lunes, 24 de abril de 2017

Porque ya no voy al cine.



Más allá de las cuestiones dramáticas, hace mucho que decidí ir al cine lo menos posible. Por un lado, el exceso de remakes y melodramas de cuarta disfrazados de cine arte, mientras que por otro la exagerada cantidad de superhéroes crean una oferta cada día menos tentadora.
 Sin embargo, más allá de esas cuestiones temáticas, como decía, existen razones de peso, que se han ido acumulando con el paso de los años para evitarme la molestia de ir al cine. Debo confesar que la idea no es nueva en mí. La percepción de la importancia de no ir al cine empezó a mediados de los años ochenta cuando la mayoría de las salas de cine en México, eran operadas por COTSA (Compañía Operadora de Teatros) un organismo del gobierno federal. A mediados de esa década las audiencias comenzaron a abandonar las salas de cine por muchas razones; pésimas butacas, diseñadas para personas que midieran menos de un metro cuarenta de altura. La gente con una altura mayor se veía atrapada entre asientos de la fila de enfrente que laceraban las rodillas pues la altura de la butacas era menor a la de los hombros de su ocupante y la rigidez del respaldo de la butaca en la uno estaba sentado, por lo que en mi caso prefería sentarme en los asientos pegados a los pasillos y así extender las piernas en diagonal, lo cual llevaba el peligro de hacer tropezar a alguien que entrara a la sala una vez iniciada la función y tener que enfrentar algún tipo de reclamo que podía terminar en bronca o peor aun terminar con el pantalón lleno de algún refresco dulzón y pegajoso, recubierto de palomitas.  La proyección dejaba mucho que desear y en más de una ocasión el proyeccionista conocido por el espectador mexicano como “Cácaro”, olvidaba cambiar de rollo y dejaba por minutos a la sala en la oscuridad mientras las mentadas de madre aumentaban. Una vez en un dizque cine cultural del Sur de la Ciudad, el “Cácaro”, tuvo  la creativa idea, por no llamarla descuido o pachecada de intercambiar los rollos de la película como le dio la gana creando gran confusión entre los espectadores que vimos una película totalmente diferente al resto del mundo.
Las palomitas eran infames; secas, de color amarillo, algunas veces hasta rancias, y no se hacían en la dulcería del cine. Llegaban en sospechosas y enormes bolsas de plástico a la dulcería, donde un dependiente se dedicaba a vaciarlas en una vitrina que funcionaba bajo el mismo principio que lo hacen muchos puestos callejeros de carnitas donde la fuente de calor, sí es que había alguna, era un foco de sesenta watts. Te las daban en una pequeña bolsa de papel y ese era el único tamaño posible. El servicio era nulo y todos los cines sin importar la zona de la ciudad en la que se encontrara parecían oficinas de la Secretaria de la Reforma Agraria, operados y atendidos por maestros del SNTE y de la CNTE. Pero estábamos acostumbrados a una mediocre exhibición en mediocres cines del Estado, con estrenos que llegaban con meses de retraso en el mejor de los casos y que pasaban por la censura. Hasta las salas privadas como las de Organización Ramírez, que controlaban algunas salas; el Cine Agustín Lara, entre los que recuerdo, en Patriotismo o los infames Choricinemas de Plaza Universidad, famosos por vender siempre más boletos que asientos tenían las salas, así como por ser uno de los primeros complejos con varias salas diminutas en el espacio que anteriormente servía para un solo cine, o las salas de Gustavo Alatriste que tenían nombres de cineastas y exhibían un poco de softporno, otro de autores de culto y otro tanto de underground. La más de las veces, todo cabía en una sola película, En cuanto al servicio eran iguales y a veces hasta peores. Muchos de los espectadores hacían honor a las películas que se exhibían por eternidades; entre indigentes y obsesos por ver desnudos en las pantallas.
A mediados de los años ochenta los amantes del cine comenzaron a abandonar las salas de cine, se culpaba a la inseguridad, a lo vacío que estaban muchos de los cines que parecían estadios, pero nadie se atrevía a decir la verdad, porque tenía un gusto a placer culposo; las videocaseteras comenzaban a ganar terreno al cine y frente a una mala exhibición en una sala incomoda estaban los primeros sistemas de audio estéreo para televisiones y la videocasetera que tenía un botón de pausa que le permitía pararse a preparar palomitas en el también novedoso, en ese entonces, horno de microondas, ir al baño y hasta se podía con otro botón regresar las secuencias más candentes de la película y ponerle pausa para verle los senos a su actriz favorita. Las salas de cine comenzaron a vaciarse, y en lugar de espectadores muchas de las salas comenzaron a llenarse sospechosamente de gatos. Llegué a estar en salas que tenían más felinos que seres humanos. Esto trajo otra consecuencia poco atractiva, los cines olían a orines de gato y a veces a orines humanos combinados.
En 1988, viví durante unos meses en la Xalapa, Veracruz, donde no solo descubrí que los cines de COTSA sufrían también abandono, sino que los cines en provincia eran el refugio perfecto para burócratas veracruzanos que se iban de “pinta de su trabajo” y dormían a pierna suelta en las incomodas butacas y además nadie objetaba el que se fumara dentro de la sala o se bebiera. Una vez pagado el boleto uno era libre de hacer lo que quisiera.
Cuando finalmente el Estado descentralizador de Salinas decidió que los cines eran un muy mal negocio y los vendió, el daño estaba hecho. Con el tiempo surgieron los Cinemex, Cinemark, Cinepolis; al parecer la modernidad finalmente había llegado a la exhibición de películas en nuestro país, buenas copias, audios que cada día son programados para engendrar generaciones de seres humanos sordos, palomitas hechas en la antesala, en envases gigantescos rebosantes de mantequilla, caramelo, chamoy y tan caras que equivalen a una comida corrida en las calles de nuestra ciudad. Refrescos en cubeta para ser un obeso del primer mundo sin la molestia de tener pasaporte, hot dogs, nachos y últimamente placeres alimenticios que parecen sibaritas, pero en realidad son sólo otra manera de llamar a una torta de jamón y queso. En el camino a la modernidad se perdieron los gaznates y los pistaches.
Pero más allá de los gustos alimenticios cuando la gente regresó a las salas de cine, creyó y sigue en el malentendido de estar en la sala de su casa. Existen nuevos y muy creativos espectadores; el que lee el titulo y los créditos de la película en voz alta. El que lleva a sus hijos a películas en inglés cuando los niños no saben leer aun y no lee los subtítulos a todos a su alrededor.  El que platica toda la película, el que a gritos anticipa lo que el cree que va a suceder, los novios que se pelearon antes de entrar a la sala y tratan de reconciliarse dentro de ella, para poder ir a cenar o a tener sexo de reconciliación después de la película. Las ancianas que no dejan de hablar de los buenos actores que había hace 40 años. Incluso alguna vez me tocó que antes de la función al subir el telón para dar paso a los cortos apareciera una declaración de amor y un adolescente llenara de flores, palomitas y refrescos a una muchachita con la que extasiado sudó la palma de su mano durante toda la función. Además de retrasar el inicio de la cinta por más de 20 minutos.
Alguna vez pensé que refugiarse en las funciones matutinas era un gran remedio para evitar a los espectadores de cine, pero ya ni eso resulta.  Las salas están llenas de pubertos de pinta o de cuarentonas y cincuentonas de regreso de su terapia. Todas quieren ver películas de Woody Allen o Bergman como sucedáneo de café y magdalenas, pero terminan viendo Los Vengadores, o un chick flick rodeadas de las amigas de sus hijas y llorando e ilusionándose como ellas.
En fin, las únicas emociones que quedan en los cines ya no tienen nada que ver con una experiencia estética, sino con el evitar ser baleado mientras ve un anuncio de que bella es la vida.

Armando Enríquez Vázquez

Una primera versión de este texto apareció en el portal palabrasmalditas.net
imagen: otroblog,blogspot.com

lunes, 17 de abril de 2017

Semana Santa en la Apenas Veracruzana.



A finales de la década de los ochenta viví una temporada en Xalapa, Veracruz.  Así con X es la ortografía correcta de la capital veracruzana. En aquellos días Xalapa era una ciudad tranquila que fuera del centro y ciertas zonas como las cercanas a la calle de Xalapeños Ilustres o el puente de Xalitic con sus lavaderos, el parque de Los Berros, que en aquellos años mostraba un letrero que decía algo así como: Demuestre su educación. No tire basura. Sí no sabe leer pida que se lo lean, se limitaba, como sucede en muchas otras ciudades de provincia, a parecer una versión tropicalizada de Lindavista.
En el centro estaba o está el café de La Parroquia. El cual tenía una vida muy particular, a las diez de la mañana comenzaban a llegar los xalapeños a tomar café e iniciar la tertulia, poco a poco el café se iba llenando de comensales, hasta llegar a su máxima capacidad, alrededor de las doce del día. Conforme iba acercándose la hora de la comida los contertulios comenzaban a desaparecer dejando las mesas, para turistas, que jamás llenaban el café de la misma manera. Una vez, pasadas a hora de la comida y de la siesta, el lugar comenzaba a llenarse una vez más de los mismos parroquianos de la mañana que retomaban la conversación de la mañana y que era invariable en los temas a saber, hasta que las primeras horas de la noche y la merienda en casa los obligaban a levantarse de sus sillas para emprender el regreso. Así, todos los días.
Esta rutina convertía a meseros y parroquianos en conocidos, cómplices y camaradas, las bromas podían correr de una mesa a otra a través de la boca y la confabulación de meseros y clientes que creían conocerse a partir del trato diario, sin realmente conocerse, ni intentar profundizar en esa relación.
Esto era todos los días, todas las semanas, durante los meses que viví en Xalapa, a la que muchos querían presumir como la Atenas veracruzana, cuando en realidad era la Apenas Veracruzana donde un godinez, en esa época no existía el término con el que hoy se denomina a los oficinistas, de la burocracia priístas anunciaba por la radio a la sinfónica ejecutando La quinta sinfonía número cinco de Beethoven.
Xalapa estaba, como me imagino que seguirá, habitada principalmente, por políticos y grillos de poca monta y muy dañinos, músicos y actores y otros miembros de la llamada comunidad cultural veracruzana.
El gran Juan Vicente Melo vivía sus días en el Puerto de Veracruz, lejos de esas leyendas e historias que lo pintaban depositando su cheque de la Universidad Veracruzana en la barra de la Cantina México frente a la plaza de la catedral mocha de Xalapa.
Luis Herrera de la Fuente también había ya cedido la batuta de la Sinfónica de Xalapa, que en esos años dirigía José Guadalupe Flores y Xalapa dormida en sus laureles de autocomplacencia languidecía en sueño nostálgico del que parece no haber despertado.
Al llegar la Semana Santa, los xalapeños corrieron a resguardarse en sus casas, a recrear las tertulias de La Parroquía en los porches de su casa, cambalacheando el café por ron u otro aguardiente como el legendario Verde de Xico, que se debe beber en cantidades discretas, pues los veracruzanos y sobre todo los xiqueños aseguran que es una bebida alucinógena que entre sus misteriosos ingredientes que le dan un hermoso y brillante color verde se encuentra la marihuana.
Y los restaurantes comenzaron a llenarse de una horda de turistas que pasan por la ciudad en su camino a las playas del Golfo de México que son cercanas a las ciudades de México y de Puebla. Jueves y viernes santo, sábado de Gloria y domingo de Resurrección, fueron los días más caóticos que recuerdo de mi estancia en la capital veracruzana.
Empezando con el tráfico de automóviles que sobre todo jueves, viernes, sábado y domingo santos se incrementaron de manera que en aquellas estrechas calles y mal llamadas avenidas de suben y bajan por la geografía de la ciudad era imposible moverse, siquiera a pie.
El calor aumentaba por la cantidad de escapes que dejaban salir su monóxido de carbono y la Atenas Veracruzana, se había convertido en la Nueva Delhi de por acá.
Sin embargo, el cambio más radical se dio en el café de todos los días. Los cordiales meseros de La Parroquia, de pronto ignoraban a los pocos habituales en favor de los desconocidos turistas, uno era de la casa y podía esperar todo lo que fuera necesario. Dos horas para un lechero, parecía normal y tres para unas entomatadas era lo que el parroquiano de todo el año tenía que esperar como pago a su diario consumo.
Los meseros ya no eran conocidos y de pronto en jueves y viernes santo se convirtieron en una especie de los mismos desconocidos de siempre, con la excepción que de pronto sonreían y parecían decir, un momento no es mi culpa. Con ese descaro que produce la confianza, esa misma que da asco.
Finalizada la Semana Santa todo volvió a la normalidad, los meseros sonrientes y bromistas nos recibían a los parroquianos de todos los días como si lo sucedido en apenas unos días antes formara parte de una historia indecente de esas que nadie en la familia quiere o puede recordar.

Armando Enríquez Vázquez

lunes, 10 de abril de 2017

Eso que conocemos como El Pedregal.




Allá en los años setenta del siglo pasado El Pedregal era sinónimo de enormes casas, con jardines con piedra de lava, ocasionales tarántulas, lagartijas, ardillas, tlacuaches, cacomixtles y algunas serpientes eran los sobrevivientes de lo que un siglo antes se consideraba una de las zonas más peligrosas alrededor de la Ciudad de México. Era el lugar donde un vivía un amigo de la escuela y se conseguían buenos dulces de fayuca en Halloween, o dinero en efectivo, y en cuyo jardín se armaban las mejores guerras a pedradas de lava, escondiéndose entre las formaciones que artísticamente se habían conservado en el patio trasero de las casas para darles ese tono de casual elegancia en un entorno natural y salvaje.
El involuntario culpable de la destrucción de uno de los ecosistemas más singulares de lo que es hoy la Ciudad de México y que, en su momento, fue considerado un páramo a atravesar en camino a San Agustín de las Cuevas, hoy Tlalpan, fue Diego Rivera, quien con una visión muy estética publicó en 1945 Requisitos para la organización de El Pedregal. Este texto que promovía el respeto a las rocas de magma y a algunos animales que habitaban la zona, el panfleto llamó la atención de los arquitectos, empezando con el famoso Luis Barragán. Como respuesta el arquitecto diseñó el fraccionamiento Jardines del Pedregal de San Ángel. Pero no sólo el enorme fraccionamiento de casas funcionalistas para ricos mexicanos cupo en el indómito terreno; en 1943, un par de años antes del texto de Diego Rivera, se había elegido al Pedregal para albergar el campus de la Universidad Nacional Autónoma de México, que ya no cabía en el centro de la Ciudad y que desde su inauguración en 1954 se ha convertido en la identidad de nuestra máxima casa de estudios. Otro artista que colaboró con la destrucción del Pedregal en nombre de la urbanización y colaboró con Barragán fue Gerardo Murillo el famoso Dr. Atl, que en 1943 había pintado un paisaje de El Pedregal.    
En el siglo XIX, Madame Calderón de la Barca dedicó en sus cartas que más tarde se convirtieron en el libro La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, unas cuantas líneas a ese hostil paraje llamado El Pedregal: Es cosa singular que mientras San Agustín se halla situado en medio de una de las regiones más fértiles y productivas del Valle, una gran franja de lava, yerma y desolada, que llaman el Pedregal, se encuentra en los mismos aledaños del pueblo, limitada por graciosos árboles del Perú y plateados álamos que enmarcan una pequeña iglesia. Cubre esta faja todo el terreno a lo largo de San Agustín, hasta alcanzar las faldas de los montes del Ajusco que se encuentra a las espaldas del pueblo. El contraste con la belleza de la arboleda y de los jardines circunvecinos, es de un extraño efecto; diríase que al lugar le echaron la maldición después de haber sido teatro de un crimen. (1)



El Pedregal no tiene su origen en ninguna maldición, es el resultado de la erupción hacía el año 300 después de cristo del volcán Xitle cercano al Ajusco. La erupción del Xitle no sólo dio origen al Pedregal, sino que terminó con la floreciente cultura de Cuicuilco. En la lateral del Periférico al cruce con Avenida de los Insurgentes y con dirección a Cuemanco, se encuentran los restos de una de las pirámides de esta cultura, otras pirámides y restos de edificios de esta antigua cultura se encuentran al interior de la unidad habitacional de Villa Olímpica, el Bosque de Tlalpan y en el parque de Peña Pobre. El escurrimiento de lava del Xitle llegó hasta lo que hoy conocemos como Coyoacán, donde grandes paredes de lava existen, como evidencia de la fuerza de la erupción, en el conjunto habitacional de Oxtopulco cerca de la estación Copilco del Metro y al interior de los jardines de las casas de la colonia Romero de Terreros.  
Ese camino que describe la mujer del diplomático español del siglo XIX, bien podría describir en nuestro siglo el paso del actual trazado de la Avenida de los Insurgentes Sur, que cruza por El Pedregal a la altura de la UNAM y conecta con Tlalpan en el inicio de la avenida San Fernando. Sí observamos con cuidado veremos cómo aún algunas zonas se conservan como áreas de matorral xerófilo de alta elevación.
Todos estos remanentes de lo que fue El Pedregal y que hoy sólo son una característica distintiva de cierta zona del sur de la capital, aun alberga una buena cantidad de fauna, gracias a que una gran parte de los terrenos de la UNAM (237 hectáreas) están considerados como reserva ecológica. Aves, mamíferos y reptiles conviven a diario con seres humanos y nuestros malos hábitos; basura, insensatez y otras manías destructivas que nos caracterizan.




La UNAM hace esfuerzos por mantener esa reserva ecológica lo más impoluta posible. Fuera de la reserva existen pequeñas zonas que se han librado de las maquinas constructoras y de las aplanadoras dedicadas a crear nuevas vías, pero esas están condenadas a desaparecer ante la codicia de constructores y corrupción de autoridades que con tal de llenarse los bolsillos permiten la construcción a diestra y siniestra.


(1)    Calderón de la Barca, Madame. La vida en México durante una estancia de dos años en ese país. Editorial Porrúa. 2014. Traducción de Felipe Teixidor. 179 pp.


Armando Enriquez Vázquez