lunes, 10 de junio de 2019

La educación musical urbana (II).




Sorprende siempre el ingenio mexicano de llevar la música a todos lados; cantantes de ópera sobre la acera de Avenida Juárez frente al Palacio de Bellas Artes. Cuadras adelante, sobre la calle de Madero una mujer de rasgos indígena, con un vestido de chillante color amarillo, el vestido con vuelos que hipnotizan por con su color llamativo mientras se contonea tocando un acordeón y dos niñas interpretan con sus agudas voces infantiles canciones campiranas.
He visto a un hombre meter un amplificador con un bajo eléctrico y dos tumbas para tocar cumbias en un vagón repleto del metro en la estación CU, logrando la transmutación de los empujones diarios que son fuente de disgustos, alguna mentada y hasta un puñetazo, se conviertan en un vagón que peligrosamente se bambolea sobre el riel en el burdo, torpe y limitado intento por bailar del respetable. También a un joven armar una batería en otro vagón vacío en la estación Constituyentes quien junto con un guitarrista y un vocalista interpretan rolitas populares de rock en nuestro idioma, ante la sonrisa que despierta al pasaje cansado que va a casa después de la rutina diaria.
A una chava muy mal vestida con una guitarra en estado angustioso, arrancar notas celestiales con una voz excelsa en una inmunda pesera en Tlalpan y otra guitarra destartalada, unida a fuerza de tiras de Diurex, acompañar a golpes de cuerdas destempladas a un hombre con una voz similar a su instrumento.
La música llena las calles de la ciudad, la música es una forma de vida para cientos de habitantes de la Ciudad, no sólo en el sentido económico de la frase, no la música es una forma de vida que se vive en las oficinas, en todos aquellos que por las calles y al interior del transporte público llevan sus audífonos con los temas musicales de su vida o del ese momento especifico, en el radio de los carros o en los altavoces de centros comerciales y supermercados.
Todos recibimos en las calles de la ciudad una exposición auditiva que puede llegar a crear gustos reales y placeres culposos que nos acompañaran por días, meses, o toda la vida. Después de escuchar en nuestro caminar un organillo tocando seguimos el resto de la cuadra tarareando El Rey media cuadra por más que odiemos los mariachis y las canciones afines.
Nuestra educación musical es en muchos sentidos, una que se compone además de los gustos que nos creamos o que nos crearon en casa, en la escuela, pero también de ese enorme play list que la Ciudad construye para nosotros de manera azarosa todo el tiempo, o tal vez no tan azarosa.
Etiquetamos despectivamente como “música de elevador”, “de Sanborns” o “supermercado” a la mayor parte de música instrumental y naive que va desde Ray Conniff, Burt Bachara, Sergio Mendes y su Brasil 77 o Frank Pourcel y el inevitable Concorde. Bien merecido el sobrenombre porque eran los lugares y continúan siendo en los que escuchamos este tipo de música. A la que después adoptamos el anglicismo, peor de despectivo que la califica como Easy Listening, como si existiera una música difícil de escuchar y la primera fuera el sucedáneo para los lerdos de oído o de gustos.
Otro de las grandes salas de educación musical en una ciudad como la nuestra se encuentra en la oscuridad de las salas de cine, antes uno salía a comprar el soundtrack de la película hoy la puede uno “Shazamear” mientras ve la película o los créditos de la misma.
A finales del siglo XX en Mix Up tenían a disposición de los clientes audífonos conectados a reproductores de CDs donde se podía escuchar diferentes novedades que estaban a la venta y esto seguramente sirvió para marcar el gusto musical por unas semanas o meses de los compradores.
La ciudad crea su propio soundtrack con cada enajenado dentro de sus audífonos que en cualquier sitio público nos agrede con su tarareo, canturreo o silbido. Todos en ese sentido contribuimos a la educación musical de nuestros conciudadanos a golpe de cada nota que entonamos y llama la atención del otro.



Armando Enríquez Vázquez

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