lunes, 23 de enero de 2017

El tirapapas y otros juguetes de una infancia neandertal.




A finales de la década de los años sesenta del siglo pasado, los niños jugábamos con juguetes que hoy serían más que mal vistos, además de que resultarían totalmente carentes de emoción para cualquier infante de este siglo.
Niños que se conectan por más de cuatro horas al día a tablets o teléfonos y matan de manera aséptica a seres humanos o monstruos humanoides de todo tipo, deben encontrar incongruente el que los niños de hace cincuenta años salieran a la calle a los jardines de sus casas o conjuntos habitacionales a dispararle a las lagartijas, tórtolas o cualquier ser vivo pequeño o mediano, con resorteras en el mejor de los casos o con rifles o pistolas de municiones o diábolos en el más extremo, que se ensuciaran con tierra al cavar un poco para descubrir lombrices y cochinillas.
Se jugaba con verdaderos peligros como trompos de punta de clavo y nadie pensaba en usar casco, ni rodilleras cuando se trepaba en la bicicleta, la patineta o los patines. Las rodillas y codos raspados no representaban la irresponsabilidad de los padres, sino una infancia normal, común y corriente.
Como tampoco era visto como irresponsable, ni inseguro que niños y adolescentes jugaran en las calles de la ciudad, los parque no eran los excusados de los perros de departamento, sino lugares donde encontrábamos estadios de futbol y canchas de badmington, terreno de espías y de una escenografía estupenda para esconderse tras los árboles.
Pero, además, sin vivir en el país de Jauja, había juguetes y propuestas para divertirse desperdiciando comida de manera políticamente incorrecta. Uno de los clásicos era una pistola de metal llamada el tirapapas. Una pistola de metal que disparaba trozos de papa cruda o de cualquier otro tubérculo, verdura o fruta similar a la papa, chayote crudo, por ejemplo, o camote o jícama. La punta de la pistola era un pequeño cilindro hueco que se introducía en la papa y al jalar la pistola esta quedaba cargada con un trozo del tubérculo y lista para disparar.
El tirapapas no solo era un juguete que hoy se consideraría peligroso, pues un papazo en el ojo no resulta ni gracioso, y mucho menos inocuo. De hecho, alguna vez uno de mis hermanos, le reventó una ampolla a otro de ellos disparándole el trozo de papa directo al ámpula. Pero además como promotor del desperdicio de comida, difícilmente ganaría un premio en la actualidad al mejor juguete del año.
Sin embargo, el tirapapas gozaba nos sólo de la aprobación de los padres, sino de las autoridades, como muchas veces hoy los productos milagro y hasta comercial de televisión tenía, por lo que no era mal visto por los responsables de autorizar la comercialización de juguetes en el país. Lo mismo sucedía con rifles y pistolas de municiones y diábolos, que se exhibían en los escaparates en tiendas departamentales y supermercados, junto con las municiones que utilizaban las supuestas armas de juguete, que podían provocar mayores daños que las resorteras.
Lo cierto es que detrás de estos juguetes que hoy pueden parecer para niños y padres nacidos en la época de los neandertales, existía una gran diversión. También, existían los carritos de baleros y su versión comercial llamada Avalancha. Estos sencillos vehículos construidos con una tabla de madera, y un palo al frente del vehículo que iba atornillado a la tabla, en los extremos de este madero se ponían dos ruedas y otras dos en la parte posterior de la tabla. Las ruedas eran por lo general hechas con baleros de metal, como aquellos que antaño se utilizaban para los rieles de ciertas puertas, como las de los closets de las casas, a los extremos del madero frontal en el que se ponían las ruedas delanteras se amarraba también un mecate que en las manos del conductor hacía las veces de volante, aunque el intrépido conductor se ayudaba también con los pies puestos en el madero para conducir, y su humilde origen debe encontrarse en los tiempos de crisis de inicios del siglo XX. La avalancha era ya un producto de tiempos mejores, las llantas eran hechas exprofeso para el vehículo, la Avalancha contaba con un volante y un freno. De cualquier manera, la inestabilidad del carrito era enorme y su punto de gravedad dependía de la altura y peso del o los conductores lo que siempre terminaba en volcaduras, enormes hoyos en la ropa y sangrantes raspaduras en codos, rodillas y cara de los participantes.
La aséptica tecnología no había llegado a las vidas sencillas de los niños que en lugar de googlear cualquier palabra o persona preferíamos ver como los caracoles de tierra morían retorciéndose y produciendo una gran cantidad de baba al ponerles un poco de sal común. Una especie de Alka Seltzer de la naturaleza y que por el simple hecho de escribir acerca de esto ahora mismo un sinnúmero de millenials de gran conciencia, pero ignorantes en todos los sentidos deben estar preparando ya la pira de leña verde.
Lo que me lleva a otro de los juguetes clásicos de aquellos días, los juegos de química. Al regalar uno de estos sets de tubos de ensayo llenos de sustancias, los padres, abuelos o tíos seguramente pensaban que estaban formando al siguiente Niels Bohr, sin siquiera saber quién era ese güey. Los niños buscábamos hacer la mezcla correcta para hacernos invisibles y no ir a la escuela. No recuerdo exactamente que sustancias venían en aquellos tubitos, recuerdo que todas tenían nombres que sonaban a sustancias alquímicas que nos permitirían transmutar lo que mezcláramos en el más importante descubrimiento de la humanidad, tengo la sospecha que no todas pasarían por la aprobación de las oficinas de gobierno respectivas hoy en día. A pesar de que todo set poseía un instructivo, lo interesante y el reto era mezclar estas sustancias de manera aleatoria y a nuestra discreción. Nunca nada más allá de una sustancia apestosa surgió de aquellas mezclas.
Hoy que muchos retos e ideas de los adolescentes provienen de una anónima comunidad en Internet, sería muy importante volver a lo básico y dejar a los niños y jóvenes rasparse las rodillas de manera indecente, nada más para que vean que no pasa nada y uno se divierte más.      


Armando Enríquez Vázquez

lunes, 16 de enero de 2017

Cachondeo de palabras.




Hace unos días leí una columna en el portal The Atlantic que me llevó a una serie de artículos y comentarios, algunos de ellos apasionados, unos más que trataban de ser doctos e informativos, otros más de chacota, acerca de lo indeseable que para algunos norteamericanos e ingleses resulta la palabra panties, refiriéndose a la ropa interior femenina. Existiendo como siempre los radicales que piden, en broma o no, que dicha palabra sea proscrita de la lengua inglesa, pues la consideran demasiado infantil y denigrante. Al parecer muchos son incapaces de  imaginar a una seria ejecutiva anglosajona entrando a la tienda de Victoria’s Secret  a comprar calzones, utilizando la palabra panties. Otros sin embargo, la consideran una palabra sexy y menos descriptiva y vulgar que tanga, o hilo dental. La verdad es que es que a mí la discusión me pareció divertida, bizantina cuando se anteponía el juicio categórico y descalificador, pero divertida al final de cuentas, e irrisoria ante las opiniones radicales, puritanas y que con encono o dizque cierta autoridad intentan de prohibir la palabra sólo porque no les gusta. Lo que solo habla de intolerancia. A mí la palabra jocoque me puede parecer de mala leche y jamás se me ocurriría pedir prohibirla por ese hecho, al contrario creo que la define.
Esta serie de textos me llevó a reflexionar sobre algunas palabras de nuestro idioma y como las aprecio, las disfruto o las evito. Porque en esto de las palabas, como en el caso de las opiniones se rompen hocicos.  Lejos de considerarlas sexy a mí me gusta verlas más como simplemente cachondas. Empezando por la misma palabra que tantas peroraciones incitó entre los que hablan la lengua inglesa. A mí no me causa mayor problema si son calzones, chones, tanga, bóxers, de cualquier manera y por sexys que estos sean para mi gusto o no, ninguna de ellas me parece cachonda, la excepción es braga y no por hispanófilo, sino porque que como a muchos de mi generación la palabra más que a la prenda íntima femenina, me remite a la cachondísima actriz brasileña Sonia Braga, hoy sexagenaria.
Prefiero tetas sobre chichis. Y cualquiera de los dos sobre la hipócrita, recatada, artificial y anglosajona bubies. Para mí Teta es perfecta, redonda, firme y del tamaño adecuado. Chichi es demasiado infantil, Los senos son muy propios y doctos, el pecho muy travesti y la bubies como ya dije con aroma a silicón. Sin embargo tetona, es la Mendoza que es caricatura y exageración, en el peor de los casos malnutrido deseo edípico. Pero más cachonda que tetas es pezón, la palabra, así con su z.
Me gusta la palabra ojo pero nunca será lo cachondo que puede llegar a ser mirada. Un taco de ojo, está cerca muy del deseo y lo suficientemente lejos del pecado, para considerarlo cachondo.
Ombligo, cachonda palabra, centro geográfico obligado del cuerpo que se recorre.
Me gustan las palabras labio, ceja, pantorrilla, clavícula,  axila, pestaña y todas las imágenes que me despiertan
Pero la cachondería de las palabras no empieza, ni termina en la anatomía humana, y así como ningún alimento es afrodisíaco si no es a través de la sugestión, las palabras que designan a algunos alimentos no lo serían si no nos evocaran una seductora imagen, que nos perturba. Alguna vez un conocido decía que el arroz siempre le recordaba los granos cocidos que caían en las piernas de su amante cuando comían sushi en la cama, y como con el dorso de la mano los barría de la piel de ella. Para él seguramente arroz es una palabra que tiene cierta cachondería.
Si un tercer día el amo hubiera enviado a Esopo al mercado, esta vez por el platillo más cachondo, el fabulista hubiera llevado por tercera vez lengua y no por lo excitante que puede ser al estar enmarcada por una sonrisa y tocar el labio, o por tantas otras cosa que puede hacer, si no por las cachonderías que en una lengua se engendran y se desenvuelven cuando esta toca el paladar, los dientes y los labios al pronunciarlas.  Las palabras cachondas dependen de la boca que las emite, como también del oído que las escucha  dándoles ese valor y se estremece con su sonido. Porque la cachondería es seducción que no onanismo.
Las palabras para mí son cachondas cuando despiertan una imagen sensual y que tiene cierto regusto a fetichismo; se tornan imágenes sepia de fotografías en la memoria, se enmarcan en lugares diferentes de nuestro cerebro. Palabras con las que nos comunicamos,  cobran un sentido ritual con una persona en especial, cuando se susurran rozando el lóbulo de la oreja, cuando se dejan caer intempestivamente para hacer aflorar una sonrisa o estimulan una mirada. Algunas palabras nos seducen y acompañan toda la vida porque el pronunciarlas y compartirlas nos provoca el placer que sólo el seducir provoca.
En el principio fue la palabra, que se convirtió en el mayor acto de seducción porque gracias a ella logramos romper la oscuridad y crear este universo con el amor que carga cada palabra al designar a cada uno de los elementos que hay en él. Algunos, incluso, lograron identificar a Dios, por eso disfrutemos de cada palabra de esa manera perversa que nos permite saborearlas antes de ponerlas en la punta de la lengua para designar o atraer con ella al cachondo objeto de nuestro deseo.  
Punto y aparte y a manera de colofón.
Tristemente como los puritanos se ensañan con ciertas palabras, hay quienes creen que, como la ley, el idioma es rígido e inflexible y por eso creen que las palabras sólo tienen un sentido y una definición. La Suprema Corte de Justicia de la Nación, cree inocentemente, por no ser ofensivo con los magistrados, que existen las palabras capaces de afrentar, y si ellos pudieran las prohibirían de nuestro idioma. Símil de aquellas llamadas malas palabras, identificadas por la gran mayoría de los hogares mexicanos católicos y racistas como leperadas, que definen, sin embargo, objetos y califican individuos de una manera perfecta. Por eso en lugar de buscar palabras ofensivas para tratar de prohibirlas, exhortemos a los magistrados a encontrar el lado de seductor de las palabras para exaltarlas.

este texto fue publicado por prmera vez en palabrasmalditas.net
imagen: DeathtoStock.com 

lunes, 9 de enero de 2017

Lo divertido de ser estreñido.



Armando Enríquez Vázquez
No existe actividad humana más sobrevaluada que la publicidad.
Nadie puede tomarse en serio a una profesión en que ser creativo se refiere a un puesto laboral y en la que a los vendedores se les denomina con el pomposo nombre de ejecutivo de cuentas. La mayoría de creativos que conozco están muy lejos de serlo y el titulo solo demuestra un severo complejo de inferioridad, porque ya sabemos qué; dime de qué presumes y te diré a qué agencia perteneces.
Dice Stephen Hawkins que cuándo alguien habla de su IQ lo único que demuestra es ser un perdedor. Supongo que algo similar sucede cuando alguien presume de ser un creativo de la publicidad. Aquel que dijo que la publicidad era lo más divertido que se podía hacer con la ropa puesta, adolecía de imaginación y tenía poco claras sus perversiones.
No quiero decir que en el mundo de la publicidad no exista gente talentosa y creativa, lo que pasa es que como en toda actividad humana; son la minoría. Con un poco de atención a los comerciales y anuncios que interrumpen nuestros programas de radio y televisión o la lectura del periódico a lo largo de un día, nos damos cuenta que la mayor parte de los anuncios publicitarios sólo son tonterías si somos benevolentes y como ellos utilizamos los eufemismos.
Del mundo de la publicidad de los noventa siempre me sorprendió el abuso del espanglés, y como entre menos sabía una persona de inglés más abusaba de los extranjerismos. Para los publicistas las tetas se convertían en asépticas y poco terrenales boobies, los asuntos se en issues, las reuniones de trabajo son meetings. Copy servía para describir un puesto de trabajo, inferior al creativo y también los textos con la publicidad del producto.
En esa década, en momentos difíciles me vi llevado por las olas de la crisis a trabajar en una agencia de publicidad internacional con grandes cuentas y clientes de esos que invertían o invierten mucho para asegurarse de mantener sus ventas.
Novato y villamelón en el mágico mundo de la publicidad, tuve mi iniciación en una junta donde se presentaba ante el cliente el storyboard y todo lo relacionado con la filmación de un comercial para un producto contra el estreñimiento.
El bautizo de fuego se llevó a cabo en un meeting room de la agencia. No había una ventana, sólo un ventilador y una larga mesa de juntas al centro. Los miembros de la agencia de publicidad; productores, ejecutivos de cuenta y creativos de un lado. Del otro el cliente. El jefe de todos, un neozelandés con cara de haber llegado a tierra de indios a catequizarnos en materia de publicidad, rodeado por sus gerentes de marca, subgerentes de marca, mini gerentes de marca, la marca misma y un extraño individuo al que esa empresa denominaba productor de comerciales, claro en inglés y que tenía como tarea el supervisar el trabajo del productor de la agencia cuyo trabajo era el de supervisar el trabajo de la casa productora que es la que realmente produce el comercial. Aunque, por lo que me enteré después, en realidad nunca nadie a lo largo de los años de la relación agencia-cliente había descifrado su verdadera misión. Aparecía en las locaciones justo a la hora del desayuno, de la comida o de la cena, y así como aparecía, el individuo después de probar el catering, o servicio de alimentación, desaparecía.
Al frente, con un pizarrón de donde colgaba el Storyboard, los representantes de la casa productora, también en número suficiente para hacer frente a los dos grupos que tenían enfrente, todos cuidando el pizarrón como los nazi al Arca de la Alianza en Cazadores del Arca Perdida. Un número, desde mi humilde punto de vista, exagerado de personas para tomar decisiones acerca de lo que habría de pasar en treinta segundos en una pantalla de televisión mientras el espectador desde la cocina se prepara un sándwich intentando adivinar si ya está por iniciar de nueva cuenta su programa.
Sobra decir que el neozelandés no hablaba español y la junta se llevó a cabo en inglés.
La junta inició con la casa productora presentando un casting, o prueba de cámara, de modelos mujeres y hombres. Se buscaba que dieran el perfil de dos jóvenes profesionistas activos y triunfadores que padecen estreñimiento. La complexión de los elegidos por el cliente era la de un par de bulímicos obsesionados por tomar sus dos litros diarios de agua, Hacer ejercicio hasta desmayarse y comer toda la fibra posible, razones de sobra para que de ninguna manera pudieran ser estreñidos. Una vez definidos los protagonistas del comercial, desfilaron ante los ojos del neozelandés y su tropa opciones de la ropa que llevarían los modelos elegidos, piezas de la escenografía, diferentes tipos de vasos y cucharitas para servir y revolver el producto, los modelos del producto o dummies, en los que se había agrandado el nombre del producto eliminando toda esa información inútil que las leyes mexicanas obligan a los productos supuestamente medicinales a llevar en su etiqueta.
Tras cuarenta y cinco minutos de aprobaciones se procedió a narrar la ejecución del comercial cuadro por cuadro del storyboard. El director del comercial, que sentía estar produciendo Love Story y fingía ser un apasionado del comercial, iba describiendo cada uno de los cuadros con la conmiseración que una estrella de rock puede sentir por la prensa, fue esa actitud parte de su perdición. Cuando con la seguridad que da la ignorancia de conocer la gravedad que conlleva el estreñimiento planteó, que los treinta segundos del comercial, realmente menos de veinte, hay que descontar el tiempo de los product shot, o tomas del envase del producto con las etiquetas truqueadas, y esas otras tan importantes para los norteamericanos y otros bobos que no saben disolver un polvo en agua, se iban a llevar a cabo en un ambiente campechano para lo que utilizó las palabras Fun Mood. Entonces estalló la bomba.
El neozelandés lanzó un grito de guerra maorí y golpeó el escritorio.
De las siguientes dos horas tengo recuerdos muy vagos; momentos en los que no entendía los ladridos del neozelandés, las disculpas de la ejecutiva de cuenta, que como japonesa juntaba las manos y hacía genuflexiones ante el cliente y su sequito. La cara de sorpresa del director del comercial, quien había perdido la actitud perdonavidas y recobrado la de un frustrado director de largo metrajes y con una desesperación digna de quien no encuentra un extinguidor de una marea de fuego, trataba de convertirse en vano en el vocero oficial del Oxford’s Dictionary para demostrarle al neozelandés que, de inglés, inglés lo que se llama inglés, por más que fuera su lengua materna no tenía mayor conocimiento. Y tras los primeros quince minutos de discusión yo, constantemente, mordiéndome el interior de los cachetes para soltar la carcajada. El productor de comerciales de la empresa cliente miraba a todos sin interés y bebía café, mientras mordisqueaba diferente galletas que se encontraban en un enorme platón blanco al centro de la mesa de junta.
El neozelandés y sus gerentes mexicanos estaban totalmente indignados por el uso negligente de la palabra Fun en un asunto que a todas luces no tenía nada de gracioso. Y mientras el jefe gritaba y manoteaba, los otros a s alrededor como coro trágico con el ceño fruncido asentían con la cabeza cada vez que el neozelandés detenía la perorata.
- A ninguno de los millones de seres humanos que sufren de constipación en el planeta, les resulta gracioso el asunto.- Vociferaba a los cuatro vientos el neozelandés que tal vez hubiera reaccionado de una manera más tolerante si una bandada de Kiwis hubiera picoteado a muerte a su madre.
El estreñimiento pude deducir, por la reacción que la palabra Fun causó en nuestro cliente, era un mal peor que los cuatro jinetes del apocalipsis juntos y encabronados. Y las pobres almas que sufren de esta condición han perdido la capacidad de ser felices, la mera intuición de la existencia de la felicidad les provoca unas ganas de asesinar que te cagas. El encono del gerente extranjero ante la insensibilidad del director del comercial y la ligereza con la que utilizaba los términos en inglés, solo eran una confirmación de la famosa insensibilidad de los mexicanos frente a la muerte. La magnitud del problema amenazaba con acabar con el comercial, poner una alerta para que la casa productora no fuera contratada nunca jamás por la trasnacional y todos en la agencia fuéramos castigados con cien azotes y la prohibición eterna para adquirir el producto si en algún momento de nuestras vidas sufríamos el flagelo del estreñimiento.
Una presencia extraña rondaba el aire y aunque muchos pudieran haber creído por un momento que es trataba de la Estupidez, yo estoy seguro de que se trataba de la musa de Woody Allen que buscaba ideas para inspirar al cineasta.
La furia terminó de manera abrupta, tal y como había iniciado, sin razón, ni motivo aparente, y la junta pudo terminar de manera civilizada sin pérdidas humanas que lamentar. Todo mundo se despidió de manera civilizada y a los pocos días procedimos a filmar el comercial. Uno de los descubrimientos que hizo la gente de la casa productora fue que el producto al disolverse en agua y tras unos cuarenta y cinco minutos de espera se convertía en algo como concreto: Indisoluble, indivisible e indestructible. Capaz de tapar un excusado. Hasta la fecha evito imaginar su acción en el tracto digestivo humano.
Mi paso por el mundo de la publicidad me enseñó varias cosas. La primera y más importante fue que los lugares comunes existen en el mundo real: El grito de desesperación de una de las más hermosas mujeres que he conocido, quien después de 70 tomas tratando de bajar una escalera y sonreír se rindió:
-¡O Sonrío, o bajo las escaleras, pero las dos cosas al mismo tiempo no puedo!
Aprendí que muchas veces entre un cliente y un celador Nazi hay poca diferencia, cuando conocí la historia de la ejecutiva de cuentas que invitó a su cliente de jabón de barra a cenar a su casa, aprendí que muchas veces la diferencia entre un cliente y un celador Nazi es poca, esa noche digna también de Woody Allen, el cliente revisó todos y cada uno de los baños de la casa incluidos el de la servidumbre y el de la recamara principal para cerciorarse de que utilizaba su marca. Despueés pudo cenar tranquilo El esposo de la ejecutiva agradeció a su creador que el cliente no fuera productor de condones.
Que no hay mayor ejemplo de una relación sado-masoquista que la que desarrolla un ejecutivo de cuentas con su celador, perdón su cliente. Y los llamados creativos desarrollan el síndrome de Estocolmo hacía sus captores, perdón, ejecutivos de cuentas.
Aprendí que el cliente siempre pierde la razón, que la frustración de muchos hombres y mujeres publicistas que después terminan creando campañas políticas o vistiéndose de manera estrafalaria bajo la consigna de que es la única forma de demostrar su creatividad, nace de esos caprichos que nadie está dispuesto a negarle a cliente.
La lección más importante que aprendí fue que la publicidad por donde se le vea puede ser cualquier cosa menos divertida.
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lunes, 2 de enero de 2017

En busca del Acorazado perfecto.



La historia gastronómica del Estado de Morelos identifica el origen del mítico Taco Acorazado en la estación del tren de Cuernavaca durante la Revolución a principios del siglo XX. Cuernavaca tierra de enfrentamientos brutales entre zapatistas y federales de todos colores desde los porfirianos, maderistas, seguidores de Huerta y Carranza. Cuernavaca sufrió un constante ataque a su línea ferroviaria que comunicaba con la Ciudad de México. Frente a esta situación los horarios de los trenes no podían definirse y mucha gente debía permanecer en la estación al acecho del arribo del ferrocarril. Aquellos que eran sorprendidos por el tren mientras almorzaban o comían no tenían otra solución que envolver el arroz y los guisos en tortillas y correr al andén para lograr abordar el tren. Esta modalidad de taco pronto se conoció como taco acorazado, o al menos eso dice la leyenda urbana en Morelos.
Cuando en alguna ocasión me contaron la historia y me advirtieron de lo sabroso del platillo, me propuse en alguno de los viajes a la capital de la eterna primavera buscar los famosos Tacos Acorazados. Con ayuda y complicidad de mi amigo César Nicolás nos dimos a la caza del acorazado perfecto o al menos de aquello que los morelenses presumen como antojo regional.
La primera parada, no fue un fracaso, fue peor. Unos tacos iguales a aquellos que los chilangos llamamos de guisado, una cama de arroz sobre la que se deposita una cucharada de un guiso a escoger por el comensal y san se acabó. Nada que ver con ese mítico alimento que, de un plato extendido, pasaba sin problema a una tortilla que se convertía en una especie de morralito para guardar el guisado, mientras aquel que engullía el taco se trepaba al estribo del tren a la carrera.
Tras la infructuosa incursión en la gastronomía de Morelos, decidí olvidar el asunto. Algunos meses después, en la mesa de unos familiares que llevan décadas siendo guayabos, que es el gentilicio coloquial de los habitantes de Cuernavaca, surgió el tema de los famosos Tacos Acorazados y se me brindó una dirección asegurándome que estos eran los mejores Tacos Acorazados de la ciudad. La dirección quedó apuntada.
La siguiente oportunidad que tuve de ir a la ciudad de la eterna primavera, volví a la carga en la búsqueda de los Acorazados perfectos ya con una dirección en la mano. El resultado fue traumante, los famosos tacos acorazados no estaban en esa dirección y a lo largo de la calle anotada no existía ningún establecimiento o carpa y menos una que anunciara los tan afamados tacos.
En la desesperación no quedó más que consultar con otro tragón y conocedor de Cuernavaca que por teléfono giró las instrucciones de dirigirnos a la entrada de la carretera federal que llega de la Ciudad de México y entrar en un establecimiento llamado Doña Seve, conforme a este amigo el lugar es el más famoso en cuanto a los tacos acorazados en la Ciudad de Cuernavaca.
Me encontré frente a un enorme taco de guisado, la única diferencia era que uno de estos enormes tacos es llamado medio Taco Acorazado. Lo que en realidad no significa nada si tomamos en cuenta que en la mayoría de puestos de la Ciudad de México el taco de guisado se sirve con dos tortillas, claro que existen quienes muy modosamente, sobre todo las mujeres que siempre pretenden estar a dieta se hacen dos tacos, mientras que los bárbaros citadinos preferimos atacar el taco con la coraza que le brinda la segunda tortilla e impide que esta, se rompa por la acción de los jugos y caldos del guiso.
 Conclusión: El taco acorazado es únicamente la forma en la que los morelenses han decidido llamarle al taco de guisado aludiendo a una nostálgica historia de la revolución, pero el taco ni contiene ingredientes comunes que hagan a todos los acorazados, acorazados. Cómo tampoco presentan una innovación real a la cultura del taco.
Alguien alegando en favor del Taco Acorazado decía; es que tiene una tortilla recién salida del comal. Eso también sucede con muchos de los tacos de guisado, aunque en ninguno de los casos es un factor determinante de ninguno de los dos.
En lo que a mí se refiere, la búsqueda del Taco Acorazado ha finalizado y prefiero buscar otros ejemplos de la gastronomía morelense si es que existe alguno.


imagen: morelosturistico.com