xalapa, a la que muchos querían presumir como la Atenas
veracruzana, cuando en realidad era la Apenas Veracruzana donde un godinez, en esa época no existía el
término con el que hoy se denomina a los oficinistas, de la burocracia priístas
anunciaba por la radio a la sinfónica ejecutando La quinta sinfonía número cinco de Beethoven.
Xalapa estaba, como me imagino que seguirá, habitada
principalmente, por políticos y grillos de poca monta y muy dañinos, músicos y
actores y otros miembros de la llamada comunidad cultural veracruzana.
El gran Juan Vicente Melo vivía sus días en el Puerto de
Veracruz, lejos de esas leyendas e historias que lo pintaban depositando su
cheque de la Universidad Veracruzana en la barra de la Cantina México frente a
la plaza de la catedral mocha de Xalapa.
Luis Herrera de la Fuente también había ya cedido la batuta
de la Sinfónica de Xalapa, que en esos años dirigía José Guadalupe Flores y Xalapa
dormida en sus laureles de autocomplacencia languidecía en sueño nostálgico del
que parece no haber despertado.
Al llegar la Semana Santa, los xalapeños corrieron a
resguardarse en sus casas, a recrear las tertulias de La Parroquía en los
porches de su casa, cambalacheando el café por ron u otro aguardiente como el
legendario Verde de Xico, que se debe beber en cantidades discretas, pues los
veracruzanos y sobre todo los xiqueños aseguran que es una bebida alucinógena que
entre sus misteriosos ingredientes que le dan un hermoso y brillante color
verde se encuentra la marihuana.
Y los restaurantes comenzaron a llenarse de una horda de
turistas que pasan por la ciudad en su camino a las playas del Golfo de México
que son cercanas a las ciudades de México y de Puebla. Jueves y viernes santo,
sábado de Gloria y domingo de Resurrección, fueron los días más caóticos que
recuerdo de mi estancia en la capital veracruzana.
Empezando con el tráfico de automóviles que sobre todo
jueves, viernes, sábado y domingo santos se incrementaron de manera que en
aquellas estrechas calles y mal llamadas avenidas de suben y bajan por la geografía
de la ciudad era imposible moverse, siquiera a pie.
El calor aumentaba por la cantidad de escapes que dejaban
salir su monóxido de carbono y la Atenas Veracruzana, se había convertido en la
Nueva Delhi de por acá.
Sin embargo, el cambio más radical se dio en el café de
todos los días. Los cordiales meseros de La Parroquia, de pronto ignoraban a
los pocos habituales en favor de los desconocidos turistas, uno era de la casa
y podía esperar todo lo que fuera necesario. Dos horas para un lechero, parecía
normal y tres para unas entomatadas era lo que el parroquiano de todo el año
tenía que esperar como pago a su diario consumo.
Los meseros ya no eran conocidos y de pronto en jueves y
viernes santo se convirtieron en una especie de los mismos desconocidos de siempre,
con la excepción que de pronto sonreían y parecían decir, un momento no es mi
culpa. Con ese descaro que produce la confianza, esa misma que da asco.
Finalizada la Semana Santa todo volvió a la normalidad, los meseros
sonrientes y bromistas nos recibían a los parroquianos de todos los días como
si lo sucedido en apenas unos días antes formara parte de una historia
indecente de esas que nadie en la familia quiere o puede recordar.
Armando Enríquez Vázquez
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