Nada más porque nos encanta quejarnos a lo pendejo y culpar
a diestra y siniestra. A los habitantes de la Ciudad de México, antiguo lago,
se nos olvida ese sencillo hecho. A nuestra conveniencia o por simple y llana
ignorancia desconocemos que uno de los dos templos en la cima de la gran
pirámide de Tenochtitlan estaba dedicado a Tlaloc, Dios de la lluvía. El agua
rodeaba la capital del Imperio Mexica y daba vida al valle y la misma ciudad,
la lluvia era de capital importancia para el imperio mesoamericano.
Se nos olvida, porque nadie lo cuenta, o porque nuestra
memoria se ha deformado a golpe perezoso de pensar que la manera de llegar al
Centro de la Ciudad desde Xochimilco o desde Tlalpan se ha realizado siempre a
través de calles de tierra, adoquín o asfalto, a pesar de las cuatro enormes
calzadas que conectaban a la Ciudad con las orillas del lago, existían otras
formas de llegar a la Tenochtitlan y recorrer sus canales. Hay quienes hoy piensan
que las canoas y trajineras son sólo para turistas y adolescentes borrachos,
sin saber o recordar que el mismo Cortés utilizó bergantines en el asedio final
de la Ciudad. Nos negamos el hecho de que la cuenca del Valle de México albergó
durante milenios un lago. Un enorme lago, que a principios del siglo XX aún se
podía navegar si se deseaba ir de la capital a Chalco o Texcoco. Un enorme lago
que se subdividía en otros cinco: Xaltocan, Texcoco, Zumpango, Xochimilco y
Chalco. Ignoramos o no queremos aprender y saber que antes de que los tamales
fueran de pollo o de puerco, iban rellenos de los peces que habitaban ese lago.
Y si no lo sabias, ahora después de leer los párrafos
anteriores no lo debes olvidar. Como tampoco debes ignorar que la capital de la
colonia española vivió bajo el agua a lo largo de cinco años a partir de 1629,
cuando Tlaloc decidió que la ciudad le pertenecía. De igual forma sucedió en la
Ciudad desde la que gobernaba México el dictador Porfirio Díaz, a pesar de que
diez años antes el general había inaugurado el Gran Canal, abriendo las
compuertas del Drenaje General de la Cuenca de México. Cuenta mi madre que por
allá de los años cuarenta del siglo pasado había personas que por una módica
suma te cruzaban a lomos de humano las calles inundadas del Centro de la Ciudad
en tiempos de lluvias. La portada de la novela de Fabrizio Mejía Madrid Hombre al agua, muestra a dos
adolescentes esquiando de manera
divertida agarrados de la defensa de un auto en los años sesenta en plena
avenida Presidente Masaryk, en Polanco. Las imágenes de camionetas y autos a la
deriva en los bajo puentes de las vías rápidas son el emúlo moderno de las
corrientes que hace siglos arrastraban caballos y a sus monturas bajo sus
caudales crecidos por las tormentas.
Cuando el enorme monolito que representa al Dios de la
lluvia fue traído a la Ciudad de México, el 16 de abril de 1964, desde el
pueblo de San Miguel Coatlinchán en el Estado de México, hasta su actual
asentamiento a la entrada del Museo Nacional de Antropología en la Ciudad de
México, un trayecto cercano a los 50 kilómetros, llovió durante todo el
trayecto del Dios, jamás sobre él siempre a su alrededor, como si de manera
poética el dios celebrará su arribo a la otrora Gran Tenochtitlan.
Desde que tengo memoria la ciudad se inunda año con año,
mostrando su cualidad acuática. Año tras año Tlaloc regresa a demandar la
restitución, aunque sea por unas horas y en algunas zonas del majestuoso lago y
ríos que bañaban el Valle de México y que los mexicanos decidieron entubar en
aras de crear una monstruosa ciudad donde millones de mexicanos viven en las
áreas que fueron lago y año tras año pierden sus bienes naturales, como
sacrificio involuntario a frente al ofensa al dios de la lluvia por desecar el
lago.
La lluvia baña constantemente, de manera típica la ciudad de
México y desde las zonas más altas de las serranías que la rodean bajan miles
de litros de agua ríos que ya no vemos correr, porque los gobernantes
prefirieron el inmóvil silencio del gris concreto, en lugar de crear una forma
de presumir el rumor de esos ríos que corren por Mixcoac, Churbusco, la Colonia
Anáhuac.
Ríos, también, como el Magdalena, el Tacubaya, el Ameca o el
antiguo Canal de la Viga, nuestra ciudad hecha de agua, no sabe incluir ese
elemento primordial en su imagen y por eso Tlaloc cada año nos lo recuerda.
Esto fue un lago, un enorme lago que de existir todavía
tendría sumergidas en sus aguas colonias como la Roma, todo el norte de la
Ciudad, Lo que es el aeropuerto y colonias aledañas, únicamente sobresalía de
las aguas el cerro que llamamos, Peñón de los Baños. Un bello y hermoso lago
del que las antiguas litografías, grabado y pintura dan cuenta.
Olvidemos las maledicencias contra autoridades, no porque
sean mediocres y desobligadas, contra los elementos, que no podemos encontrar y
aunque soy empático con el refunfuñar y el malestar cuando la lluvia nos pilla
fuera de casa, mejor abracemos la lluvia con la que Tlaloc, dios protagónico de
nuestra ciudad, intenta hacernos recordar la grandeza del lago que la vio nacer.
Dejó un pequeño poema del gran Efraín Huerta titulado
Tlaloc:
Sucede
Que me canso
De ser Dios
Sucede
Que me canso
De llover
Sobre mojado
Sucede
Que aquí
Nada sucede
Sino la lluvia
lluvia
lluvia
lluvia
Que me canso
De ser Dios
Sucede
Que me canso
De llover
Sobre mojado
Sucede
Que aquí
Nada sucede
Sino la lluvia
lluvia
lluvia
lluvia
Armando Enríquez Vázquez
publicado en junio de 2017 en intensohd.wordpress
fotografía Rubén Camarillo