miércoles, 19 de junio de 2019

Meteoritos(as) en la Ciudad de México.





El 11 de enero de 2018, supuestamente cayó un meteorito en el área metropolitana de la Ciudad de México, allende la evidencia de un objeto atravesando el cielo al poniente de la CDMX y una estela llamativamente anaranjada, nada se supo al final sobre lo que también pudo tratarse de simple basura espacial, o sea los restos de un satélite al entrar en la atmósfera.
Algunos videos en Youtube dicen que el meteorito cayó en Morelos. (1)
Los meteoritos son siempre fuente que alimenta la imaginación popular o el subconsciente colectivo; pensamos inmediatamente que algo que viene del espacio exterior puede traer al conquistador de nuestro planeta en él, en la forma de un alienígena tipo Predator o Alien o de un virus o bacteria desconocida.
Decir “meteorito” para algunos es pensar en el evento de Siberia en 1908, para otros en la extinción de los dinosaurios. Sin duda la palabra meteorito implica para millones de personas al oírla una suerte de apocalipsis. Por más que en más de una ocasión se nos haya informado la cantidad de material proveniente allende la atmósfera de nuestro planeta que “cae” en la tierra a diario.
Ejemplo: las estrellas fugaces que no llegan a tocar el suelo y para muchos son símbolo de buena suerte, son meteoritos. Pero también está la basura espacial generada por los seres humanos; satélites que terminan cayendo cuando su órbita entra en el campo gravitacional de La Tierra y que en ocasiones nos han tenido a la expectativa y apostando a ver si un pedazo de los paneles solares de tal o cual satélite no cae sobre nuestra casa o en nuestro trabajo.
De hecho, en la divertida serie de humor negro de la primera década de este siglo Death like me, Georgia Lass, personaje principal de la serie, muere en el primer capítulo al ser golpeada por la tapa de un escusado de un satélite artificial.
En la Ciudad de México tenemos nuestros meteoritos como recuerdo de que estos cuerpos celestes llegan a traspasar la atmósfera terrestre. Algunos están resguardados en Palacio de Minería, antigua escuela de Minería e Ingeniería, que se ubica en la calle de Tacuba a la entrada se encuentran varios de estos cuerpos celestes que cayeron en el norte del país y fueron traídos a la Ciudad hace ya más de cien años.



Lo que sorprende de estos enormes restos de viajeros espaciales no es lo mismo para todos, al pararse frente a ellas es imaginar ese andar por lugares que no sólo me son inaccesibles, si no que por más que avance la tecnología en las próximas décadas, ni así me será posible llegar a ellos. Para los burócratas que administran el Palacio es más importante hacer notar a los visitantes que no deben tocar, ni ver en ellos otra cosa que algo prohibido. Por eso tal vez el letrero que las autoridades de la Universidad Nacional Autónoma de México pusieron en las meteoritas (ahora resulta que estos cuerpos celestes tienen género también, aunque después investigando la palabra parece ser que los astrónomos de la UNAM en esa búsqueda por la equidad de género han decidido usar la palabra y aclarar que es sinónimo de meteorito.) pues en todos lados leo meteoritos y sólo en el Palacio de Minería me topé con la palabra meteorita, tal vez sea para borrar ese sexismo y machismo tan evidente en nuestro país.
El letrero es claro y legible: “No subirse a las meteoritas”. La prohibición es clara lo que no es claro es si con ella se pretende evitar que la gente desgaste con sus traseros o zapatos lo que el espacio, el tiempo y la velocidad generada por la fuerza de gravedad en el momento de contacto con la atmosfera de nuestro planeta no pudieron. O si se trata de impedir que una niña o un niño sueñen trepados en la meteorita con llegar a otros mundos del espacio sideral. Impedir que lleguen a imaginar posados en la superficie del cuerpo celeste la soledad que debe haber sentido El Principito en su asteroide, con su flor y moviendo la silla para ver innumerables veces el atardecer.
  




Armando Enríquez Vázquez

lunes, 10 de junio de 2019

La educación musical urbana (II).




Sorprende siempre el ingenio mexicano de llevar la música a todos lados; cantantes de ópera sobre la acera de Avenida Juárez frente al Palacio de Bellas Artes. Cuadras adelante, sobre la calle de Madero una mujer de rasgos indígena, con un vestido de chillante color amarillo, el vestido con vuelos que hipnotizan por con su color llamativo mientras se contonea tocando un acordeón y dos niñas interpretan con sus agudas voces infantiles canciones campiranas.
He visto a un hombre meter un amplificador con un bajo eléctrico y dos tumbas para tocar cumbias en un vagón repleto del metro en la estación CU, logrando la transmutación de los empujones diarios que son fuente de disgustos, alguna mentada y hasta un puñetazo, se conviertan en un vagón que peligrosamente se bambolea sobre el riel en el burdo, torpe y limitado intento por bailar del respetable. También a un joven armar una batería en otro vagón vacío en la estación Constituyentes quien junto con un guitarrista y un vocalista interpretan rolitas populares de rock en nuestro idioma, ante la sonrisa que despierta al pasaje cansado que va a casa después de la rutina diaria.
A una chava muy mal vestida con una guitarra en estado angustioso, arrancar notas celestiales con una voz excelsa en una inmunda pesera en Tlalpan y otra guitarra destartalada, unida a fuerza de tiras de Diurex, acompañar a golpes de cuerdas destempladas a un hombre con una voz similar a su instrumento.
La música llena las calles de la ciudad, la música es una forma de vida para cientos de habitantes de la Ciudad, no sólo en el sentido económico de la frase, no la música es una forma de vida que se vive en las oficinas, en todos aquellos que por las calles y al interior del transporte público llevan sus audífonos con los temas musicales de su vida o del ese momento especifico, en el radio de los carros o en los altavoces de centros comerciales y supermercados.
Todos recibimos en las calles de la ciudad una exposición auditiva que puede llegar a crear gustos reales y placeres culposos que nos acompañaran por días, meses, o toda la vida. Después de escuchar en nuestro caminar un organillo tocando seguimos el resto de la cuadra tarareando El Rey media cuadra por más que odiemos los mariachis y las canciones afines.
Nuestra educación musical es en muchos sentidos, una que se compone además de los gustos que nos creamos o que nos crearon en casa, en la escuela, pero también de ese enorme play list que la Ciudad construye para nosotros de manera azarosa todo el tiempo, o tal vez no tan azarosa.
Etiquetamos despectivamente como “música de elevador”, “de Sanborns” o “supermercado” a la mayor parte de música instrumental y naive que va desde Ray Conniff, Burt Bachara, Sergio Mendes y su Brasil 77 o Frank Pourcel y el inevitable Concorde. Bien merecido el sobrenombre porque eran los lugares y continúan siendo en los que escuchamos este tipo de música. A la que después adoptamos el anglicismo, peor de despectivo que la califica como Easy Listening, como si existiera una música difícil de escuchar y la primera fuera el sucedáneo para los lerdos de oído o de gustos.
Otro de las grandes salas de educación musical en una ciudad como la nuestra se encuentra en la oscuridad de las salas de cine, antes uno salía a comprar el soundtrack de la película hoy la puede uno “Shazamear” mientras ve la película o los créditos de la misma.
A finales del siglo XX en Mix Up tenían a disposición de los clientes audífonos conectados a reproductores de CDs donde se podía escuchar diferentes novedades que estaban a la venta y esto seguramente sirvió para marcar el gusto musical por unas semanas o meses de los compradores.
La ciudad crea su propio soundtrack con cada enajenado dentro de sus audífonos que en cualquier sitio público nos agrede con su tarareo, canturreo o silbido. Todos en ese sentido contribuimos a la educación musical de nuestros conciudadanos a golpe de cada nota que entonamos y llama la atención del otro.



Armando Enríquez Vázquez