En las casas de algunas tías postizas existían bomboneras de
cristal cortado, ese cursi material que acostumbraba remarcar el mal gusto de
la clase media mexicana, llenas de los dulces de Laposse.
La pastilla perfectamente redonda y solida de dulce, algún
color que podríamos atribuir también a una canica; tenue y transparente;
amarillo, rojo, azul o aqua. También, uno totalmente transparente. Al centro,
en teoría, una pasita; característica principal de todos ellos y de la marca.
Durante la infancia esa pasa inmersa en el caramelo, cual
una mosca atrapada en ámbar, me causaba cierta repulsión, superada con los
años, descubrí que liberar la pasa con la lengua al consumir el caramelo se
convertía no sólo en una recompensa, si no el propósito principal del dulce,
cuyo sabor de cierta forma resulta poco atractivo, y hasta secundario en el
consumo de la golosina. En un país donde los caramelos y golosinas tienen
sabores intensos y que resultan agresivos en otras latitudes, el dulce de Laposse es inocuo.
Hoy esos caramelos siguen existiendo y muchas veces al encontrármelos
me regresan cuarenta y tantos años a otros tiempos qué si no eran más
sencillos, eran más simples, como su sabor.
Eugenio Sue fue un afamado escritor y mucho menos afamado cirujano,
pero su mención siempre me lleva a otro médico: El doctor Urquiza, pediatra de
la familia, cuyo consultorio se encontraba en calle que lleva el nombre del francés
y a otro dulce inocuo pero cuyo sabor aun despierta la memoria de mis papilas
gustativas. Las paletitas de anís de Larín.
Esa era la recompensa que el buen doctor daba a sus pacientes tras la consulta
que iba acompañada de una vacuna.
Las paletitas eran pequeñas, de color transparente y con una
envoltura roja con diferentes figuritas en negro, si mal no recuerdo un gato
arqueado entre ellas. Con el tiempo y la desaparición de Larín, las paletas de anís desaparecieron de las tiendas y tal vez
de la memoria de muchos.
Los Tín Larín,
chocolate emblemático de la marca es hoy producido por Nestlé.
Para los niños mexicanos, al menos desde que tengo uso de razón
la combinación entre el chile y el azúcar es condición primordial para una
buena golosina y si además tiene algún tipo de acidez la combinación es
perfecta. De ahí que los niños mexicanos desarrollen una gastritis crónica a
los 12 años lo que produce una evolución en las células de las paredes
estomacales que las convierte en una especie de recubrimiento metálico que
blinda al mexicano de cualquier problema estomacal por el resto de su vida.
De los Miguelitos
en polvo, a los líquidos, pasando por chabacanos rojos, otros en una espesa
pasta de chile y aquellos que de tanta sal han perdido hasta el hueso y hacen
que las momias de Guanajuato parezcan frescas doncellas universitarias, en los
años sesenta y principio de los setentas los niños ya disfrutábamos de todas
estas golosinas deliciosamente tóxicas.
Pulpa de tamarindo con chile en unas graciosas ollitas de
barro que uno vaciaba del dulce cual oso hormiguero en un termitero, con la
lengua recorriendo todos los rinconcitos internos de la olla con la punta de la
lengua.
Otros dulces que sobreviven y son de los favoritos y marcan
la vida de un niño mexicano son aquellos que se elaboran con el mexicanísimo y
versátil cacahuate; la palanqueta, popular golosina que durante años se vendía
envuelta como un chocolate, en envoltura plástica y al interior de papel
encerado para que con la melaza no te quedaran los dedos pegajosos. Hace mucho
que este tipo de palanqueta desapareció para que las palanquetas quedaran
solamente como dulces artesanales.
Los mazapanes que a falta de almendra y exceso de cacahuate
se producen en México con esta semilla y que desde que tengo memoria existen en
dos marcas: Cerezo y De la Rosa.
Y los infaltables cacahuates japoneses con su camisa dura de
harina con soya y algunas veces un poco de picante, ahora también de limón y
que en la adolescencia se vuelven centro de la experimentación al agregarle
salsas picantes, jugo de limón, chamoy líquido, churritos y lo que se les
ocurra a los chicos de hoy.
En los años sesenta o principios de los setenta surgieron también
otros dos corrosivos polvitos que eran dignos de ingerir. Salim y Chilim, venían un
sobrecito metálico y plastificado. Uno era una combinación de limón y sal capaz
de producir en su acidez que uno mantuviera los ojos cerrados de manera
involuntaria por cerca de cinco horas y mis riñones aun no terminan de procesar
tanta sal y el otro incluía además chile lo que lo hacía un tratamiento alternativo
a la cirugía de úlceras pues las cauterizaba al momento del contacto con las
paredes del estómago.
En esa misma exageración existía un chocolate llamado Postre, con una muy poco atractiva
envoltura verde olivo, que tenía relleno de chocolate suave, frutas cristalizadas,
pasas y una cantidad de alcohol necesaria para despertar al gene responsable
del alcoholismo en cualquier niño que lo probara.
Algo similar sucedía con todas las marcas y presentaciones
de cerezas en chocolate, las frutas deben haber permanecido décadas absorbiendo
cualquiera que fuera aquel licor, porque en nada sabían a cereza y la azúcar del
chocolate únicamente ayudaba a que el sopor producido por el alcohol lo llevara
a uno como niño a un estado de duermevela que sólo hasta muchos años después
comprendí que era el inició de la embriaguez.
Después habrían de llegar los dulces combinados con
ingredientes efervescentes que hacía que toda una fiesta de niños pareciera la
sala de emergencia de un hospital con críos llenos de espuma en la boca. Los
duces Selz y las Burbusodas, que además eran picantes por lo que la espuma rojiza hacía
sin duda más dramática la escena.
La llegada del Tratado de Libre Comercio acabó con muchas de
estas empresas y con sabores que a muchos nos remiten a la infancia.
Armando Enríquez Vázquez
1 comentario:
Excelente reseña, esas paletas de anís fue mi primer golosina, eran deliciosas, ojalá y alguna compañía de dulces hagan algunas paletas similares !!
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