A finales de la década de los años sesenta del siglo pasado,
los niños jugábamos con juguetes que hoy serían más que mal vistos, además de
que resultarían totalmente carentes de emoción para cualquier infante de este
siglo.
Niños que se conectan por más de cuatro horas al día a
tablets o teléfonos y matan de manera aséptica a seres humanos o monstruos
humanoides de todo tipo, deben encontrar incongruente el que los niños de hace
cincuenta años salieran a la calle a los jardines de sus casas o conjuntos
habitacionales a dispararle a las lagartijas, tórtolas o cualquier ser vivo
pequeño o mediano, con resorteras en el mejor de los casos o con rifles o
pistolas de municiones o diábolos en el más extremo, que se ensuciaran con
tierra al cavar un poco para descubrir lombrices y cochinillas.
Se jugaba con verdaderos peligros como trompos de punta de
clavo y nadie pensaba en usar casco, ni rodilleras cuando se trepaba en la
bicicleta, la patineta o los patines. Las rodillas y codos raspados no
representaban la irresponsabilidad de los padres, sino una infancia normal,
común y corriente.
Como tampoco era visto como irresponsable, ni inseguro que
niños y adolescentes jugaran en las calles de la ciudad, los parque no eran los
excusados de los perros de departamento, sino lugares donde encontrábamos estadios
de futbol y canchas de badmington, terreno de espías y de una escenografía
estupenda para esconderse tras los árboles.
Pero, además, sin vivir en el país de Jauja, había juguetes
y propuestas para divertirse desperdiciando comida de manera políticamente incorrecta.
Uno de los clásicos era una pistola de metal llamada el tirapapas. Una pistola
de metal que disparaba trozos de papa cruda o de cualquier otro tubérculo,
verdura o fruta similar a la papa, chayote crudo, por ejemplo, o camote o
jícama. La punta de la pistola era un pequeño cilindro hueco que se introducía
en la papa y al jalar la pistola esta quedaba cargada con un trozo del
tubérculo y lista para disparar.
El tirapapas no solo era un juguete que hoy se consideraría
peligroso, pues un papazo en el ojo no resulta ni gracioso, y mucho menos
inocuo. De hecho, alguna vez uno de mis hermanos, le reventó una ampolla a otro
de ellos disparándole el trozo de papa directo al ámpula. Pero además como
promotor del desperdicio de comida, difícilmente ganaría un premio en la
actualidad al mejor juguete del año.
Sin embargo, el tirapapas gozaba nos sólo de la aprobación
de los padres, sino de las autoridades, como muchas veces hoy los productos
milagro y hasta comercial de televisión tenía, por lo que no era mal visto por
los responsables de autorizar la comercialización de juguetes en el país. Lo
mismo sucedía con rifles y pistolas de municiones y diábolos, que se exhibían
en los escaparates en tiendas departamentales y supermercados, junto con las
municiones que utilizaban las supuestas armas de juguete, que podían provocar mayores daños que las resorteras.
Lo cierto es que detrás de estos juguetes que hoy pueden
parecer para niños y padres nacidos en la época de los neandertales, existía
una gran diversión. También, existían los carritos de baleros y su versión
comercial llamada Avalancha. Estos
sencillos vehículos construidos con una tabla de madera, y un palo al frente
del vehículo que iba atornillado a la tabla, en los extremos de este madero se
ponían dos ruedas y otras dos en la parte posterior de la tabla. Las ruedas
eran por lo general hechas con baleros de metal, como aquellos que antaño se
utilizaban para los rieles de ciertas puertas, como las de los closets de las
casas, a los extremos del madero frontal en el que se ponían las ruedas
delanteras se amarraba también un mecate que en las manos del conductor hacía
las veces de volante, aunque el intrépido conductor se ayudaba también con los
pies puestos en el madero para conducir, y su humilde origen debe encontrarse
en los tiempos de crisis de inicios del siglo XX. La avalancha era ya un
producto de tiempos mejores, las llantas eran hechas exprofeso para el vehículo,
la Avalancha contaba con un volante y
un freno. De cualquier manera, la inestabilidad del carrito era enorme y su
punto de gravedad dependía de la altura y peso del o los conductores lo que
siempre terminaba en volcaduras, enormes hoyos en la ropa y sangrantes
raspaduras en codos, rodillas y cara de los participantes.
La aséptica tecnología no había llegado a las vidas
sencillas de los niños que en lugar de googlear cualquier palabra o persona
preferíamos ver como los caracoles de tierra morían retorciéndose y produciendo
una gran cantidad de baba al ponerles un poco de sal común. Una especie de Alka
Seltzer de la naturaleza y que por el simple hecho de escribir acerca de esto
ahora mismo un sinnúmero de millenials de
gran conciencia, pero ignorantes en todos los sentidos deben estar preparando
ya la pira de leña verde.
Lo que me lleva a otro de los juguetes clásicos de aquellos
días, los juegos de química. Al regalar uno de estos sets de tubos de ensayo
llenos de sustancias, los padres, abuelos o tíos seguramente pensaban que
estaban formando al siguiente Niels Bohr, sin siquiera saber quién era ese güey.
Los niños buscábamos hacer la mezcla correcta para hacernos invisibles y no ir
a la escuela. No recuerdo exactamente que sustancias venían en aquellos
tubitos, recuerdo que todas tenían nombres que sonaban a sustancias alquímicas
que nos permitirían transmutar lo que mezcláramos en el más importante
descubrimiento de la humanidad, tengo la sospecha que no todas pasarían por la
aprobación de las oficinas de gobierno respectivas hoy en día. A pesar de que
todo set poseía un instructivo, lo interesante y el reto era mezclar estas
sustancias de manera aleatoria y a nuestra discreción. Nunca nada más allá de
una sustancia apestosa surgió de aquellas mezclas.
Hoy que muchos retos e ideas de los adolescentes provienen
de una anónima comunidad en Internet, sería muy importante volver a lo básico y
dejar a los niños y jóvenes rasparse las rodillas de manera indecente, nada más
para que vean que no pasa nada y uno se divierte más.
Armando Enríquez
Vázquez