Allá en los años setenta del siglo pasado El Pedregal era
sinónimo de enormes casas, con jardines con piedra de lava, ocasionales
tarántulas, lagartijas, ardillas, tlacuaches, cacomixtles y algunas serpientes
eran los sobrevivientes de lo que un siglo antes se consideraba una de las
zonas más peligrosas alrededor de la Ciudad de México. Era el lugar donde un
vivía un amigo de la escuela y se conseguían buenos dulces de fayuca en
Halloween, o dinero en efectivo, y en cuyo jardín se armaban las mejores
guerras a pedradas de lava, escondiéndose entre las formaciones que artísticamente se habían conservado en
el patio trasero de las casas para darles ese tono de casual elegancia en un
entorno natural y salvaje.
El involuntario culpable de la destrucción de uno de los
ecosistemas más singulares de lo que es hoy la Ciudad de México y que, en su
momento, fue considerado un páramo a atravesar en camino a San Agustín de las
Cuevas, hoy Tlalpan, fue Diego Rivera, quien con una visión muy estética
publicó en 1945 Requisitos para la
organización de El Pedregal. Este texto que promovía el respeto a las rocas
de magma y a algunos animales que habitaban la zona, el panfleto llamó la
atención de los arquitectos, empezando con el famoso Luis Barragán. Como
respuesta el arquitecto diseñó el fraccionamiento Jardines del Pedregal de San
Ángel. Pero no sólo el enorme fraccionamiento de casas funcionalistas para
ricos mexicanos cupo en el indómito terreno; en 1943, un par de años antes del
texto de Diego Rivera, se había elegido al Pedregal para albergar el campus de
la Universidad Nacional Autónoma de México, que ya no cabía en el centro de la
Ciudad y que desde su inauguración en 1954 se ha convertido en la identidad de
nuestra máxima casa de estudios. Otro artista que colaboró con la destrucción del
Pedregal en nombre de la urbanización y colaboró con Barragán fue Gerardo
Murillo el famoso Dr. Atl, que en 1943 había pintado un paisaje de El Pedregal.
En el siglo XIX, Madame Calderón de la Barca dedicó en sus
cartas que más tarde se convirtieron en el libro La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, unas
cuantas líneas a ese hostil paraje llamado El Pedregal: Es cosa singular que mientras San Agustín se halla situado en medio de
una de las regiones más fértiles y productivas del Valle, una gran franja de
lava, yerma y desolada, que llaman el Pedregal, se encuentra en los mismos
aledaños del pueblo, limitada por graciosos árboles del Perú y plateados álamos
que enmarcan una pequeña iglesia. Cubre esta faja todo el terreno a lo largo de
San Agustín, hasta alcanzar las faldas de los montes del Ajusco que se
encuentra a las espaldas del pueblo. El contraste con la belleza de la arboleda
y de los jardines circunvecinos, es de un extraño efecto; diríase que al lugar
le echaron la maldición después de haber sido teatro de un crimen. (1)
El Pedregal no tiene su origen en ninguna maldición, es el
resultado de la erupción hacía el año 300 después de cristo del volcán Xitle
cercano al Ajusco. La erupción del Xitle no sólo dio origen al Pedregal, sino
que terminó con la floreciente cultura de Cuicuilco. En la lateral del
Periférico al cruce con Avenida de los Insurgentes y con dirección a Cuemanco,
se encuentran los restos de una de las pirámides de esta cultura, otras
pirámides y restos de edificios de esta antigua cultura se encuentran al
interior de la unidad habitacional de Villa Olímpica, el Bosque de Tlalpan y en
el parque de Peña Pobre. El escurrimiento de lava del Xitle llegó hasta lo que
hoy conocemos como Coyoacán, donde grandes paredes de lava existen, como
evidencia de la fuerza de la erupción, en el conjunto habitacional de Oxtopulco
cerca de la estación Copilco del Metro y al interior de los jardines de las
casas de la colonia Romero de Terreros.
Ese camino que describe la mujer del diplomático español del
siglo XIX, bien podría describir en nuestro siglo el paso del actual trazado de
la Avenida de los Insurgentes Sur, que cruza por El Pedregal a la altura de la
UNAM y conecta con Tlalpan en el inicio de la avenida San Fernando. Sí
observamos con cuidado veremos cómo aún algunas zonas se conservan como áreas
de matorral xerófilo de alta elevación.
Todos estos remanentes de lo que fue El Pedregal y que hoy
sólo son una característica distintiva de cierta zona del sur de la capital,
aun alberga una buena cantidad de fauna, gracias a que una gran parte de los
terrenos de la UNAM (237 hectáreas) están considerados como reserva ecológica.
Aves, mamíferos y reptiles conviven a diario con seres humanos y nuestros malos
hábitos; basura, insensatez y otras manías destructivas que nos caracterizan.
La UNAM hace esfuerzos por mantener esa reserva ecológica lo
más impoluta posible. Fuera de la reserva existen pequeñas zonas que se han
librado de las maquinas constructoras y de las aplanadoras dedicadas a crear
nuevas vías, pero esas están condenadas a desaparecer ante la codicia de
constructores y corrupción de autoridades que con tal de llenarse los bolsillos
permiten la construcción a diestra y siniestra.
(1) Calderón
de la Barca, Madame. La vida en México
durante una estancia de dos años en ese país. Editorial Porrúa. 2014.
Traducción de Felipe Teixidor. 179 pp.
Armando Enriquez Vázquez
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