viernes, 15 de junio de 2018

Apagones.




En el mundo en el que vivimos el hecho de tener corriente eléctrica es algo que ni siquiera cuestionamos. Nos es imposible imaginar nuestra vida sin electricidad. Llegamos a los lugares en los que vivimos, trabajamos y nos divertimos y buscamos un contacto para cargar nuestro teléfono, la tableta, la laptop. En el momento en que percibimos algo de oscuridad recurrimos a un interruptor que al moverlo ilumina el cuarto en el que estamos.
Esto es algo a lo que los seres humanos nos hemos acostumbrado y aficionado en el último siglo. Gracias a la luz eléctrica podemos dormirnos a las dos de la mañana sin sentir la oscuridad de la noche.
Una Vez que los hombres, gracias a un cable pudieron surtir de energía eléctrica a calles y hogares, los terrores nocturnos desaparecieron, pero la continuidad en la administración de la corriente eléctrica no fue constante durante años y por equis o por zeta en la Ciudad de México sufrimos durante ciertos períodos del siglo XX grandes y prolongados apagones.
Recuerdo que durante los años setenta hubo diversas temporadas en que estos apagones eran muy comunes, casi todas las noches, de duración variable e inesperada. La colonia Nápoles, donde se encontraba la casa de mis padres, se apagaba. En aquellos años no existían en México lámparas de esas que se cargaran mientras hay corriente como sucede hoy, utilizábamos linternas de mano y que utilizaban pilas Ray-O-Vac o Eveready. Duracell no se producía en México y por lo tanto no se vendía en nuestro país; las leyes proteccionistas del PRI y de Luis Echeverría Álvarez dañaban a México en muchos sentidos.
Pero sobre todo utilizábamos velas. Velas de cera que mi madre compraba en cajas que deben haber tenido unas 24 velas blancas que se ponían en los candelabros que había en diferentes lugares de la casa; jamás en las recamaras de nosotros los niños, pero si en pasillos, sala y comedor. Mi madre tenía candelabros frente a los espejos para dar mayor iluminación. Las diferentes servidoras domésticas que pasaron por la casa en esos años contaban historias de brujas y otras cosas en esas noches y atardeceres oscuros, que habían oído en los pueblos de los que eran originarias, alimentando mis miedos y fantasías, así como las de mis hermanos.
Una que era particularmente aterradora era la idea de que las velas frente a los espejos no era algo seguro, ni recomendable. De acuerdo, con alguna de aquellas mujeres si uno prendía una vela frente al espejo y lo observaba por el periodo de tiempo necesario podía ver al Diablo.
Pasar frente a los espejos con los candelabros al frente representaba un reto, o bajabas la mirada y pasabas rápido viendo la oscuridad del piso, o volteabas al espejo e intentabas ver mucho más allá del reflejo de la flama. La mayor parte de las veces era un poco de ambas acciones, apresuraba el paso, pero por un instante volteaba a ver el espejo y permanecía otro instante con la mirada fija en la flama y su reflejo.  
Que se fuera la luz al atardecer implicaba que todavía había un poco de luz para leer, o jugar o llevar una vida normal, ya iniciada la noche implicaba ver la flama, jugar masoquistamente a dejarse caer la cera liquida en la mano tratando de lograr una copia de la palma de la mano con líneas o con de las huellas digitales y tras una media hora de oscuridad y luz de velas, dirigirse a la cama más temprano que de costumbre con la esperanza de que a la madrugada siguiente ya estuviera de regreso la luz para no tener que vestirse a la luz de la vela para ir a la escuela.
En algún punto los apagones terminaron, la vida nocturna se convirtió en la de la luz artificial y rara vez se sufre de un apagón. La luz de las velas queda como el lugar común de una escena romántica o como un reminiscente de un pasado, que imaginamos, erróneamente muy aburrido.
Cuando un transformador de esos de la CFE estalla, por lo general la reacción es rápida en menos de media hora llega una cuadrilla, o dos o hasta tres de muchos hombres con cascos de plástico blancos o amarillos y sus chalecos. Todos miran desde tierra el transformador y dan vueltas alrededor de él. Si hay un árbol recorren a pie la sombra de las ramas y observan el transformador desde el extremo de la sombra. No se les ve hacer nada a excepción de esa profunda observación del lugar donde se origina el problema, después de tres cuartos de hora deciden que uno de ellos, se suba a la canastilla de la pluma y suba a inspeccionar el transformador. Ahora que el trabajador lo ve de cerca y se comunica con sus compañeros cinco metros abajo a gritos ininteligibles, se hacen una especie de teamback donde se delibera el paso a seguir. Después de un par de horas deciden trabajar y ya sea mandan traer otro transformador o ajustan las cuchillas del que tuvo el fallo o en último de los casos mandan traer una sierra y podan el árbol de manera arbitraria, solamente para demostrar que están trabajando.
Algo así sucedió el pasado martes en una esquina de la Colonia del Valle, claro que con la lluvia que caía a cántaros, el proceso tardó mucho más, porque además entre los vehículos que llegaron venía un camión grúa que a simple vista eran insuficientes para alcanzar la altura donde sucedió el problema. Eran las siete y media de la noche, el tráfico estaba a todo lo que daba así que dos horas después llegó un nuevo camión con una pluma… idéntica a la primera, dos horas después llego el camión adecuado.
Actualmente no existe en mí el conflicto con la vela, afortunadamente existen lamparas que se cargan con anterioridad y los teléfonos, tabletas y otros artefactos tiene una pila que dura unas horas… pero pasadas dos horas todo comienza a complicarse, durante mi infancia la falta de luz era una molestia y hasta una aventura. Hoy imaginar siquiera la posibilidad de quedar sin teléfono o computadora es como imaginarse aislado en la Isla del Diablo. Así que empiezas a medir el uso de los aparatos como quien en una película del desierto raciona el agua de la cantimplora. Esperas y hasta rezas para que la luz vuelva, decides asomarte a la ventana para ver que hacen los trabajadores la Comisión Federal de Electridad solo para descubrir que ya no hay nadie de la CFE en la calle y la luz no regresó. Como en la infancia resignado te vas a dormir esperando que el amanecer sea distinto y que no haya estallado el apocalipsis.
Al amanecer regresan las cuadrillas ahora son más camiones grúa y un hombre con Walkie Talkie aleja a los curiosos que se acercan a los trabajadores a preguntar que sucede. 20 horas después, ya cuando la esperanza te ha abandonado y piensas en subir las escaleras de un edificio de 15 pisos, descubres que la luz ha sido restaurada y con seguridad los habitantes de las dos manzanas afectadas respiran con facilidad una vez más, igual que tú.



Armando Enríquez Vázquez

jueves, 7 de junio de 2018

“Se compran colchones…”





Cuando uno sale de la caótica y adorada Ciudad de México en busca de romper la rutina y un supuesto descanso existen cosas y situaciones con las que uno jamás piensa encontrarse. Hace unos días fui a visitar a un amigo en Cuernavaca y en esa mañana de provincia llena de sol, un fresco viento, cantos de diferentes aves y molestias de diversos insectos escuché algo que al parecer ya estamos exportando desde la capital de los tacos, los microbuses y, como dicen algunos mexiquenses envidiosos, orden y paz.
Imagine el lector, el casi bucólico amanecer, las verdes copas de tabachines, bugambilias y flamboyanes, el canto de zanates y otras aves, que desconozco, pero no gorjean a manera de carraspera de anciano español de ochenta y cinco años de fumar un cigarro tras otro, como sucede con los gorriones chilangos, este canto es impoluto, como no, y nativo de las aves que habitan en la zona urbana de Cuernavaca. El cielo azul y un sol que levantándose por el oriente anuncia ya un mediodía caluroso, el reflejo de la luz solar que rebota de la moldura de una ventana o puerta directo sobre la ondeante superficie del agua de la alberca. En fin, eso que todo chilango identifica como paz provinciana y que anhelamos se materialice en un fin de semana o en un par de días, después de transitar un poco más de media hora sobre la carretera y que nos convierte en turista ocasional o de suburbio.
Se sienta uno en medio de ese escenario, mira el cielo azul, la pintoresca nube que parece haber salido de película de Gabriel Figueroa y se recuesta contra la tumbona, café en una mano. Cierra los ojos y se compadece de todos los Godínez que a esa hora se pelean por subir a la pesera cuidando de no tirar el contenido de sus Tupperware ante tanto apretón de cuerpos. En ese momento la plenitud desaparece; una voz más que chilanga aguda, estridente y sin gracia nos regresa al corazón de Narvarte, de la Toriello Guerra, de la Escandón o de la Escuadrón 201:
 - “Se compran colchones, estufas, etc, etc



Se trata de la misma grabación que recorre las calles de la Ciudad de México. No quiero minimizar la diaria rutina que vive la gente de Cuernavaca, que como en todas las ciudades, no encaja en la visión egoísta del que sólo pasa por unos días por la población. No quiero tampoco parecer ignorante de que la misma necesidad que tenemos los chilangos de deshacernos de cosas inservibles aqueja a los habitantes de todas las ciudades del mundo y menos del gran negocio que esto representa para los recolectores de basura, lo que me resulta inverosímil es que la grabación que aturde los oídos de los millones de habitantes de la zona metropolitana de la Ciudad de México tenga calidad de exportación y se repita en ciudades cercanas a la capital.
Las grabaciones se han convertido en el sustituto de los merolicos, otro ejemplo es “Hay tamales calientitos, tamales oaxaqueños…” Aunque también existen aquellos que se limitan a un sonido como esas legiones de hombres que llevan canastas enormes de pan dulce, termos con agua caliente, Nescafé y leche en polvo y haciendo sonar una cornetita ofrecen su mercancía a clientes. Así entre la güeva y la mecanización los vendedores y chatarreros han perdido su personalidad o la crean. Pensando de la peor manera, seguramente acertaré, en una teoría conspiratoria contra el SAT: todos los chatarreros y tamaleros que usan estas grabaciones son parte de una misma empresa ambulante que gana miles de millones y paga nada al fisco. Las grabaciones o el sonido de las cornetitas son parte de la identidad corporativa. No, eso no podría pasar en México, en Suecia tal vez, pero no en México.
Porque hay aquellos que desde la honestidad y autenticidad de su grito nos invitan a creer que el ambulantaje es libre, soberano y abierto a todo aquel que lo quiera ejercer.
Por ejemplo, en la colonia del Valle hay un hombre que pasa a toda velocidad en una bicicleta con su carrito de paletas heladas Holanda gritando a todo pulmón y para que quede claro a quince cuadras de edificios de diez pisos cada uno: ¡Ya llegaron las paletas! El grito es tan enfático y tan determinante que parece que hasta ese momento nunca nadie en la colonia ha probado una paleta y esta la gran oportunidad para hacerlo, es una orden para bajar por una de ellas, pero el hombre va tan rápido que, aunque se bajen los diez pisos del edificio a saltos de escalón, jamás podrá nadie alcanzarlo, lo que hace dudar de que el hombre traiga paletas en ese carrito, o esté en su sano juicio. Hay otro que en una camioneta en San Fernando no se cansa por las tardes de repetir, porque ya grabó su pregón y como el de los colchones lo repite Ad nauseum: ¡Aquí están, señora ama de casa, sus esquites con su harta mayonesa, su harto chile y su harto limón, señora ama de casa! Excluyendo a niños y señores amos de casa de probar los esquites con harto de todo. Los carritos de camotes y los que arreglan cortinas y persianas.
Pero volviendo a lo que dio origen a este texto, por si no basta para aquellos que sufren del síndrome del Jamaicón, llevar chiles y nopales en su maleta. Pueden incluir una grabación con su pregón favorito o el que más los molesta de entre la amplia gama que ofrece la Ciudad de México, en su próximo viaje a provincia o al extranjero, o si no dejar que como siempre la realidad los alcance y los sorprenda.


Armando Enríquez Vázquez

Este texto se publicó en junio de 2017 en intensohd.wordpress

viernes, 1 de junio de 2018

Adiós al Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes.




Durante gran parte de la década de los 70 del siglo pasado mis visitas al Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes eran frecuentes, enclavado a unas cuantas calles de mi casa en la colonia Nápoles y siendo el escenario del futbol americano colegial de nuestro país mi padre nos llevaba semana a semana durante la temporada de la ONEFA y de la liga intermedia. En aquellos años el futbol americano estudiantil nacional todavía gozaba de gran popularidad, aunque comenzaba el ataque mediático favoreciendo al futbol soccer.
Sentado en las bancas de concreto vi jugar a Cóndores, Guerreros Aztecas, Águilas Reales equipos de la Universidad Nacional Autónoma de México en la liga mayor y a los cuales apoyábamos, sobretodo a los Condores que entre sus jugadores incluían a los estudiantes ingeniera, la facultad donde había estudiado padre. Los adversarios eran las Águilas Blancas, Los Toros de Chapingo, los Búhos del Politécnico, Pieles Rojas de Acción Deportiva, los Aguiluchos del Colegio Militar, entre otros, hacía finales de esa misma década llegué a entrenar durante un par de jornadas con un equipo llamado Jaguares del Injuve patrocinado por el gobierno del Presidente López Portillo que otorgó la titularidad de ese primer Instituto de la Juventud a su primo Guillermo, otro de los tantos orgullos de su nepotismo. En ese par de semanas entrenando en el estadio fue cuando descubrí la existencia de un túnel que conectaba el Estadio de la Ciudad de los Deportes con la Plaza México, que años después se convirtió en mi religiosa y obligada visita dominical.



El Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes tenía en esa época unas duras gradas de concreto con unos brazos de hierro que emergían del concreto para clavarse en el respaldo de la rudimentaria banca creando unos asientos individuales que eran no solo incómodos, sino realmente espantosos. Esos brazos metálicos con frecuencia estaban pintados de verde.
En 1978 el estadio se vistió de gala para una triste historia; las Águilas de Filadelfia enfrentaron a los Santos de Nueva Orleans en lo que fue el primer encuentro de la NFL en nuestro país. Encuentro de pretemporada que en realidad no le importaba a nadie en México, todo mundo ya era fan de los Vaqueros de Dallas, los Delfines de Miami y de los Acereros de Pittsburgh y que además dejó de ser atractivo una vez que el imbécil quarterback de las Águilas un jugador mediocre de nombre Ron Jaworski comenzó como buen gringo ignorante a hablar mal de México. Yo no recuerdo que ese encuentro haya provocado el menor entusiasmo y tal vez, gracias a ese fracaso, la NFL no regresó a México hasta 1994. Para ese entonces el Estadio ya no se utilizaba para el futbol americano y era casa del equipo Atlante y más tarde del Cruz Azul que cambio el nombre del estadio por el de Estadio Azul.



El estadio fue parte del gran sueño de Neguib Simón Jaliffe, un empresario originario de Mérida que nació en 1896, estudió leyes en la UNAM, por llevar a cabo una gran ciudad deportiva en lo que en los años cuarenta era el sur de la Ciudad de México. Donde hoy se encuentran las colonias Nápoles, Nochebuena, se encontraban entonces dos enormes ladrilleras, de hecho, el terreno de una de ellas dio lugar con el tiempo al Parque Hundido.
El terreno de la ladrillera Noche Buena, sirvió no sólo como base para el Parque Hundido, si no para la Ciudad de los Deportes, o lo que el empresario de origen libanés logró completar de su sueño, porque la bancarrota le impidió la construcción de la alberca que tenia pensado, junto con los frontones y las canchas de tenis. Solamente se construyeron el Estadio y la Plaza de Toros México. La Plaza, aun la de mayor capacidad en el mundo se inauguró el 5 de febrero de 1946, el Estadio abrió sus puertas por primera vez el 6 de octubre de 1941, ocho meses después de la Plaza cuando los Pumas de la Universidad Autónoma de México enfrentaron a los Aguiluchos del Colegio Militar con marcador final de 16 – 14 a favor de los universitarios.
Curiosamente en un México donde el futbol soccer era sólo uno más de los deportes que gustaba a los mexicanos, el Estadio que construyó Simón Jaliffe se convirtió con el tiempo en sede de varios de los equipos más populares en la capital del país de este deporte, dejando a un lado el futbol americano para el que había sido construido. América, Necaxa, Atlante, Marte y Cruz Azul utilizaron al estadio como su casa. Desde 1996 el Cruz Azul rentó el inmueble y le cambio el nombre por el de Estadio Azul. En 2016 se anunció el plan para demoler el estadio crear un centro comercial, como se hizo con el Parque del Seguro Social que fue el estadio de beisbol de la CDMX por décadas, casa de los Diablos Rojos y de los Tigres.



A principios de abril de 2018, el Cruz Azul jugó por última vez en su casa y con él terminó la historia del futbol soccer en el hasta ese día Estadio Azul, pero el último encuentro que se llevó a cabo en el Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes fue la final de la naciente Liga Profesional de Futbol Americano de nuestro país, en su tercera edición el 23 de abril de 2018.
Comenzaron a desmantelar el Estadio ya y en unos años nadie recordará todo lo que sucedía en las tardes de los sábados alrededor del inmueble desde hace décadas como con muchas oras cosas que se pierden en la noche de los tiempos de esta gran Ciudad.

PD: La demolición del Estadio fue cancelada por órdenes de la delegación Benito Juárez y el gobierno de la CDMX unas semanas después de publicado este texto, al parecer al menos hasta 2020 el estadio permanecerá intacto. Será la casa de la Liga de Futbol Americano Profesinal y sede de otros eventos depportivos pero ya no será la casa del Cruz Azul y mucho menos un centro comercial.

PD II: En junio de 2020 el estadio parece perfilarse como casa de nuevo para el equipo de futbol soccer Atlante que se anunció regresa a la Ciudad de México.



Armando Enríquez Vázquez