martes, 24 de mayo de 2022

Libros transformados en chilaquiles.

 



Armando Enríquez Vázquez

En Coyoacán, en pleno jardín Hidalgo alguna vez hubo una librería que fue referencia del centro de la hoy alcaldía, uno de los centros de la intelectualidad y los wannabe del sur de la ciudad. Más exclusiva que Gandhi, El Parnaso era una librería qué a diferencia de la Miguel Ángel de Quevedo, permitía caminar de manera cómoda en la mayor parte de las áreas donde estaban los libreros.

El Parnaso ocupaba uno de esos enormes edificios coloniales que forman parte de toda la zona central de la alcaldía Coyoacán, la librería contaba con un catálogo amplio lleno de novedades españolas que la distinguían de otras librerías. Algunas mesas permitían a los clientes sentarse a tomar café a, como dice mi madre, a arreglar el mundo, o simplemente a presumir su sapiencia sobre literatura y cultura. Pero el menú principal era y fue por algunas décadas los libros.

Entre la estantería encontré en alguna ocasión un pequeño volumen con algunas de las fotos que Charles Dodgson tomó a niñas, incluyendo un par de la pequeña Alicia Liddell. También ahí les compré muchos años después a mis hijas un libro sobre un edquina, marsupial con espinas, que desde mi infancia me llama la atención, junto con los ornitorrincos y los wombat.

El Parnaso, tal vez su locación, nunca fue una librería barata, como lo era Gandhi. Pero era sin duda una gran librería y un referente para los lectores del sur de la ciudad.

No soy muy asiduo a ir al centro de Coyoacán y las ultimas veces que había ¡do no pasé por la esquina donde estaba la librería. Por eso el viernes pasado que desayuné con un grupo de amigos, el lugar de la cita era el Jardín Hidalgo, cerca de la Gandhi de Coyoacán, el lugar cuyo nombre no recuerdo resultó ser lo que era El Parnaso. Las mesas que alguna vez ocuparon solo una parte del exterior de la librería se han adueñado de todo el local y los libros han desaparecido por completo.

En lugar de Italo Calvino, paquetes de desayunos. No hay Fernando del Paso, a pesar de haber sido un entusiasta de la cocina como Salvador Novo o Alfonso Reyes, en su lugar unos vulgares huevos al gusto, chilaquiles y enfrijoladas. A diferencia de la creativa carta de El Péndulo Cafebrería donde se utilizan los nombres de escritores para la nomenclatura de sus platillos, en este sitio ni para eso les alcanzó. Los fantasmas literarios huyeron a lugares más sabrosos, con más sazón, menos mundanos. Ni el de Juan María Alponte se atrevió a permanecer en el lugar.

Es una tristeza ver ese reflejo de la sociedad mexicana que en ciertos sectores de señoras encopetadas y de estudiantes frívolos han decidido dejar la lectura por otro tipo de deleites como desayunar, el problema es que ni siquiera es una cocina con sabor, hay muchas fondas y restaurantes icónicos en Coyoacán con más sabor y tradición.

Perder una librería, es perder un espacio de difusión de conocimiento, entretenimiento y discusión. Las tertulias de un restaurant común y corriente no son por lo general la de los empedernidos personajes amantes de los libros, si no las de familias compartiendo su semana, su día, alegrías y pesadumbres. Novios de manita sudada o besos ardientes, amantes de gritos y susurros. Violentas carcajadas de camaradas departiendo al fuego de la hora de la comida o socios armando sus nuevos negocios y estrategías. Las palabras quedan en esas paredes, se va en los vasos y copas.

En el caso de una librería el diálogo, por mamón que suene eso no le quita lo cierto, se va bajo el brazo del lector y permanecerá en un estante de la biblioteca personal para reanudarse cuando la persona lo decida y en el mejor de los casos permanecerá vivo en su memoria.

Publicado originalmente en unacharlacualqueira.wordpress.com

Fotografía de mi autoría

lunes, 26 de julio de 2021

Memoria de librerías.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Cuando terminé mis estudios de primaria a manera de premio, de algo que es una obligación, pero nadie le dice que no a un premio y menos cuando se es un niño, mi padre me preguntó que quería y yo como buen nerd que soy pedí que me llevara a una librería.

Hasta ese día para mí una librería era la zona de libros de Sanborn’s o de Liverpool donde mi tía Gloría la hermana de mi papá me llevaba sábado tras sábado a comprar algún libro. En esa época y gracias a ella descubrí a Agatha Christie y en un momento de mi adolescencia tenía más de cuarenta libros de la británica. Era fan de las novelas de Hércules Poirot. El primer libro de Edgar Allan Poe creo que me lo regalo mi abuela materna y Los crímenes de la Rue Morgue es hasta la fecha mi cuento favorito de Poe y leí algunos best sellers que me apasionaron por vivir aventuras en el tiempo y lugares distantes como los thrillers de Leon Uris o de Jack Higgins. Otro sustituto de librería que conocía era el catálogo del circulo de lectores con mis domingos y la ayuda de mi tía Gloria y de mi abuelo Armando compraba libros, descubrí en esas ediciones de pasta dura a Arthur C. Clarke y Isaac Asimov. A Ellery Queen y a George Simenon. Las ediciones de novela policiaca incluían dos novelas en cada volumen, impresas encontradas, lo que le daba al libro dos portadas y una edición muy divertida pues la novela que no estabas leyendo estaba al revés. Fue la primera vez que vi ese tipo de encuadernación.

Pero, descubrir que un local comercial podía estar dedicado en específico a los libros fue un momento de iluminación, ver que había algo más allá de las mesas de novedades y best sellers que hasta ese día formaban parte de mi experiencia como lector y que aun sin comprender del todo, el hecho de que había más libros que vida, mi vi rodeado de cientos de novelas, cuentos, poemas, ensayos e historias para pasar una y mil vidas entretenido, para invocar una inmortalidad lúcida. Ahí estaba la verdadera Scherezada.

Ese es uno de los días más felices de mi vida. La librería se llamaba Bibliorama, si mal no recuerdo y se encontraba al interior de Plaza Universidad, entrando por Parroquia y antes del llegar al enorme cine El Dorado 70, ese día salí de la librería con una caja de buen tamaño llena de libros, básicamente libros de Emilio Salgari editados en España por una empresa que ya no existe llamada Gahe, los libros de pasta dura muy colorida eran más de 50 títulos, nunca los he tenido todos pero a lo largo de los años he conseguido cerca de 40 de ellos. Salgari y Verne eran sin duda de los favoritos de mi infancia. Los Tigres de la Malasia, El corsario negro, etc. También, en esa caja iba El libro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling. Mi padre quiso incluir en el paquete Las Leyendas de las calles de México de González Obregón, pero no lo tenían. Lo leí unos diez años después. A veces lograba ahorrar algunos domingos y pedía que me llevaran a la librería para comprar un nuevo libro de Salgari.

Durante muchos años la librería se mantuvo en su esquina, pero la inmediatez del cine y el desprecio por la lectura que es parte de la educación en nuestro país la hizo desaparecer. Luego en los ochenta se convirtió en una tienda de muñecos y parafernalia de películas y series de televisión. De personajes de manga y juguetes de colección, mucho antes de la llegada de los Funko Pop.

Otra librería de aquellos días se encontraba en Avenida de los Insurgentes sur, casi frente al teatro de los Insurgentes y se llamaba El Ágora. El Ágora a diferencia de Bibliorama tenía además una gran oferta discográfica de rock del momento y no sólo el pop rock estadounidense, había rock progresivo y alternativo. Jethro Tull, Rick Wakeman, Yes, se podían conseguir en El Ágora y con los años Sid Vicious y los Sex Pistols, Frank Zappa y hasta Lp’s de grupos soviéticos y de Europa del este.

Gandhi era la librería novedosa en Miguel Ángel de Quevedo y punto de reunión de intelectuales y wannabes del momento, también lo era El Parnaso que comenzaba a convocar a esa pretenciosa generación que decidió declarar a Coyoacán como el centro del universo.

Yo era un adolescente de la Nápoles, una colonia clase mediera, pocas veces iba a las librerías, mi padre compraba sus libros quien sabe dónde, tal vez en el Sanborns que había en la parte inferior del edificio donde estaba su oficina. O en La Casa del Libro que había varias en la zona una a la altura de Insurgentes sur y Altavista y otra en la esquina de Av. Coyoacán y Universidad dónde hoy hay un Office Max, un Sonora Grill y un Taquearte. La enorme cuadra albergó entonces una enorme librería donde adquirí en la sección de revistas mi primera revista de soft porno, un Interview, porque en México ni Playboy, ni Penthouse se vendían, solo el Caballero, versión sin TLCAN de las revistas norteamericanas. Una vez pagada escondí la revista en mi chamarra entre el pantalón y la espalda y caminé muy derechito hasta casa para de inmediato esconderla en el fondo de un cajón.

No sé si había más librerías en aquellos días. No sé si se leía más o menos, lo único cierto es que, para mí, las librerías siempre han sido uno de los más importantes recintos de la humanidad y la emoción que me produce entrar en una, aunque sea una virtual, o más en una de estas, por la promesa de encontrar libros de no fácil acceso, no tiene comparación, y sólo es superada por el hecho de terminar una novela, cuento o poesía que me deje sumido en silencio.

Este texto se publico originalmente en megaurbe.com.mx el 31 de marzo de 2021

La fotografía de la entrada también es de mi autoría.

miércoles, 21 de julio de 2021

Educación cinematográfica.

 


Armando Enríquez Vázquez

Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Nosotros los pobres, El rey del barrio, Calabacitas tiernas, Aventurera, Charros contra gangsters, La nave de los monstruos, El bracero del año, Caperucita Roja con el Loco Valdés y Tun Tun, Los tres García, Dos tipos de Cuidado, ATM A toda máquina, Enamorada, Él, son sólo una diminuta muestra de películas mexicanas que conocí gracias a la televisión durante mi infancia y primeros años de adolescencia. Pero también gracias a la televisión conocí a Buster Keaton, a Charles Chaplin, al Gordo y el Flaco, al infinitamente gracioso Harold Lloyd.

Con el tiempo y las vacaciones de verano de la secundaria me encantaba desvelarme viendo la cinta que en el canal 13 anunciaba entre semana Emilio García Riera y tras la cual terminaban las transmisiones diarias de la televisora. Fue a esas horas en la frontera entre los días que vi por primera Un perro andaluz, Ladrón de bicicletas, Simón del desierto. La comezón del séptimo año con Marilyn Monroe y la primera cinta que vi sobre el McCartismo y que nunca he vuelto a ver que se llama En el ojo del huracán una extraordinaria cinta sobre una bibliotecaria interpretada por Bette Davis y esa paranoia que sufrían los gringos por el comunismo. Y en el canal once los clásicos como King Kong, El hijo de King Kong, Frankenstein y La Mosca de la cabeza blanca que fue el nombre que le pusieron al original de La Mosca con Vincent Price.

De la misma manera gracias a Cine Permanencia Voluntaria, que era la barra dominical en canal 4 en la que se pasaban películas durante todo el domingo, conocí películas inolvidables como Vienen los rusos, Casino Royale, Donde las águilas se atreven, Charada, Una Eva y dos adanes.

Mis gustos y aversiones se formaron en aquellos años; los Tres Chiflados como Manolín y Chilinsky siempre me han caído muy mal, también Clavillazo y Resortes por momentos. A Sara García y John Wayne ni en pintura. Pero bienvenido el humor involuntario y voluntario de Juan Orol. El talento para el melodrama de Ismael Rodríguez, las actuaciones de Joaquín Pardavé, Chachita, La Tuzita y Marilyn Monroe sujetando el vuelo de la falda al pararse encima del respiradero del metro para refrescarse, se lo debo a la televisión.

Antes, mucho tiempo antes de pensar en entrar en una escuela de cine, antes siquiera de saber que existían géneros o subgéneros. Anterior a que el cine se volviera una moda superficial en la que muchos creen poder sustituir la lectura. Previo a escuchar la idiotez y clasificación clasista de cine de arte y cine comercial para validar alguna que otra mierda o despreciar a otras de la misma calidad, yo había entendido a partir de cientos de películas vistas en las mañanas o madrugadas que el cine vale, antes que por su fotografía o por su edición, por su capacidad de enamorarnos con sus historias, por su fuerza narrativa, y esas historias que habían maravillado a muchos en las salas de exhibición, a mí y a mi generación nos maravillaron, irónicamente, en la pantalla chica muchos que igual gozaron de esta educación cinematográfica, despreciaban y llamaban la caja idiota.

Esa cartelera del pasado, llena de grandes historias, directores y actores en sus mejores momentos Sunset Boulevard, Casablanca, El Halcón Maltés, Milagro en Milán las vi antes en la televisión que en el cine, se encontraban a un giro en la perilla de los canales, eran parte de las opciones al oprimir el botón del control remoto cuando este irrumpió en las salas de las casas. Una videoteca pública que de cualquier manera dependía del juicio arbitrario de un invisible programador, pero que a lo largo de la semana enriquecía y creaba una cartelera alternativa para los espectadores, mucho más rica y accesible que la programación de las salas cinematográficas.

Con el paso de los años esta fue una razón más para no sufrir de una mala sala, una mala proyección y las ocurrencias del público que son historias dignas para otro texto. De manera voluntaria o porque a la abuela se le antojaba recordar otras épocas, millones de mexicanos aprendimos a hablar de una época de oro del cine mexicano, sin realmente saber porque se llama así y sin ser críticos de los miles de mediocres melodramas y comedias baratas que se filmaron en esas épocas en las que se consolidó un tiránico sistema sindical que atento contra la creatividad y la sangre nueva durante décadas en la industria cinematográfica de nuestro país.

Para muchos la televisión fue nuestra verdadera escuela de historia del cine, dentro de unos cuarenta años habrá amantes del cine que recuerden como se educaron on demand en las pantallas de sus tabletas o celulares buscando películas clásicas y otras no tanto.

Publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 12 de marzo de 2021

La fotografía es de mi autoría también.

martes, 22 de junio de 2021

Nada como el cine en casa.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

Desde mi infancia entrar al cine era algo extraordinario, más que asistir a un estadio, incluso más catártico que la iglesia para un creyente verdadero. Lo que sucedía al apagarse las luces del recinto e iniciar la proyección del Noticiero Continental y lo que hoy llamamos en nuestro prefecto espanglish trailers y entonces conocíamos más castizamente como cortos o avances, que nos invitaban a regresar, era una experiencia única e irrepetible, aunque se tratara de la misma cinta. Subir las escaleras o esperar la apertura del lobby de la sala era el preámbulo de que algo maravilloso estaba por suceder, comparable únicamente al abrir un libro y permitir que las primeras palabras ejerzan su seducción en el alma. A la entrada de los cines enormes vitrinas llenas de fotografías del rodaje o de escenas de la película que se exhibía o de las próximas en ser exhibidas, eran el presagio del milagro que estaba por suceder.

La oferta de los cines se reducía a los estrenos mexicanos de la época; los churros nacionales y aquel breve momento de gloria en la producción de principios de los setenta cuando dentro del populismo y demagogia; Luis Echeverría y su hermano Rodolfo decidieron hacer del cine nacional otra de sus cajas chicas y mina de oro para productores mediocres o falsos que se aprovecharon del llamado Banco Cinematográfico que prestó dinero a diestra y siniestra y sin garantía alguna, aun así películas como México Reed Insurgente de Paul Leduc, El Profeta Mimí de Pepe Estrada,  El principio de Gonzalo Martínez, Mecánica nacional y Las fuerzas vivas de Luis Alcoriza, El castillo de la pureza dirigida por Arturo Ripstein, fueron las excepciones que permitieron el regreso de los mexicanos a ver su cine y llenar las salas importantes de la capital, mientras los otros, autonombrados directores de cine, huían con el dinero de los mexicanos a cambio de nada.

Fue en salas enormes como arenas de lucha donde vi mis primeras cintas de Muestra Internacional de Cine con mi abuela materna que me llevó a ver El niño salvaje de Francois Truffaut y Derzu Uzala de Akira Kurosawa y tan sólo unos años después mientras estaba en la secundaria compré con los ahorros de mis domingos mi primer pase para una Muestra Internacional de Cine que se veía en los años setenta únicamente en el Cine Roble, que murió en 1985 con el terremoto. Su lugar lo ocupa hoy un recinto donde se llevan a cabo otro tipo de espectáculos menos dignos y más actuados; es la sede de la Cámara de Senadores de la República. En aquellos años después de dos semanas de cintas de todo el mundo, la Muestra terminaba con un blockbuster gringo en otro cine extinto, el Cine Latino, donde vi Encuentros cercanos del tercer tipo de Spielberg y una de mis películas favoritas de todos los tiempos Alien de Ridley Scott.

El cine como sala de exhibición, fue un recinto sagrado, una utopía llena de aventuras, historias desgarradoras y personajes a los que quería parecerme, inspiración para textos e ideas primarias que vaciaba en cuadernos. Pero también era un lugar lleno de personas que iban al cine a decir tonterías y hablar cuando no debían. Una vez fui con mi hermano Gonzalo a ver Vestida para matar de Brian de Palma a unos cines que había en la pequeña plaza que esta sobre Insurgentes sur, frente al Parque Hundido, donde hoy están las oficinas de una empresa de seguridad. Yo había visto la película una semana antes y quería volver a verla. Delante de nosotros en la fila para entrar en la sala, había una pareja de imbéciles que en su charla de enamorados a él se ocurrió revelarle a ella quien era el asesino en la cinta. Mi hermano después de la muy merecida mentada de madre a la pareja no vio la película a gusto.

Claro que había otros problemas; como muchas cosas en México de antaño, la mayoría de las salas de cine pertenecían al gobierno federal que los mantenía en el peor estado posible. La empresa estatal se llamaba COTSA (Compañía Operadora de Teatros).  Siempre había a la entrada un burócrata de traje caqui o verde luido y lentes de vidrio verde al estilo el máximo líder sindical del país; Fidel Velázquez, que sin inmutarse recogía los boletos.

Las palomitas no se hacían en la dulcería, llegaban al cine en enormes bolsas de plástico, amarillas, secas y sospechosamente inodoras, se vaciaban en vitrinas con el eterno foco de tungsteno de 100 watts para calentarlas. Copas de plástico con una porción que hoy consideraríamos raquítica de helado napolitano y las cajitas de Pon pon’s de Sanborn’s. Las butacas tenían una separación entre una y otra menor a los 15 cm. lo que por un lado ayudaba a tener esa rodilla del que se sentaba atrás de uno como parte integrado del respaldo y la rodilla propia como parte del respaldo del que tenía uno enfrente, era una arquitectura muy humana. Por otro esa separación impedía a las personas de cierta altura sentarse a la mitad de la fila a menos de que fuera en la primera línea de butacas. Durante décadas me ví obligado a sentarme en el asiento junto al pasillo para poder sentarme en diagonal y no lastimarme las rodillas. Lo mejor era entrar con las luces apagadas porque así no te enterabas que era aquel revestimiento pegajoso que era común a la mayoría de las salas de cine y lo peor fue que con los años comenzaron a aparecer un gran número de gatos en ciertas salas de COTSA y aun así el gobierno lanzó una campaña de publicidad con la llegada de las primeras video caseteras que decía el cine se ve bien en el cine o una tarugada similar. La única ventaja era que ciertos cines tenían Permanencia Voluntaria, lo que significaba que una vez pagado el boleto podías quedarte en el cine todo el día, a veces este tipo de cines tenían doble función por lo que vías dos películas por el precio de una.  



El cine dejó de ser una experiencia agradable conforme pasaron los años; nunca faltaban los que utilizaban la sala para platicar sobre otros asuntos, lo que iban tratando de adivinar la trama en voz alta y si su pronóstico se volvía realidad lo celebraban como quien corea un gol. Los que masticaban su gaznate con la boca abierta haciendo un ruido que opacaba los efectos especiales de la cinta, el que te clavaba las rodillas en el respaldo del asiento. Estos males con el tiempo y la llegada de las video caseteras, dvd, blurays y las recientes plataformas sólo han logrado vulgarizar la experiencia de acudir a la sala a su máxima expresión, hoy la gente piensa que puede entrar al cine para comportarse de la misma forma que lo hace en la sala de su casa y no porque haya sido el espectador modelo en mi vida, cometí muchas impertinencias sentado o intentando sentarme antes de iniciar la cinta. Pero cuando las luces se apagan uno se calla y deja que la magia suceda. De la misma manera creer que la sala de cine es la extensión natural de la sección de comida rápida del centro comercial ha transformado el cine en una experiencia aromática que no necesariamente es la más deseada y apetitosa. A lo mejor si en las zonas de venta de alimentos se incluyeran garnachas y tacos al pastor la sala sería más atractiva.

La llegada de los celulares y los millenials sólo han empeorado esa experiencia antes maravillosa. Afortunadamente ahora hay funciones en las mañanas entre semana que nos permiten ir al cine y tener a pocos o ningún otro ser humano en la sala.

Lo que la pandemia nos ha enseñado, yo lo he sabido y practicado por más de veinte años; no es necesario, ni imprescindible ir al cine hoy tenemos muchas opciones para ver las películas, documentales y cortos, a la hora, en el momento y el día que se me de la gana o tenga el tiempo para hacerlo, pero lo más importante sin que el prójimo nos joda la experiencia. Hoy que Cinemex anuncia cierre de salas, lo único triste es que nunca se hayan dado cuenta de lo que estaba sucediendo a diferencia de Cinépolis que desde hace años ya tiene la opción de Cinépolis Click.

 En los setenta y ochenta no existían opciones para ver películas de viejas o de un par de meses atrás si hay no en la cartelera. Pero eso será tema de otro texto sobre mi educación cinematográfica.


Este texto fue publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 26 de febrero de 2021 

Las fotografías son de mi autoría también. 

martes, 15 de junio de 2021

King Kong

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez


En avenida Universidad y avenida Coyoacán, donde hoy existe un centro comercial y unas torres de oficinas y apartamentos enormes, en la década de los sesenta ese enorme terreno pertenecía a uno de los dos auto cinemas que existían en la zona metropolitana de la Ciudad de México. El otro se encontraba en la muy lejana Ciudad Satélite. Siempre eran funciones dobles y por lo general se exhibían cintas que no eran estrenos. Algunos fines de semana mi padre nos subía al coche y nos llevaba a ver películas al auto cinema, ir era una excursión para mis hermanos y para mí que empijamados, con cobijas y almohadas nos íbamos al cine, conscientes de que la segunda película sin duda la íbamos a dormir.   

Fue en el auto cinema de Coyoacán donde de niño vi por primera vez King Kong, la película original de 1933 en blanco y negro y con animación stop motion. La lucha de King Kong con el tiranosaurio y la secuencia del gran simio trepando por el Empire State, así como su inútil defensa de los aviones guerra que terminan por provocar su muerte quedaron marcadas en mi mente para siempre. La cinta a pesar de tener más de treinta años de existir en esos años, seguía impactando a las jóvenes audiencias que la veíamos por primera vez. Sí la vemos hoy, no queda si no reconocer la gran calidad de los efectos de la cinta y la maravillosa técnica con la que fue hecha. Kong es un monstruo entrañable, un ser con poder sobrehumano, de tamaño extraordinario, incapaz de destruir por destruir, un ser que sucumbe a una rubia que lo deslumbra y víctima de la destructividad natural de los seres humanos. Años después me enteré que la cinta había sido censurada porque King Kong se comía a los nativos de la Isla Calavera y eso pareció demasiado escandaloso en su momento o tal vez los productores decidieron que esas escenas podían afectar en la empatía del público con el simio.

King Kong fue durante muchos años una de mis películas favoritas; una aventura de exploración en un mundo perdido y desconocido que daba como resultado el descubrir especies nuevas y otras que se pensaban extintas, era una película atractiva para cualquier niño. Y sin duda el monstruo preferido de mi infancia fue King Kong. Sin VHS, DVD’s o Netflix en aquellos días volver a ver una película era un evento azaroso. La segunda vez vi la película fue en la pantalla de la sala de mi casa en un ciclo de King Kong que pasó en algún momento de finales de los sesenta o principios de setentas en Canal 11. Lo emocionante aquella vez fue descubrir que King Kong tenía una secuela, El hijo de King Kong que se filmó y se estrenó el mismo año que el clásico. Es la única vez que la he visto, lo que recuerdo de la cinta es que el hijo de King Kong es un pequeño gorila blanco, claro que pequeño en escala de King Kong es de varios seres humanos de altura. Unos años después recordé al simio blanco de la cinta cuando en una revista descubrí a Copito de nieve, el famoso gorila blanco del zoológico de Barcelona, también recuerdo el  final de la cinta; el vástago de King Kong atrapado se hunde en la inmensidad del Oceáno Pacífico junto con la Isla Calavera.

En 1962 Ishiro Honda, el creador de Godzila, el otro monstruo mítico del cine, decidió enfrentar a su creación con el gigantesco simio en la cinta King Kong vs Godzila. Una película que no le hace honor a ninguno de los dos y donde se demuestra la superioridad en presupuestos y calidad de los efectos especiales de la película estadounidense contra a las grotescas botargas que tanto gustaban a Honda y que se impusieron en el cine y programas de televisión japoneses de superhéroes extraterrestres y eran el recurso en una economía que se recuperaba de la guerra y que estaba más cercana de las películas nacionales como las de Piporro y los extraterrestres. Honda realizó otra película sobre King Kong que no conozco y que se llama King Kong Escapes.

El primer remake en forma de King Kong lo produjo en 1976 el italiano Dino de Laurentis, en los días de la fiebre por los desastres de la modernidad en la pantalla; Infierno en la Torre, La aventura del Poseidón y Terremoto entre otras y los nuevos monstruos como el tiburón de Spielberg. La saturación de los colores muy setentera, espectacularidad sonora y de los efectos se anteponen a la historia y el King Kong se pierde en la noche de los tiempos. A mi gusto el remake carece de la belleza de la cinta original, lo único atractivo de la cinta de 1976, era para mí, como adolescente hormonal, la presencia de la bellísima Jessica Lange en lo que fue su debut en el cine y como King Kong deslumbrado por la talentosísima rubia, como lo demostró con el tiempo, me hubiera tirado desde las torres gemelas. Ese es uno de los cambios con los que se actualizaba la cinta y mostraba lo moderno de Nueva York. En el siglo XXI y contra lo que uno hubiera esperado el Empire State esta en pie, no así las torres gemelas que fueron icónicas en otras cintas como Escape de Nueva York de John Carpenter. La fiebre de los setentas por King Kong derivó en la creación de canciones de disco y soul y terminó en un video juego ochentero.





Después en 2005 el director Peter Jackson filmó su remake del clásico que resultó en una sosa copia al carbón de la película original sin chiste alguno. Ni siquiera comparable a la espectacular arrogancia de la de 1976. Hace unos días vi Kong y la Isla Calavera, más por el aburrimiento que por un verdadero interés de ver la cinta de Jordan Vogt-Roberts de 2017 y me llevé una grata sorpresa, la historia da un giro diferente y el personaje de Samuel L. Jackson es extraordinario, me gusto la confrontación entre la naturaleza salvaje con la del desalmado ser humano que se vuelve el centro de la cinta. La subliminal atracción entre la bella y la bestia es muy interesante. La inclusión de esos programas secretos del gobierno estadounidense que son tan populares y dan pie a buena parte de la incredulidad por lo oficial de los jóvenes. Otro de los grandes logros a mi gusto es el situar la historia en el lugar neutro, para muchos, de la historia, ni la lejanía de los años 30, ni un intento por situarlo en 2017, sino en los finales de la guerra de Vietnam en un ambiente neutro de tecnología e historia para generaciones que se creen que hace cincuenta años la humanidad estaba saliendo de la prehistoria, pero a diferencia de nosotros los que ya vivíamos en esos años, creen en la tierra plana y los reptilianos.  


publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 9 de febrero de 2021

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lunes, 31 de mayo de 2021

El Metro



Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

El Metro de la Ciudad de México fue inaugurado el 4 de septiembre de 1969 por el entonces presidente Gustavos Díaz Ordaz así lo dice la placa oficial que esta en la estación de la glorieta de Insurgentes.

Los capitalinos sentíamos que ya formábamos parte del primer mundo, algo que dos años después comenzaría a desaparecer cuando la demagogia de melodrama de cuarta creó el tercer mundo para instalar a nuestro país desde la presidencia como el paladín de los pobres.

Para una gran parte de los mexicanos el Metro comenzó a representar la única opción para trasladarse a sus lugares de trabajo y con el tiempo, la ampliación de líneas y de estaciones un verdadero ahorro de dinero y sobre todo de tiempo.

Pero en un principio el Metro también fue una novedad que provocó el turismo chilango. En lugar de un museo había que ir a conocer al Metro y subirse en él, como quien se sube a una diversión en la feria de Chapultepec. Así conocí junto con mis hermanos el Metro ese mismo año. En realidad, debo aclarar que sólo recorrimos unas cuantas estaciones de la Línea 1 del transporte subterráneo de la Ciudad de México.

Mi madre, la mujer que ayudaba en la casa y tres de mis hermanos tomamos un taxi que nos llevó de la Colonia Nápoles a la estación del Metro Chapultepec. La curiosidad de mi madre quedó satisfecha y para nosotros fue una verdadera aventura viajar por un túnel que atravesaba parte de la ciudad, lo que lo hacía mucho más emocionante al trenecito de cualquier parque de diversiones. El brillante color anaranjado de los convoyes. El sencillo, claro y llamativo diseño para marcar cada estación y que años después aprendí que venía de la mente de un brillante diseñador gráfico Lance Wyman que también diseñó la iconografía para los Juegos Olímpicos de 1968, así como para varias empresas nacionales como La Moderna, la fábrica de pastas, el hotel Camino Real y el extinto supermercado De Todo, entre otras. El Metro era un presagio del gran futuro que esperaba a México.

Mis recuerdos se reducen al relumbrante tren anaranjado, que en su interior estaba impecablemente limpio con los asientos forrados en un plástico azul enfrentaba a los pasajeros y su luz artificial, que permitía adivinar la superficie de concreto del enorme e infinito túnel que encapsulaba al convoy entre estaciones. En aquella ocasión nos limitamos a sentarnos recorrer un tramo, salir del vagón cruzar para llegar al andén del tren que iba en sentido opuesto para regresar a Chapultepec y de ahí un taxi a la casa. Claro que la visita al nuevo medio de transporte colectivo no se repitió y quedó como la anécdota de quien va hoy a visitar una el lobby del edificio Manacar para ver el mural de Carlos Mérida que fue el telón del enorme cine que alguna vez estuvo en esa esquina de Insurgentes y Río Mixcoac, o a la vaca de cinco patas y tres ojos que alguna vez hubo en el zoológico de Chapultepec.

No volví a subirme al Metro hasta la preparatoria para ir a hacer un trabajo al Centro Histórico de la Ciudad. En esos años, finales de la década de los setenta, la necesidad de utilizar el transporte me llevó junto con un grupo de amigos en aventura, recorríamos estaciones de las diferentes líneas existentes en el momento por el simple placer de moverse en metro, salir en los extremos de las líneas y descubrir partes desconocidas de la ciudad. Así por primera vez la horrible arquitectura de la Terminal de Autobuses del Poniente en la estación Observatorio, la entonces ordenada de la estación Taxqueña. No llegamos ni a Pantitlán, ni a Cuatro Caminos, pero con el tiempo y la necesidad de ir al centro visite muchas en esos años. Vi los restos el resto de pirámide en Pino Suarez y la circular estación que es la glorieta de los Insurgentes. Los pasillos llenos de tiendas de comida en los enormes y amplios pasillos que hoy son franquicias en buena parte, pero durante las primeras décadas eran similares a puestos ambulantes de la calle con enormes pilas de tortas y otros alimentos para ser consumidos por los millones de personas que a diario se transportan en el Metro, y a pesar de ello hasta la llegada de los gobiernos de Izquierda a la ciudad que han tenido logros en otras aéreas, sin duda, el Metro era un transporte limpio.

El gran Chava Flores le compuso una de sus satíricas composiciones. Y años después Rockdrigo perdió al amor de su vida en la estación Balderas. Los boletos del Metro son objetos coleccionables y en los tianguis siempre hay alguien que vende diferentes ediciones, sobre todo desde que los miembros de la izquierda decidieron hacer un gran negocio personal con ellos imprimiendo diferentes versiones de manera frecuente, como sí se tratara de un vigésimo de la Lotería Nacional. El Metro ha sobrevivido a los terremotos de 1985 y 2017.

Las diferentes líneas servían no sólo a los nacionales, si no a turistas que se trasladaban de manera segura con sus backpacks, enormes mochilas de viajeros y cinturoneras sin peligro alguno. Durante los ochenta los únicos vagoneros, eran los que boteaban para mantener la huelga de Pato Pascual. El primer gran accidente del metro sucedió en 1975 cuando un tren de la línea dos, impactó con otro en la estación Viaducto. El segundo el año pasado en la estación Tacubaya. El primero fue motivo de una gran cobertura por televisión. El segundo se intentó minimizar por la misma administración del Servicio de Transporte Colectivo Metro que minimiza el incendio en el edificio central y que obligó a parar algunas líneas por varios días y de la importantísima Linea 1 por más de tres semanas.

La caída y deterioro del Metro y sus estaciones; escaleras que se desploman, escaleras eléctricas siempre siendo reparadas, pésima logística en el tránsito de los trenes, basura sobre la basura en los vagones, pintas y vandalismo, vagoneros atacando a pasajeros, puestos de ambulante en los andenes, conductores de los convoyes ebrios, todos han sido logros de la izquierda gobernando la ciudad en prejuicio, contradictoriamente, de las mayorías que necesitan transportarse a diario y cruzar la enorme ciudad. El reciente incendio y parón por tres semanas del transporte vital de esta enorme metrópoli y el desinterés de las autoridades, así como las pobres excusas de la persona encargada de la red nos demuestra que lo que menos importa a esta administración es la gente. La gente que votó por ellos.

publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 31 de enero de 2021 

La fotografía es de mi autoría también.

viernes, 28 de mayo de 2021

Duda

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Armando Enríquez Vázquez

En los años setenta cualquier puesto de periódicos era nuestra muy reducida y parcial pantalla del mundo, a diferencia de la televisión o la radio un puesto de periódicos estaba lleno de información. Más allá de los diarios de circulación nacional con sus portadas aun en blanco y negro con la información que les permitía el gobierno del PRI, o la edición en sepia característica del diario; Esto! Estaba la siempre atractiva nota más allá de lo roja en el tabloide legendario: Alarma! Revistas y pasquines con diferentes temáticas. Los fascículos semanales que tras comprar el nuevo número cada ocho días a lo largo de 453 semanas te permitía tener una enciclopedia temática, Comics y otras revistas infantiles entre los que recuerdo a Lorenzo y Pepita, El pato Donald, Joyas de la Mitología y las muy futboleras Borjita y Pirulete que firmaba Carlos Reinoso. Pero la más llamativa y de la que fuimos asiduos lectores mi hermano Gonzalo y yo fue Duda.

Duda era una revista cuyo contenido se dividía en dos; información de lo sobrenatural a manera de notas en formato de diario o semanario y una parte central a manera de dossier, con un comic que contaba una historia acerca de fenómenos paranormales, casos OVNI y de extraterrestres, así como a lo que hoy conocemos como teorías de conspiración.

Fue en las páginas de la revista que bajo la enorme palabra Duda en la portada aclaraba: Lo increíble es la verdad, donde a mis conocimientos geográficos sobre La Tierra añadí el de que el planeta era hueco; se podía acceder al interior por los polos, en especial por el Polo Norte y además había una civilización que habitaba el interior del planeta muy probablemente de origen extraterrestre. Los creyentes de esta teoría aún existen, pero se contraponen con aquellos que desde el inicio de la humanidad aseguran que la tierra es plana y tienen incluso una sociedad al respecto o aquellos que se extinguieron antes de poder probar que la tierra era el caparazón de una enorme tortuga.

También leí por primera vez acerca de cómo los platillos voladores habían decidido mostrarse de manera muy descarada después de la II Guerra Mundial y de cómo raptaban a la hija del granjero y otros seres humanos para experimentar en ellos cosas innombrables que después se llamarían perversiones y hoy, utilizar juguetes sexuales. Del maya que volaba naves espaciales, de los extraños gigantes de la Isla de Pascua que miran hacía el infinito y más allá. Las bases espaciales submarinas y los atlantes de Tula con sus armas a la cintura como cowboys de historieta de Druillet.





Para mí las historias de fantasmas, posesos y cosas por el estilo nunca me han atraído demasiado a diferencia de aquellas que nos prometen encontrarnos con seres de otros mundos o con la capacidad de viajar en el tiempo.

Roswell no era todavía un tema tan relevante como lo es hoy y se hablaba más de casos en las carreteras argentinas o rurales del centro de Estados Unidos. En un pequeño libro que la misma Editorial Posada, responsable de Duda, editó como parte de unos Especiales de Duda conocí por primera vez la historia del Mothman, claro que no era ni la mitad de lo que es hoy el mito de esta criatura y el dibujo que ilustraba el texto era de un ser que podría habitar en El jardín de las delicias de El Bosco. Los extraterrestres no eran ese lugar común del pequeño humanoide con ojos almendrados totalmente negros.

Erich von Däniken aparecía en las páginas de Duda, así como du compatriota el fantoche Billy Meier. Los seres de otro mundo viajaban entonces más por La Tierra que los seres humanos en sus aviones.

El Hombre viajaba a la Luna en las diferentes misiones Apolo, en la televisión veíamos muchas caricaturas y programas con temática espacial y todo aquello que sonara a estrellas y seres inteligentes o agresivos de otros mundos resultaba muy atractivo para todos los niños y jóvenes.

Vivíamos pensando que para el entonces lejano año dos mil todos viviríamos, o al menos tendríamos la posibilidad de constantemente viajar más allá de la atmosfera terrestre. A mundos que el ser humano conquistaría y disfrutaría a sus anchas.

Eran también los años en que Pedro Ferriz Santacruz conducía su programa Un mundo nos vigila que era difícil de ver porque pasaba a horas en las que debíamos estar preparándonos para dormir por un lado y por otro porque mi padre siempre dijo que esas eran tonterías y cosas para zafios, Ferriz era burla en su propia casa de trabajo, pues Los Polivoces en su programa de televisión lo satirizaban. Aun así, Ferriz Santacruz fue el antecesor del poco serio Jaime Maussan y su programa lleno de mezquinos infomerciales. Un mundo nos vigila se produjo en diferentes etapas y empresas y las ultimas emisiones son de la primera década de este siglo. Muchos lustros pasaron desde aquellos días de mi infancia y tuve el honor de conocer y producir una entrevista con Ferriz Santacruz, también pionero de la radio y televisión en nuestro país. Descubrí entonces a un hombre culto, con grandes conocimientos científicos y un sentido del humor que era el de su generación limpio y simplón. Ferriz Santacruz era un creyente, que no un fanático, de esas civilizaciones alienígenas que supuestamente de visitan nuestro planeta. Conoció e hizo amistad con personajes tan importantes dentro de la ufología como Allen Hynek, a quien mucho conocimos gracias a su aparición en la cinta de Steven Spielberg Encuentros cercanos del tercer tipo.

En aquellas paginas de papel económico de la revista, que no llegaba a ser papel revolución, no sólo sucumbí durante horas a la lectura de sus textos e historias, sino que alimenté mi imaginación y me hice de historias para contar y asustar a mis hermanos menores, para asustarme a mi mismo y para ganar siempre la mirada reprobatoria de mi padre cuando me oía hablar o preguntarle sobre los seres que desde otros mundos observaban y asediaban a La Tierra.

A veces cuando no estoy en la ciudad y el cielo no es opacado por el brillo de los leds o del vapor de sodio de las calles y los rascacielos, miro el firmamento y me imagino en la portada de un viejo Duda que habla de la llegada de los extraterrestres a una casa de campo para crear el picnic de la historia final de Crónicas marcianas, pero en La Tierra. 

publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 21 de enero de 2021

imagen es de mi autoría