En el mundo en el que vivimos el hecho de tener corriente eléctrica
es algo que ni siquiera cuestionamos. Nos es imposible imaginar nuestra vida sin
electricidad. Llegamos a los lugares en los que vivimos, trabajamos y nos
divertimos y buscamos un contacto para cargar nuestro teléfono, la tableta, la
laptop. En el momento en que percibimos algo de oscuridad recurrimos a un
interruptor que al moverlo ilumina el cuarto en el que estamos.
Esto es algo a lo que los seres humanos nos hemos
acostumbrado y aficionado en el último siglo. Gracias a la luz eléctrica podemos
dormirnos a las dos de la mañana sin sentir la oscuridad de la noche.
Una Vez que los hombres, gracias a un cable pudieron surtir
de energía eléctrica a calles y hogares, los terrores nocturnos desaparecieron,
pero la continuidad en la administración de la corriente eléctrica no fue
constante durante años y por equis o por zeta en la Ciudad de México sufrimos
durante ciertos períodos del siglo XX grandes y prolongados apagones.
Recuerdo que durante los años setenta hubo diversas
temporadas en que estos apagones eran muy comunes, casi todas las noches, de
duración variable e inesperada. La colonia Nápoles, donde se encontraba la casa
de mis padres, se apagaba. En aquellos años no existían en México lámparas de
esas que se cargaran mientras hay corriente como sucede hoy, utilizábamos linternas
de mano y que utilizaban pilas Ray-O-Vac
o Eveready. Duracell no se producía en México y por lo tanto no se vendía
en nuestro país; las leyes proteccionistas del PRI y de Luis Echeverría Álvarez
dañaban a México en muchos sentidos.
Pero sobre todo utilizábamos velas. Velas de cera que mi
madre compraba en cajas que deben haber tenido unas 24 velas blancas que se
ponían en los candelabros que había en diferentes lugares de la casa; jamás en
las recamaras de nosotros los niños, pero si en pasillos, sala y comedor. Mi
madre tenía candelabros frente a los espejos para dar mayor iluminación. Las
diferentes servidoras domésticas que pasaron por la casa en esos años contaban
historias de brujas y otras cosas en esas noches y atardeceres oscuros, que
habían oído en los pueblos de los que eran originarias, alimentando mis miedos
y fantasías, así como las de mis hermanos.
Una que era particularmente aterradora era la idea de que las
velas frente a los espejos no era algo seguro, ni recomendable. De acuerdo, con
alguna de aquellas mujeres si uno prendía una vela frente al espejo y lo
observaba por el periodo de tiempo necesario podía ver al Diablo.
Pasar frente a los espejos con los candelabros al frente representaba
un reto, o bajabas la mirada y pasabas rápido viendo la oscuridad del piso, o volteabas
al espejo e intentabas ver mucho más allá del reflejo de la flama. La mayor
parte de las veces era un poco de ambas acciones, apresuraba el paso, pero por
un instante volteaba a ver el espejo y permanecía otro instante con la mirada
fija en la flama y su reflejo.
Que se fuera la luz al atardecer implicaba que todavía había
un poco de luz para leer, o jugar o llevar una vida normal, ya iniciada la
noche implicaba ver la flama, jugar masoquistamente a dejarse caer la cera
liquida en la mano tratando de lograr una copia de la palma de la mano con líneas
o con de las huellas digitales y tras una media hora de oscuridad y luz de
velas, dirigirse a la cama más temprano que de costumbre con la esperanza de
que a la madrugada siguiente ya estuviera de regreso la luz para no tener que
vestirse a la luz de la vela para ir a la escuela.
En algún punto los apagones terminaron, la vida nocturna se
convirtió en la de la luz artificial y rara vez se sufre de un apagón. La luz
de las velas queda como el lugar común de una escena romántica o como un reminiscente
de un pasado, que imaginamos, erróneamente muy aburrido.
Cuando un transformador de esos de la CFE estalla, por lo
general la reacción es rápida en menos de media hora llega una cuadrilla, o dos
o hasta tres de muchos hombres con cascos de plástico blancos o amarillos y sus
chalecos. Todos miran desde tierra el transformador y dan vueltas alrededor de
él. Si hay un árbol recorren a pie la sombra de las ramas y observan el
transformador desde el extremo de la sombra. No se les ve hacer nada a
excepción de esa profunda observación del lugar donde se origina el problema, después
de tres cuartos de hora deciden que uno de ellos, se suba a la canastilla de la
pluma y suba a inspeccionar el transformador. Ahora que el trabajador lo ve de cerca
y se comunica con sus compañeros cinco metros abajo a gritos ininteligibles, se
hacen una especie de teamback donde se delibera el paso a seguir. Después de un
par de horas deciden trabajar y ya sea mandan traer otro transformador o
ajustan las cuchillas del que tuvo el fallo o en último de los casos mandan
traer una sierra y podan el árbol de manera arbitraria, solamente para
demostrar que están trabajando.
Algo así sucedió el pasado martes en una esquina de la
Colonia del Valle, claro que con la lluvia que caía a cántaros, el proceso tardó
mucho más, porque además entre los vehículos que llegaron venía un camión grúa
que a simple vista eran insuficientes para alcanzar la altura donde sucedió el
problema. Eran las siete y media de la noche, el tráfico estaba a todo lo que
daba así que dos horas después llegó un nuevo camión con una pluma… idéntica a
la primera, dos horas después llego el camión adecuado.
Actualmente no existe en mí el conflicto con la vela,
afortunadamente existen lamparas que se cargan con anterioridad y los teléfonos,
tabletas y otros artefactos tiene una pila que dura unas horas… pero pasadas
dos horas todo comienza a complicarse, durante mi infancia la falta de luz era
una molestia y hasta una aventura. Hoy imaginar siquiera la posibilidad de
quedar sin teléfono o computadora es como imaginarse aislado en la Isla del
Diablo. Así que empiezas a medir el uso de los aparatos como quien en una película
del desierto raciona el agua de la cantimplora. Esperas y hasta rezas para que
la luz vuelva, decides asomarte a la ventana para ver que hacen los
trabajadores la Comisión Federal de Electridad solo para descubrir que ya no
hay nadie de la CFE en la calle y la luz no regresó. Como en la infancia
resignado te vas a dormir esperando que el amanecer sea distinto y que no haya
estallado el apocalipsis.
Al amanecer regresan las cuadrillas ahora son más camiones grúa
y un hombre con Walkie Talkie aleja a los curiosos que se acercan a los
trabajadores a preguntar que sucede. 20 horas después, ya cuando la esperanza
te ha abandonado y piensas en subir las escaleras de un edificio de 15 pisos,
descubres que la luz ha sido restaurada y con seguridad los habitantes de las
dos manzanas afectadas respiran con facilidad una vez más, igual que tú.
Armando Enríquez Vázquez