Sorprende siempre el ingenio mexicano de llevar la música a
todos lados; cantantes de ópera sobre la acera de Avenida Juárez frente al
Palacio de Bellas Artes. Cuadras adelante, sobre la calle de Madero una mujer
de rasgos indígena, con un vestido de chillante color amarillo, el vestido con
vuelos que hipnotizan por con su color llamativo mientras se contonea tocando
un acordeón y dos niñas interpretan con sus agudas voces infantiles canciones
campiranas.
He visto a un hombre meter un amplificador con un bajo
eléctrico y dos tumbas para tocar cumbias en un vagón repleto del metro en la
estación CU, logrando la transmutación de los empujones diarios que son fuente
de disgustos, alguna mentada y hasta un puñetazo, se conviertan en un vagón que
peligrosamente se bambolea sobre el riel en el burdo, torpe y limitado intento por
bailar del respetable. También a un joven armar una batería en otro vagón vacío
en la estación Constituyentes quien junto con un guitarrista y un vocalista
interpretan rolitas populares de rock en nuestro idioma, ante la sonrisa que
despierta al pasaje cansado que va a casa después de la rutina diaria.
A una chava muy mal vestida con una guitarra en estado
angustioso, arrancar notas celestiales con una voz excelsa en una inmunda pesera
en Tlalpan y otra guitarra destartalada, unida a fuerza de tiras de Diurex,
acompañar a golpes de cuerdas destempladas a un hombre con una voz similar a su
instrumento.
La música llena las calles de la ciudad, la música es una
forma de vida para cientos de habitantes de la Ciudad, no sólo en el sentido
económico de la frase, no la música es una forma de vida que se vive en las
oficinas, en todos aquellos que por las calles y al interior del transporte
público llevan sus audífonos con los temas musicales de su vida o del ese
momento especifico, en el radio de los carros o en los altavoces de centros
comerciales y supermercados.
Todos recibimos en las calles de la ciudad una exposición
auditiva que puede llegar a crear gustos reales y placeres culposos que nos
acompañaran por días, meses, o toda la vida. Después de escuchar en nuestro
caminar un organillo tocando seguimos el resto de la cuadra tarareando El Rey media cuadra por más que odiemos
los mariachis y las canciones afines.
Nuestra educación musical es en muchos sentidos, una que se
compone además de los gustos que nos creamos o que nos crearon en casa, en la
escuela, pero también de ese enorme play
list que la Ciudad construye para nosotros de manera azarosa todo el tiempo,
o tal vez no tan azarosa.
Etiquetamos despectivamente como “música de elevador”, “de
Sanborns” o “supermercado” a la mayor parte de música instrumental y naive que
va desde Ray Conniff, Burt Bachara, Sergio Mendes y su Brasil 77 o Frank
Pourcel y el inevitable Concorde. Bien
merecido el sobrenombre porque eran los lugares y continúan siendo en los que
escuchamos este tipo de música. A la que después adoptamos el anglicismo, peor
de despectivo que la califica como Easy
Listening, como si existiera una música
difícil de escuchar y la primera fuera el sucedáneo para los lerdos de oído o
de gustos.
Otro de las grandes
salas de educación musical en una ciudad como la nuestra se encuentra en la
oscuridad de las salas de cine, antes uno salía a comprar el soundtrack de la
película hoy la puede uno “Shazamear” mientras ve la película o los créditos de
la misma.
A finales del siglo
XX en Mix Up tenían a disposición de los clientes audífonos
conectados a reproductores de CDs donde se podía escuchar diferentes novedades
que estaban a la venta y esto seguramente sirvió para marcar el gusto musical
por unas semanas o meses de los compradores.
La ciudad crea su
propio soundtrack con cada enajenado dentro de sus audífonos que en cualquier
sitio público nos agrede con su tarareo, canturreo o silbido. Todos en ese
sentido contribuimos a la educación musical de nuestros conciudadanos a golpe
de cada nota que entonamos y llama la atención del otro.
Armando Enríquez Vázquez
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