Cuando era niño el mercado de
Santa Julia era una especie de tierra prometida. Todos aquellos fines de semana
que me quedaba a dormir junto con alguno de mis hermanos en la casa de mis abuelos,
implicaban un domingo lleno de rituales que en algún momento de la mañana
incluía la visita al mercado de Santa Julia.
Esto sucedió durante los años
finales de la década de 1960 y los primeros de los años setenta del siglo
pasado. Mis abuelos vivían en la colonia Anzures, por aquellos días no existía
aún el circuito interior; la avenida Melchor Ocampo de amplios carriles con un
enorme camellón en desnivel ocupaba su lugar. El camellón tenía escaleras para
acabar con la diferencia de alturas que separaba la colonia Cuauhtémoc de
Anzures. Tampoco existían los ejes viales Thiers y Mississippi eran grandes
avenidas y lo mismo sucedía con Revolución y Patriotismo que tenían flujo en
ambos sentidos y servían para llegar de nuestra casa en la Colonia Nápoles a la
casa de los abuelos.
El ritual dominical, iniciaba
ya fuera con una caminata que dábamos con mi abuelo, para ponernos a la altura
de él nos poníamos uno de sus sombreros de fieltro, por las calles de Anzures
desde Michelet, donde vivían mis abuelos, hasta Mariano Escobedo donde está el
hotel Camino Real y de regreso, o con un paseo en caballo en el cercano
zoológico de Chapultepec. Las rejas verdes abiertas con globeros que parecían
custodiarlas y al entrar la calzada principal que ostentaba cacatúas y diferentes
pericos y loros de vistosos plumajes a los cuales no encerraba jaula alguna, imagino
deben haber estado encadenados a los enormes aros metálicos que como farolas
decoraban ambos extremos de la calzada hasta llegar a las taquillas donde mi
abuelo nos rentaba caballos en los cuales en un principio se recorría el
interior del parque, de pronto un día los caballos ya no podían ir por el
interior del parque y entonces el recorrido era en el perímetro de las verde
reja del zoológico, arriba de un jamelgo de paso cansado y con una cuerda que
llegaba a la mano de un hombre que paso aún más cansino, jalaba supuestamente
al animal se recorría de memoria los andadores del zoológico, al tiempo que me
sentía el Llanero Solitario del programa de televisión, a pesar de que caballo
que montaba semana a semana no se parecía a Plata, ni en el tipo de corcel y
mucho menos en el pelaje, alcanzaba a
ver a uno que otro de los habitantes del Chapultepec. Aquel animal era pinto
con manchas cafés y blancas, y Pinto se llamaba el caballo que aquellos
domingos montaba en el zoológico, como a mi abuelo le gustaba llegar recién
abierto el parque, casi nunca había problema en montar a ese mismo caballo. Por
lo general el paseo a Chapultepec terminaba cuando antes de subir al auto del
abuelo este nos compraba uno de esos globos, entonces muy sencillos, decorados
con líneas gruesas de tinta o puntos, los más elaborados portaban el logo de
Batman, que custodiaban la entrada del Zoológico.
Después había que llevar a mi
abuela a la iglesia a misa. La iglesia aún está en la calle de Río Po, antes de
llegar a la Iglesia, mi abuelo estacionaba su carro frente al mismo puesto de
periódico donde compraba el periódico, el encargado de puesto lo vía llegar y
ya tenía el periódico de mi abuelo, que no se tenía ni que bajar del auto; él
leía Novedades, mientras que en casa mi padre leía El Excélsior. Lo que sí
variaba era lo mi abuelo nos compraba y el hombre aquel espera un momento a la
puerta del carro en lo que decidíamos que comics de editorial novero íbamos a
querer; El inspector ardilla, Lorenzo y Pepita, Periquita, La pequeña Lulú, El
pájaro loco y Andi Panda, eran nuestras lecturas favoritas de los domingos por
la mañana. El hombre tomaba el pedido y regresaba con las historietas.
Ya con el material de lectura
nos dirigíamos a la iglesia. Mi abuela entraba a escuchar la misa, cubierta de
mantilla, mientras mi abuelo y nosotros permanecíamos en el carro leyendo. Rara,
muy rara vez entrabamos en la Iglesia.
El Novedades me gustaba por su
sección infantil llamada; Mi periodiquito. El Excélsior por su nota roja.
Cierto día en la nota roja de El Excélsior apareció una foto de uno de los
costados de la iglesia a la que íbamos los domingos a llevar a mi abuela, los
ladrillos se veían oscuros. Un hombre se había suicidado al interior del templo
rociándose gasolina y prendiéndose al más puro estilo bonzo. Eso explicaba la
nota. Fue la primera vez que leí la palabra, cuyo significado no explicaba la
nota, y me llamó la atención, no entendía que significaba y que relación tenía
con un hombre que se había prendido fuego a sí mismo. Bonzo sonaba al payaso o
a la serie de televisión Bonanza.
Al siguiente domingo al ir a
la iglesia bajé del auto con todo el morbo y la curiosidad, dizque a acompañar
a mi abuela a misa, la celosía de ladrillos al costado de la fachada de la
iglesia aun mostraba la marca negra que las llamas le habían impregnado y a la
cual no podía dejar de mirar desde la banca. Esa fue la última vez que fuimos a
aquella iglesia. Mi abuela optó por una que estaba en Polanco cerca del Parque
Lincoln donde un nuevo elemento se unió al ritual dominguero, mientras mi
abuela entraba a escuchar misa, nosotros engullíamos los tamales que una mujer
mantenía en una olla de aluminio, para después “hacer la digestión” leyendo en
el interior del carro de mi abuelo.
Tras la misa, regresábamos a
la casa y mi abuela se bajaba del carro, para que nosotros, los nietos en
compañía del abuelo, finalizáramos el ritual dominical con la visita al mercado
de Santa Julia, motivo de ser desde mis ojos infantiles de esa serie de actos
que marcaban el domingo. El Mercado era un lugar lleno de promesas y que se
volvía una expectativa conforme avanzaba la semana.
Mi abuelo estacionaba el carro
en esas calles de barrio bravo y peligroso encargándoselo a un hombre que
buscaba como ganarse uno pesos para curar la cruda o mantener la briaga y al
que nadie había designado aun con el eufemismo de franelero.
El mercado se dividía en dos
alas, tal vez en dos edificios diferentes, uno era para los productos
perecederos, a ese nunca íbamos. Jamás comimos absolutamente nada en el
mercado, ni compramos fruta o verdura. Nosotros íbamos al edificio dedicado a
productos de otro tipo; había zapatos, artículos de tlapalería, ropa y el
destino de nuestra andanza por los pasillos oscuros iluminados por el brillo
amarillento de focos, que imagino de poco watts por lo amarillo de la luz. La
culminación de un domingo lleno de agasajos; los puestos de los juguetes. Bolsas
con soldados de la guardia real inglesa de plástico y con las casacas pintadas
en diferentes colores. Los clásicos luchadores congelados en la posición de
brazos abiertos y las mascaras pintadas con los colores de los principales
ídolos de los niños. Pelotas de hule espuma y raquetas de bádminton. Cochecitos
de Matchbox. Juegos de antifaces del
Llanero Solitario. Arcos de madera y flechas con punta de succión. Los puestos
de juguetes parecían estar mejor iluminados que el resto del galerón de
estrechos pasillos, incluso tenían un brillo interior, aunque en realidad estoy
seguro de que no era así. Por unos minutos el mundo parecía concentrarse en ese
pequeño local donde los juguetes se amontonaban.
Cada domingo salíamos del
mercado de Santa Julia con un valioso cargamento en una sencilla bolsa de plástico,
que llenaba de novedad la tarde el domingo y conforme pasaba la semana los
soldaditos, luchadores y gallitos de bádminton se perdían en la oscuridad de un
enorme cajón lleno de juguetes, que parecía no tener fin porque todos aquellos
domingos mi abuelo nos compraba nuevos juguetes que con la avaricia de los
niños aceptábamos.
Nunca he regresado al mercado de
Santa Julia, no sé donde está, pero permanece en la geografía mítica de mi
niñez como un lugar semi oscuro; la cueva del dragón que resguardaba un tesoro
de plástico al que cada domingo con la ayuda de mi abuelo, le robábamos unos
cuantos juguetes.
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