lunes, 26 de diciembre de 2016

Caminar Reforma.





¿Caminar porque es sano? ¿Caminar es ecologista? ¿Caminar por necesidad? No, la verdad, caminar por el puro placer de hacerlo, por tomar el tiempo de ver, disfrutar, de sorprenderse y recordar. De reconocer que nuestra ciudad es digna de orgullo.
Hace unas semanas me di la oportunidad y el placer de caminar a lo largo de Paseo de la Reforma desde Avenida Juárez hasta Mariano Escobedo. Lo primero fue admirar la grandeza de nuestra ciudad, esa, que todos sabemos está ahí pesar de los vituperios y de la mala leche de los provincianos. Esa de la que todos debemos sentirnos orgullosos. La que va más allá de políticos y problemas de transito, la seguridad, o las trivialidades del día a día. Nuestra Ciudad de los Palacios. Darnos la oportunidad de caminar el Paseo que Maximiliano hace más de un siglo mando construir, un día cualquiera de la semana.
 A la vista y a la mía en particular, quedan los grandes cambios que el paisaje urbano ha sufrido desde los años setenta cuando por primera vez recuerdo haber caminado por la gran avenida. Cambios que intentan desaparecer pedazos de mi vida y de la de otros y obligan a ahondar en la nostalgia. Muchos son parte de la historia, no sólo de la personal, sino de nuestra ciudad, de México.
Sin haber vivido por mucho tiempo en el Centro, la Juárez, Cuauhtémoc, o en cualquiera de las colonias aledañas, menos de un año fue el tiempo que viví en la calle de Tiber, a principios de los ochenta, puedo mencionar momentos y recuerdos precisos en Paseo de la Reforma a lo largo de mi vida.
A mediados de los años setenta cerca del cruce de Insurgentes y Reforma estaba el Cine Roble. El Roble era uno de esos cines que parecían estadios; varios pisos, cientos de butacas, balcones. Una de las viejas glorias de los tiempos cuando los cines tenían el poder de aglomerar a las masas de una manera religiosa. Para mediados de los setenta El Roble estaba herido de muerte, y sólo el glamur de la Muestra Internacional de Cine lograba el regreso de las multitudes a sus asientos. Así lo conocí. Siendo un estudiante de secundaria, que con sus ahorros había comprado un abono para la Muestra de Internacional de Cine y todos los días al salir de la escuela me iba de Mixcoac a Paseo de la Reforma para comulgar en el cine. El terremoto del 85 le dio la estocada final, como a tantos otros edificios. Hoy en el lugar donde estaba el cine se encuentra otro centro de espectáculos, eso sí de peor calidad tanto en el entretenimiento como, en la arquitectura; la Cámara de Senadores.
Recuerdo que un día, al salir de El Roble, tenía que ir a la oficina de mi padre, que se encontraba frente a la Columna de la Independencia, pues tenía cita con el dentista que estaba en Satélite, lo cual era una excursión porque nosotros vivíamos en el sur de la Ciudad, pero el dentista era muy amigo de mi padre por lo tanto él era siempre el encargado de llevarnos. Al llegar a la oficina y mientras esperaba a mi padre, comencé a hojear mi programa de la Muestra, entonces, con horror, me di cuenta de que había perdido el abono. Lo busqué por todos lados. Revolví la oficina de mi padre sin encontrarlo, finalmente, decidí regresar sobre mis pasos en Reforma hasta el Cine esperando un milagro. Y bajo la mirada de esa Victoria Alada, a la que siempre hemos llamado Ángel, el milagro se concretó; a la mitad del trayecto sobre el ancho camellón descubrí mi abono bocabajo, pisoteado.
En aquellos días, Paseo de la Reforma estaba lleno de cines majestuosos y legendarios; el cine Chapultepec, donde está hoy la Torre Mayor y en donde una ocasión escuché a un burócrata decirle a otro que lo increpaba a ver alguna de las películas de Rocky.
-No, porque no me gusta que le peguen a Rocky.
Para entrar a la sala había que subir una escalinata semicircular, que asemejaba la de un palacio, o casa de las Lomas, esas que el cine mexicano reconstruía en sus sets. Aquellos cines de principios y mediados del siglo XX tenían siempre una escalinata, ya fuera para entrar al cine, como El Roble, o como en el caso del Cine Chapultepec antes de entrar a la sala que le deban esa idea del templo al cual se entra para la comunión. Al menos siempre me pareció así.
 El Cine Diana, frente a la fuente de la diosa romana, hoy convertido en un complejo de muchas salas pequeñas. Alguna vez me tocó ir a una entrega de Arieles, esos con los que los cineastas nacionales se hacen el chaca- chaca mental de estar recibiendo el Oscar. El Cine Diana ya estaba entonces muy maltrecho y las incomodas butacas pintadas de verde pistache, descarapeladas y con asientos y respaldos de vinipiel rojo, en algunos casos rotos, daban el marco perfecto para lo que se celebraba; la patética industria cinematográfica de México.
El Cine Latino, uno de los más modernos en los setentas, era el lugar donde se exhibía la última de las películas de la Muestra, por lo general lo que hoy conocemos como un blockbuster, y entonces se llamaba una superproducción norteamericana. En su enorme pantalla vi por primera vez, Alien y Apocalispsis Now. Mi abuelo materno murió en las butacas de este cine. Hoy sólo ruinas permanecen con la cortina metálica abajo. Los cines Paris y Paseo antes de llegar a Avenida Juárez, uno de cada lado de la avenida. Más modestos, pero completaban el circuito cinematográfico de Paseo de la Reforma.
Alguna vez crucé Reforma inundada a la altura del Cine Latino con el agua arriba de los tobillos cargando a mi ex esposa para evitar que se mojara, entre los aplausos de algunos automovilistas y lo claxonazos de otros. El hecho se volvió parte de la leyenda familiar y muchos años después caminé por un Paseo de la Reforma con tanto granizo que simulaba haber nevado. Después de haber visto cientos de aves de origami afuera de la embajada japonesa en honor de las víctimas del tsunami que arrasó Fukushima.
Pasando Lafragua, caminando hacía el norte y antes de llegar a Juárez había un enorme edificio habitacional, hoy lujosos hoteles ocupan su lugar, con una entrada formidable, obra de la arquitectura de principios del siglo pasado,  tenía como en el caso de los cines una escalinata maravillosa para dar paso al futuro prometedor del siglo XX. Cuando lo conocí la fachada estaba pintada de un tono ladrillo, ese edificio que me enamoró, como tantos otros de la zona que ya no existen, me sirvió como locación en una de las escenas de uno de mis ejercicios cinematográficos de la escuela de cine.
Años más tarde sobre esa misma cuadra un conocido abrió una librería que visitaba de vez en cuando. También sobre esa cuadra en uno de los hoteles, no recuerdo en cual, llevé a cabo mi primera transmisión en vivo. Unos premios de una revista de publicidad.
 La esquina de Juárez y Paseo de la Reforma fue durante meses punto de encuentro matinal, para desayunos memorables.  Así como punto de partida, una funesta noche de abril, en que la cena terminó como no debía; en dos taxis yendo en sentido opuesto. Por un lado veo “El Caballito “de Sebastián al que, Valentina, mi hija cuando tenía 4 años describió como “El Rey León”. En contra esquina Excélsior, el periódico de la vida nacional, de la ignominia, de la corrupción y la mediocridad. La primera vez que entré en sus instalaciones fue a mediados de los setenta. La ruin traición de Regino Díaz y sus secuaces no se había perpetrado y recuerdo la sorpresa y maravilla que me produjo asomarme en las entrañas del periódico que se leía en casa. Unos cuantos años más tarde, Ernesto Priani, amigo de la secundaria me acercaría al libro de Leñero y su madre contaría la historia de cómo Regino Díaz sacrificó a la cooperativa por ser director del Periódico. También conocí a los hijos de Regino y de la prepotencia que su padre les inculcó. Ésta esquina de Reforma se vincula con mi vida de más formas de las que quiero creer. Años después conocí a los autores del tiro de gracia que acabaría definitivamente con la cooperativa, auspiciados por el gobierno de Fox, desmantelaron la cooperativa para levantar un periódico de pésimos contenidos, pero lleno de premios por su diseño. Así de absurdo como se lee.
Desde mi primera infancia, recuerdo Paseo de la Reforma, mi padre nos llevaba a su oficina que estaba frente a la columna de la independencia, los 16 de septiembre y desde las ventanas de un tercer piso que en realidad era como un sexto o séptimo, veíamos el desfile militar. Después en ese mismo edificio inicie mi vida laboral durante unas vacaciones de verano, aun siendo un estudiante de secundaria.
A mediados de los años noventa tenía que visitar frecuentemente dos edificios en los que se encontraban las oficinas de algunos clientes. El primero ya no existe estaba en contra esquina de la Bolsa de Valores en la glorieta de la Palmera, el edificio, un corporativo de varios pisos ha desaparecido para dar paso a un enorme agujero que anuncia la construcción de un nuevo rascacielos en la zona. El otro en el cruce de Insurgentes y Reforma a un lado de donde estuvo el Hotel Continental, una de las víctimas del terremoto de 1985. Reforma 156, alguna vez oficinas del Banco Internacional y más tarde de BITAL lucen vacías y cerradas, en las pequeñas escaleras eléctricas que llevan al lobby del edificio vi a “Resortes “, en sus años finales, pero todavía luciendo el cabello negro azabache y un saco morado. En el fondo de ese Lobby había un gran mural de O’Gorman, hoy se encuentra en otro gran corporativo sobre el mismo Paseo de la Reforma.  Todavía en la azotea del alto edificio se ve una enorme antena cónica y dorada, donde el jefe de mantenimiento del banco se balanceo de un lado a otro durante el segundo temblor de 1985. Lo contaba con orgullo y cierto sentimiento de terror, doce años después. En la esquina, enfrente de la sucursal del banco, en la pequeña calle que desemboca a la semi glorieta que lleva a Reforma vendían en ese entonces los tamales callejeros más espectaculares que haya comido jamás.
Una mañana de 1998, mientras el país se preparaba a ver a la selección nacional en uno de sus encuentros del mundial de Francia, caminaba por el camellón esperando la hora de una junta de trabajo, Reforma estaba inusualmente vacía y comenzaban a llegar los policías encargados de cuidar el orden en caso de que la selección ganara. Caminaba cuando un camión lleno de escolares pasó por la avenida.
- ¡Adiós Lapuente!
 Gritaron los estudiantes en referencia a mi gordura y la boina que llevaba calada.
Tiempo después, tuve otro cliente en Reforma, el edificio sigue ahí y se ve más prospero que hace algunos años. Recuerdo que a principio de los años setenta existían aún viejas casonas porfirianas sobre Paseo de la Reforma, hoy casi todas ellas han desaparecido, las que han corrido con mejor suerte han sido incorporadas a las fachadas de los edificios que las rodean hoy en día. Algunas se han vuelto carátula de enormes complejos de oficinas o centros comerciales y cines, otras sólo una curiosidad arquitectónica dentro del diseño contemporáneo de enormes edificios. Las que con peor suerte corrieron fueron convertidas en estacionamientos.
El edificio de la Cámara de Comercio del DF y algunos de los hoteles que se encuentran entre Juárez y la Glorieta de Colón son glorias del porfiriato, que pasan inadvertidas por los presurosos peatones.
Justo en la Glorieta de Colón existió durante mucho tiempo frente al hotel, un enorme edificio que albergaba las oficinas de la Secretaria de Agricultura y Recursos Hidráulicos. Ahí trabajo durante toda su vida mi abuelo paterno. Hoy otro gran conjunto habitacional está siendo edificado en su lugar.
El camellón central ha sido modificado, alguna vez fue plano con los mismos mosaicos rojos de barro, que los camellones. Tenía jardineras rodeadas por una cerca de semicírculos de varilla metálica, hoy  parece el lomo de un cocodrilo durmiente.  Lo imagino homenaje involuntario a Efraín Huerta y a la “del piernón bruto” que lo rebasó por la derecha. Pararnos en él, nos muestra si miramos al poniente el Castillo de Chapultepec, cómo desde siempre, desde que Maximiliano diseño el Paseo en honor a Carlota, creyendo haber trazado la mejor ruta entre Palacio Nacional y el Castillo de Chapultepec. El camino ha cambiado muchas veces, desde que tengo memoria  las aceras han sido modificadas, las bancas de cantera se hacen acompañar ahora de bancas “artísticas” algunas hermosas, otras, curiosas y las más para rellenar el camellón y estorbar al peatón. Algunas estatuas de próceres de la Guerra de Reforma han desaparecido, otras continúan ahí, invisibles al transeúnte. La Diana ha ido y venido paseando por Reforma y sus alrededores, como El Caballito, que hoy se encuentra lejos de su lugar. Alguna vez en la glorieta de la Diana, hubo una extraña fuente, eran como hongos geométricos de diferentes tamaños que celebraban cualquier tontería que al entonces regente se le hubiera ocurrido, cuando la Diana regresó a su glorieta, en más de una ocasión me tocó ver las aguas de la fuente espumeantes de detergente que algún bromista había dejado caer en la fuente causando un caos en Reforma y una maravillosa imagen en la mente de los que por ahí pasábamos; de espumas de colores rodeando la majestuosa desnudez de la Cazadora. Emulando a las strippers de los setenta en bañándose en sus copas de Champagne.
El trayecto terminó frente a la Puerta de los Leones, magnifica entrada a Chapultepec, hoy obstruida y minimizada por la construcción de la columna nueva del emperador, a la que la ya muchos llaman a monumento a la Suavicrema, y que sólo los tontos no pueden ver su relación con los doscientos años de nuestra independencia, el cuarzo con el que se construyó es finlandés.
Reforma,es más; por un lado hasta la salida a Toluca, por el otro se funde con el camino a La Villa, pero esos son otros senderos que no caminé.
Caminar, y como diría Machado, “Al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”. O sea que en términos filosóficos por la misma Reforma no caminarás dos veces.


Una primera versión de este texto fue publicada en palabrasmalditas.net

jueves, 22 de diciembre de 2016

Tlatelolco.





El pasado sábado por razones personales fui a Tlatelolco y más allá de cumplir con mi objetivo, aprendí muchas cosas que la mayoría de los mexicanos desconocemos y caminé por una ciudad dentro de a ciudad, pero eso no debería ser raro ya que desde tiempos inmemoriales Tlatelolco fue un espejo de México Tenochtitlán.
Fundada de acuerdo con la mayoría de los estudios alrededor de 1337, unos doce años después de la fundación de México Tenochtitlán, Tlatelolco fue una ciudad gemela de la capital azteca. Tlatelolco es en pleno siglo XXI una ciudad dentro de la capital del país, tal y como se planeó en 1960 cuando comenzó la construcción de esos monstruosos edificios que encerraron a miles de familias en su modernidad y crearon la entropía de una ciudad dentro de otra como si la modernidad significara convertir a las ciudades en inhabitables matrushkas.
Tras la derrota y caída de Tlatelolco, los españoles construyeron con las mismas piedras que habían sido pirámides y los dioses de los tlatelolcas, el convento de Santiago que aun se mantiene en pie y junto a los restos prehispánicos que se han descubierto, la unidad habitacional y el edificio del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, antes Secretaría de Relaciones Exteriores, rodean ese extraño lugar llamado plaza de las tres culturas.
Llegue por el subsuelo, en el cada día más caótico, sucio y ineficiente Metro. No sin antes presenciar en el andén de la estación Coyoacán el espectáculo esquizoide de un indigente semidesnudo que gritaba y pateaba al aire sin que absolutamente nadie se preocupara de retirarlo de una zona en la que un accidente para él o para cualquier otro usuario es latente. El convoy se detuvo inmóvil entre diferentes estaciones demostrando una vez más la pésima gestión y planeación con la que sindicato y autoridades de la CDMX (Marca Registrada) manejan el STCM (Sistema de Transporte Colectivo Metro). Lo que nos permitió a los usuarios deleitarnos con el desafinado canto de un ciego y los alaridos de un adolecente que no pude discernir si cantaba ranchero, tríos, o reggaetón.
Al llegar finalmente a la estación Tlatelolco un extrañísimo mural recibe al usuario que decide apearse en el andén y subir las escaleras que conducen hasta la salida. En el centro de la obra un hombre de barbas canas con la mano extendida y el que no se sabe si da una ceremoniosa bienvenida al ciudadano que se baja del metro o retrata a uno más de los indigentes generados y descuidados por el gobierno de Miguel Ángel Mancera, extendiendo la mano en señal de pedir limosna en una Ciudad que a lo largo de los últimos gobiernos de izquierda se ha empobrecido por que los gobernantes están más empeñados en hacer dinero para financiar sus vidas y sus campañas electorales que para mejorar la vida los capitalinos.



Salir y recorrer ese laberinto de caminos estrechos y pavimentados que comunican los diferentes edificios, plazoletas, zonas comerciales y conducen hasta arterias fundamentales para el tránsito de la zona centro norte de la CDMX (Marca Registrada), es convertirse en turista dentro de un micromundo que envejece como lo hacen sus habitantes. Muchos viejos caminando con perros, parques con juegos infantiles vacíos hablan de una ciudad de hombre y mujeres de edad. Modestos por no decir tristes vendedores de quesadillas, tamales y otros alimentos, esperaban sentados a una clientela difícil de ver llegar.
Desorientado y sin waze el camino que emprendí iba en sentido contrario a mi destino, al llegar cerca del Circuito Interior me di cuenta que la calle sobre la que caminaba era Nonoalco y el recuerdo del inicio de la gran novela de Fernando del Paso vino a mi mente. Más tarde confirme que la unidad habitacional se había alzado no sólo sobre los restos de la histórica ciudad de Tlatelolco valiéndole madres a los gobiernos de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, si no que ahí habían estado parte de los patios de los ferrocarriles donde José Trigo con su cabello encarrujado y entrecano pasó parte de su vida, entre los trenes de Buenavista-Nonoalco.
Ahí entre esos edificios ubicados en más de 960,000 metros cuadrados, se observan los fracasos del hacinamiento revolucionario modernista, con lugares como un cine en ruinas todavía más desoladas que los restos de las diferentes capas de las escalinatas del templo mayor de Tlatelolco, que atestiguan de manera muy somera que la magnitud de aquella pirámide desde la que los conquistadores contemplaron la grandeza de la ciudad contigua México-Tenochtitlán.
Gimnasios, escuelas y la enorme explanada de la plaza de las tres culturas donde 4 años después de inaugurada la unidad habitacional habría de suceder la matanza más negra que el PRI hiciera en contra de los jóvenes mexicanos. En esa Plaza donde hace casi quinientos años cayó finalmente la civilización Mexica, donde hace 58 años fue masacrada una parte pensante y critica de México y en 1985 se desplomó un edificio completo demostrando que la corrupción estaba presente en el ya en el sistema priísta ya desde ese entonces cuando Mario Pani construyó la microciudad dentro una de las ciudades más grandes del mundo. Y recuerdo una mega ofrenda de día muertos ese mismo año de 1985 y al siguiente para honrar la memoria de esos cientos de muertos, como recuerdo el inmenso campamento que damnificados que ocupaba los prados que dan a la avenida Ricardo Flores Magón.



En la década de los 70 en alguna ocasión visitamos a la viuda de un familiar de mi madre que tenía hijos de nuestra edad y mantengo el recuerdo de pisos de parqué y una gran de cantidad de luz, en 1985 los departamentos de la sección del edificio Nuevo León que quedó en pie se mantenían abiertos, amueblados y vigilados por el ejército para en teoría evitar la rapiña. Mientras al lado cascajo, muebles, y fotografías de familias que ya no existían como un brutal recordatorio de aquí hacía solo unas semanas había existido una cotidianidad.  
En el atrio del ex Convento de Santiago había una especie de romería, con estudiantinas, que intentaban alegrar a los paseantes que ignoran en muchos casos que a principios del siglo XX, el convento era una prisión de la que el mismo Pancho Villa se escapó disfrazado de mujer.
Tlatelolco como hace quinientos años es un espejo de la ciudad principal y no deja de ser un viaje dentro de esa ciudad que nos obsesiona día a día. Pero es otro de esos sitios en la ciudad en los que caminar es caminar con la historia de la nación, de la ciudad y muchas veces con la historia personal de cada uno.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Ornitología.



Armando Enríquez Vázquez
El termino ornitología tiene al menos dos acepciones. La primera se refiere al estudio de las aves y es de tipo científico.
 La segunda hace referencia al título de una composición musical de Charlie Parker también conocido como Bird. Ornitología es una variación que el saxofonista hizo de una pieza clásica del jazz llamada How High the Moon. Parker, uno de los más claros exponentes del Bebop del Jazz, en la década de los años cuarenta del siglo pasado junto con el trompetista Benny Harris, compusieron una nueva melodía utilizando la vieja composición. Sobre una progresión de acordes del clásico surgía una nueva pieza, algo que fue común entre los músicos de Bebop y en especial en la historia de Parker como compositor.
Pero más allá de hablar de aves o de jazz, lo que me propongo con este texto es poner a consideración una nueva acepción de la palabra ornitología, que tiene que ver con una serie de antojitos informales que los mexicanos degustamos en las aceras de la Capital y otras ciudades del país y que todos tienen como denominador común nombres de aves. Son platillos fáciles de preparar y de consumir, en cuanto a digerir esto es difícil de calificar, con los que cualquiera puede ir deleitándose en su periplo al trabajo, pues no necesitan plato. Todos ellos tienen como otra característica en común; un bolillo o telera como uno de los principales ingredientes, su nombre proviene del sustancioso relleno, que cambia entre las diferentes especies. Hay que dejar muy en claro que a diferencia de una torta sencilla o compuesta, los platillos de la ornitología son piezas culinarias que contienen dentro de un pan, un platillo que por sí sólo ya tiene la cantidad necesaria de calorías para toda la semana. Un ingrediente, que sin ningún problema nos comeríamos en un plato sin la necesidad de un plato.
Esta nueva acepción de la palabra también define una revolución alimenticia, ya que es otra mirada a la forma en que ingerimos la famosa vitamina T, combinando, en más de un caso, varios alimentos del grupo que contienen esta vitamina para delicia de los mexicanos. Para los que desconocen la vitamina T, baste decir que es un elemento imprescindible a lo largo de la jornada del mexicano, del cual se desconocen los efectos medicinales, pero que sin duda nos ayuda a enfrentar la vida con ánimos y esperanza.
Cabe también mencionar qué si bien estos platillos no son exclusivos del desayuno, es por la mañana cuando la mayoría de los mexicanos los consume, aun después de haber desayunado obedeciendo al dicho, como un rey. En muchos espacios de Internet se habla y se recomienda a estos platillos como meras botanas que apaciguan el apetito antes de llegar a comer o cenar a casa, o simplemente como sustituto de las papas fritas o palomitas con las que se acompaña a esa sana diversión de dirigir a la selección nacional desde un sillón, encervezado y sin noción alguna de un deporte que jamás se ha practicado.
La primera de estas ya no tan inusuales viandas es la Guacamaya. La Guacamaya es un platillo mañanero del Bajío. Es una torta de chicharrón seco o duritos, como coloquialmente le dicen los guanajuatenses, con jitomate, cebolla y cilantro, picados y una salsa de chile de árbol. Tal vez el color rojo de la salsa con el jitomate y los destellos dorados del chicharrón hayan hecho que alguien bautizara a la combinación con el nombre de la colorida ave. Aunque existe una versión más prosaica que el nombre procede de un alcohólico de la región empecinado en comer el platillo, beber tequila y hablar sin parar como una Guacamaya. Sobra decir por cuál versión me inclino yo. Esa es la forma clásica para preparar una Guacamaya que durante años prevaleció en el centro del país. Pero los tiempos cambian y las nuevas generaciones quieren imprimir su sello en las tradiciones por lo que se han desarrollado un número de variantes acorde con el paladar del comensal; hay quienes añaden cueritos al relleno de la torta, incluso me he llegado a topar con la noticia de que un grupo de habitantes de la zona preocupados por su salud y el buen desempeño de sus actividades laborales a lo largo del día, han desarrollado una Guacamaya que lleva integrada al centro, como el centro de sabor de ciertas paletas, una flauta de picadillo o requesón y por supuesto aquellos amantes de  comidas  más naturales y orgánicas le han agregado aguacate a la combinación. Lo que si no podemos dudar es que todas ellas son en sí un alimento que podría hacer lo que la cabalgata contra el hambre del gobierno no puede hacer.
En Hidalgo, existe el Guajolote, no confundir ni con el ave, ni con otro clásico de esta clasificación ornitológica llamada Guajolota. El Guajolote es otra de las grandes fusiones gourmet de la cocina esquinera y madrugadora de nuestro país, tiene su origen en dos clásicos de nuestra cocina: El sope y la torta. Porque no basta con una buena torta de pollo con queso, si se le puede agregar además de sus frijolitos, cebolla y picante, dos grasosos sopes de esos que nos gustan tanto. Los historiadores de tan nutritivo platillo fechan su origen a principios del siglo 20, en Tulancingo, Hidalgo, cuando una mujer que tenía un puesto de comida ofreció una Nochebuena a los comensales, un grupo de forasteros que habían llegado al pueblo a instalar la energía eléctrica, estas tortas, que comieron muy contentos, o tal vez muy resignados por qué a falta de pavo navideño torta de sope y de ahí el nombre. Lo que para unos debió de haber sido un vía crucis en aras de la modernidad, sin duda fue para esta mujer y el pueblo de Tulancingo el nacimiento de una tradición culinaria y de un platillo capaz de hacer sucumbir al más hambreado.
Pero, llegamos a los clásicos de la ciudad de México. Donde todas las mañanas miles de estas aves son deglutidas por hombres y mujeres en camino al trabajo. El desayuno de campeones. La Guajolota o torta de tamal uno de los alimentos si no más nutritivos, si de los más llenadores. Capaz de mantener al estomago en digestión por las siguientes 24 horas, momento en que otra torta de tamal es ingerida y para los muy osados o de gran estomago nada mejor para lubricar el paso de la miga de maíz y el migajón de trigo que un gran vaso de atole de arroz para tener a los tres principales cereales, no en un día, ni en un ingesta, si no en mismo trago. La Guajolota, como los otros antojitos de la ornitología tiene diferente subespecies; hay quienes gustan de la torta de tamal de mole, otros de tamal verde, los menos piden su torta con tamal tipo oaxaqueño y los más innovadores la piden de tamal de dulce. Incluso existen una serie de puristas que insisten en que La Guajolota tiene que llevar el tamal frito en aceite, de lo contrario se trata de una simple torta de tamal light. Existen otros gourmets que dicen que si el tamal es de mole, entonces a la Guajolota se le debe agregar una buena cucharada de crema.
Finalmente hay que hablar de una especialidad que surgió en un restaurante de la capital y que ha inundado las calles de la ciudad de México, se trata de la tecolota o tecolote. Originaria al parecer del restaurant de Sanborn´s, otro clásico de la ciudad, donde se sirven como una modalidad de molletes, la torta de Chilaquil, o Tecolota, migró a las esquinas de la ciudad y ha evolucionado, pues ahora contiene frijoles, crema, queso rallado, pollo, en algunos esquinas cochinita pibil, chorizo, milanesa o incluso una pechuga empanizada y puede ser verde o roja, aunque espero que pronto los chilaquiles que interesan a este manjar puedan ser también esos chilaquiles negros que se preparan con chile pasilla.
Todos estos platillos pueden prepararse en casa sin ningún problema, pero nada los hace más sabrosos y atractivos que el saber que entre los ingredientes se pueden encontrar las amibas y salmonellas que pululan en las manos de los vendedores callejeros o en aire de los respiraderos del metro.
Mientras el alto mundo culinario está en la deconstrucción, con platos semivacíos y a veces con nombres absurdos que necesitan incluir palabras en francés para justificar su mezquindad, penuria y precio, a la mayoría de nosotros nos gusta la fusión de platillos que son nuestros favoritos, en cantidades suficientes como para recordarnos porque somos uno de los países más obesos del mundo.
Quedó en espera de otra de estas maravillosas aves a ser descubierta, pero por lo pronto ahí van un par de sugerencias:
La torta de gordita de chicharrón, combinar estos dos clásicos de la cocina esquinera chilanga, condimentada con crema, cebolla picada, cilantro y una espesa salsa picante puede ser el próximo gran éxito de nuestras calles. El nombre podría ser la totola, buscando en nuestras lenguas indígenas, o simplemente La Avestruz por la contundencia de la torta.
La otra puede ser una sustantiva torta de tlacoyo, al cual además como en el caso de los oblongos productos de maíz el consumidor pueda escoger el relleno; requesón, chicharrón, frijol o haba y el recubrimiento: papa, chorizo, nopales, quelites, tinga, pancita, etc, decorado con su queso fresco cebolla picada, cilantro y crema. Este nutritivo alimento puede llevar por nombre la cenzontle en la que los 400 cantos se emulan en la cantidad de ingredientes.
Claro que para los nombres son mejores otros y la vox populi tiene más peso que la mía que solo propongo estos platos culinarios.

No sé si alguno de los dos tenga valor alimenticio real, pero sin duda cumple con la regla de poder prolongar su digestión por horas y tal vez días.

Una primera versión de este texto fue publicada en el portal palabrasmalditas.net 
imagen clementejaques.com

viernes, 9 de septiembre de 2016

El deslumbrante fulgor de una bombilla de 60 watts.

   


Cuando era niño el mercado de Santa Julia era una especie de tierra prometida. Todos aquellos fines de semana que me quedaba a dormir junto con alguno de mis hermanos en la casa de mis abuelos, implicaban un domingo lleno de rituales que en algún momento de la mañana incluía la visita al mercado de Santa Julia.
Esto sucedió durante los años finales de la década de 1960 y los primeros de los años setenta del siglo pasado. Mis abuelos vivían en la colonia Anzures, por aquellos días no existía aún el circuito interior; la avenida Melchor Ocampo de amplios carriles con un enorme camellón en desnivel ocupaba su lugar. El camellón tenía escaleras para acabar con la diferencia de alturas que separaba la colonia Cuauhtémoc de Anzures. Tampoco existían los ejes viales Thiers y Mississippi eran grandes avenidas y lo mismo sucedía con Revolución y Patriotismo que tenían flujo en ambos sentidos y servían para llegar de nuestra casa en la Colonia Nápoles a la casa de los abuelos.
El ritual dominical, iniciaba ya fuera con una caminata que dábamos con mi abuelo, para ponernos a la altura de él nos poníamos uno de sus sombreros de fieltro, por las calles de Anzures desde Michelet, donde vivían mis abuelos, hasta Mariano Escobedo donde está el hotel Camino Real y de regreso, o con un paseo en caballo en el cercano zoológico de Chapultepec. Las rejas verdes abiertas con globeros que parecían custodiarlas y al entrar la calzada principal que ostentaba cacatúas y diferentes pericos y loros de vistosos plumajes a los cuales no encerraba jaula alguna, imagino deben haber estado encadenados a los enormes aros metálicos que como farolas decoraban ambos extremos de la calzada hasta llegar a las taquillas donde mi abuelo nos rentaba caballos en los cuales en un principio se recorría el interior del parque, de pronto un día los caballos ya no podían ir por el interior del parque y entonces el recorrido era en el perímetro de las verde reja del zoológico, arriba de un jamelgo de paso cansado y con una cuerda que llegaba a la mano de un hombre que paso aún más cansino, jalaba supuestamente al animal se recorría de memoria los andadores del zoológico, al tiempo que me sentía el Llanero Solitario del programa de televisión, a pesar de que caballo que montaba semana a semana no se parecía a Plata, ni en el tipo de corcel y mucho menos en el pelaje,  alcanzaba a ver a uno que otro de los habitantes del Chapultepec. Aquel animal era pinto con manchas cafés y blancas, y Pinto se llamaba el caballo que aquellos domingos montaba en el zoológico, como a mi abuelo le gustaba llegar recién abierto el parque, casi nunca había problema en montar a ese mismo caballo. Por lo general el paseo a Chapultepec terminaba cuando antes de subir al auto del abuelo este nos compraba uno de esos globos, entonces muy sencillos, decorados con líneas gruesas de tinta o puntos, los más elaborados portaban el logo de Batman, que custodiaban la entrada del Zoológico.
Después había que llevar a mi abuela a la iglesia a misa. La iglesia aún está en la calle de Río Po, antes de llegar a la Iglesia, mi abuelo estacionaba su carro frente al mismo puesto de periódico donde compraba el periódico, el encargado de puesto lo vía llegar y ya tenía el periódico de mi abuelo, que no se tenía ni que bajar del auto; él leía Novedades, mientras que en casa mi padre leía El Excélsior. Lo que sí variaba era lo mi abuelo nos compraba y el hombre aquel espera un momento a la puerta del carro en lo que decidíamos que comics de editorial novero íbamos a querer; El inspector ardilla, Lorenzo y Pepita, Periquita, La pequeña Lulú, El pájaro loco y Andi Panda, eran nuestras lecturas favoritas de los domingos por la mañana. El hombre tomaba el pedido y regresaba con las historietas.
Ya con el material de lectura nos dirigíamos a la iglesia. Mi abuela entraba a escuchar la misa, cubierta de mantilla, mientras mi abuelo y nosotros permanecíamos en el carro leyendo. Rara, muy rara vez entrabamos en la Iglesia.
El Novedades me gustaba por su sección infantil llamada; Mi periodiquito. El Excélsior por su nota roja. Cierto día en la nota roja de El Excélsior apareció una foto de uno de los costados de la iglesia a la que íbamos los domingos a llevar a mi abuela, los ladrillos se veían oscuros. Un hombre se había suicidado al interior del templo rociándose gasolina y prendiéndose al más puro estilo bonzo. Eso explicaba la nota. Fue la primera vez que leí la palabra, cuyo significado no explicaba la nota, y me llamó la atención, no entendía que significaba y que relación tenía con un hombre que se había prendido fuego a sí mismo. Bonzo sonaba al payaso o a la serie de televisión Bonanza.  
Al siguiente domingo al ir a la iglesia bajé del auto con todo el morbo y la curiosidad, dizque a acompañar a mi abuela a misa, la celosía de ladrillos al costado de la fachada de la iglesia aun mostraba la marca negra que las llamas le habían impregnado y a la cual no podía dejar de mirar desde la banca. Esa fue la última vez que fuimos a aquella iglesia. Mi abuela optó por una que estaba en Polanco cerca del Parque Lincoln donde un nuevo elemento se unió al ritual dominguero, mientras mi abuela entraba a escuchar misa, nosotros engullíamos los tamales que una mujer mantenía en una olla de aluminio, para después “hacer la digestión” leyendo en el interior del carro de mi abuelo.
Tras la misa, regresábamos a la casa y mi abuela se bajaba del carro, para que nosotros, los nietos en compañía del abuelo, finalizáramos el ritual dominical con la visita al mercado de Santa Julia, motivo de ser desde mis ojos infantiles de esa serie de actos que marcaban el domingo. El Mercado era un lugar lleno de promesas y que se volvía una expectativa conforme avanzaba la semana.
Mi abuelo estacionaba el carro en esas calles de barrio bravo y peligroso encargándoselo a un hombre que buscaba como ganarse uno pesos para curar la cruda o mantener la briaga y al que nadie había designado aun con el eufemismo de franelero.
El mercado se dividía en dos alas, tal vez en dos edificios diferentes, uno era para los productos perecederos, a ese nunca íbamos. Jamás comimos absolutamente nada en el mercado, ni compramos fruta o verdura. Nosotros íbamos al edificio dedicado a productos de otro tipo; había zapatos, artículos de tlapalería, ropa y el destino de nuestra andanza por los pasillos oscuros iluminados por el brillo amarillento de focos, que imagino de poco watts por lo amarillo de la luz. La culminación de un domingo lleno de agasajos; los puestos de los juguetes. Bolsas con soldados de la guardia real inglesa de plástico y con las casacas pintadas en diferentes colores. Los clásicos luchadores congelados en la posición de brazos abiertos y las mascaras pintadas con los colores de los principales ídolos de los niños. Pelotas de hule espuma y raquetas de bádminton. Cochecitos de Matchbox. Juegos de antifaces del Llanero Solitario. Arcos de madera y flechas con punta de succión. Los puestos de juguetes parecían estar mejor iluminados que el resto del galerón de estrechos pasillos, incluso tenían un brillo interior, aunque en realidad estoy seguro de que no era así. Por unos minutos el mundo parecía concentrarse en ese pequeño local donde los juguetes se amontonaban.
Cada domingo salíamos del mercado de Santa Julia con un valioso cargamento en una sencilla bolsa de plástico, que llenaba de novedad la tarde el domingo y conforme pasaba la semana los soldaditos, luchadores y gallitos de bádminton se perdían en la oscuridad de un enorme cajón lleno de juguetes, que parecía no tener fin porque todos aquellos domingos mi abuelo nos compraba nuevos juguetes que con la avaricia de los niños aceptábamos.
Nunca he regresado al mercado de Santa Julia, no sé donde está, pero permanece en la geografía mítica de mi niñez como un lugar semi oscuro; la cueva del dragón que resguardaba un tesoro de plástico al que cada domingo con la ayuda de mi abuelo, le robábamos unos cuantos juguetes.