lunes, 19 de febrero de 2018

La Ciudad de mis (temblo)amores.




Desde la infancia me hicieron y tal vez a todos los niños de mi generación en los años sesenta y setenta consciente de la sismicidad de la Ciudad de México. Los libros de geografía nos enseñaban que el Eje Neovolcánico es una de las zonas más sísmicas del continente americano y en el se encuentra la Ciudad de México. También aprendimos que en la capital del país tiembla decenas de veces en un día y que estos microsismos son una de las características de la ciudad. En otro de los libros de lecturas de la SEP de la primaria existía una lectura sobre el terremoto de 1957. Durante mi infancia y adolescencia la imagen mental de la victoria alada que simboliza a la capital del país cayendo como una plomada desde la parte superior de la columna de la Independencia vivó en mi mente y junto a la crónica o relato de lo sucedido la madrugada del 28 de julio de 1957 imaginaba de una manera meramente literaria la tragedia que esa madrugada acaeció en el entonces Distrito Federal.
Muchos años después ví una fotografía de la cabeza de monumento chilango aplastada contra el asfalto de Paseo de la Reforma.
En casa, mi madre nos enseño a mis hermanos y a mí a no temerle a los temblores, los temblores como la lluvia son un fenómeno natural, de mayor magnitud y más cercano a un catastrófico huracán categoría 5 habría que aclarar, pero un fenómeno natural.
En 1979 un terremoto madrugador acabó con la Universidad Iberoamericana en su campus original de la colonia Campestre Churubusco. Corrió en esos días la leyenda urbana del niño monstruo de Acapulco. Un niño realmente horrible, nadie sabe como y esa era parte del encanto de la historia que dejaba a los demonios e interpretación personal la representación de este fenómeno, nació en Acapulco. Al verlo el médico aterrado alcanzo a decir que niño tan feo. A lo que el bebé antes que llorar contestó al doctor: “Feo lo que va a pasar ahora”. Esas fueron las primeras y últimas palabras del infante que en ese momento murió y comenzó ese terrible terremoto de 1979.
Pero fue seis años después cuando una gran parte de mexicanos nacidos después del 57 o un poco antes nos enfrentamos por primera vez a una verdadera tragedia.
El terremoto del 19 de septiembre de 1985 nos demostró la fragilidad de la capital mexicana que, durante las décadas de crecimiento en los cincuenta, sesenta y setenta también encubrió a constructores y autoridades corruptas. Miles de mexicanos, nunca sabremos cuantos, murieron a causa de edificios mal construidos y de un nulo protocolo de prevención para sismos. Las escenas de la improvisación llegaron a tal grado de ridículo, que un parque de beisbol cuyo campo fue rociado de toneladas de hielo sirvió de morgue para depositar miles de cuerpos. O las listas de personas desconocidas, miembros y bolsas de vísceras que estaba pegada en los tableros de información de la Delegación Cuauhtémoc semanas después del sismo.
Los que vivimos es sismo de 1985, aprendimos de la peor manera lo peligroso que es un terremoto y escuchamos las mil formas de salvar la vida, cuando la realidad y el destino son incuestionables y despiadados.
A partir de la tragedia de 1985, el protocolo de prevención creció y gracias a los investigadores de la UNAM se crearon las primeras alarmas sísmicas que se colocaron en las costas de Guerrero y hoy existen también en la costa de Oaxaca. Antes de las alarmas y su angustiante sonido, los temblores de cualquier tipo nos pescaban totalmente desprevenidos, de pronto se movía la tierra y sanseacabó, con la alarma sísmica existe un preámbulo al temblor que se convierte para muchos en una especie de tortura que desemboca en el terror que les genera el que la tierra se mueva.
La alarma sísmica es una agonía para muchos, una tortura conspiracional para otros que insisten que el gobierno pretende matarlos en la angustiosa espera de que la tierra se mueva. Lo cierto es que la creación e implementación de la alarma nos ha permitido no sólo angustiarnos más, sino salir en calzones de manera más rápida a la calle y conocer a vecinos con los que bajo otras circunstancias jamás hubiéramos cruzado palabra.
Tras el pasado terremoto del viernes 16 de febrero de 2018, algunas redes sociales mostraron una foto de amantes afuera de un hotel de paso de la ciudad, las mujeres ocultando el rostro, pero las ropas interiores puestas con las prisas de un coito interruptus por alarma sísmica dejaban ver que cualquier pasión muere con el sonido rítmico y agudo de la advertencia.
En broma y en serio muchos habitantes de la Ciudad de México piden que se cambie el sonido de la alarma como si esto fuera a cambiar la angustia que siente en cuanto escuchan el sonido que advierta la llegada de un movimiento telúrico. Hay quienes piden tres tonos de alarma diferente, una para temblores, otro para terremotos y uno que indique el fin del mundo.
Hace poco caminando por las calles del centro me topé con la bella construcción de la casa de los condes de Heras, que alberga el archivo histórico de la Ciudad de México y para mi sorpresa a la entrada de la casona colonial se encuentra la cabeza destrozada de la victoria alada, a la que los chilangos llamamos equivocadamente “Ángel”, memoria del terremoto del 57 y recordatorio de que la ciudad es una donde los temblores son el pan nuestro de cada día, como la lluvia y el tráfico infernal.




Armando Enríquez Vázquez

jueves, 15 de febrero de 2018

Dulces de la infancia chilanga sesentera.



En las casas de algunas tías postizas existían bomboneras de cristal cortado, ese cursi material que acostumbraba remarcar el mal gusto de la clase media mexicana, llenas de los dulces de Laposse.
La pastilla perfectamente redonda y solida de dulce, algún color que podríamos atribuir también a una canica; tenue y transparente; amarillo, rojo, azul o aqua. También, uno totalmente transparente. Al centro, en teoría, una pasita; característica principal de todos ellos y de la marca.
Durante la infancia esa pasa inmersa en el caramelo, cual una mosca atrapada en ámbar, me causaba cierta repulsión, superada con los años, descubrí que liberar la pasa con la lengua al consumir el caramelo se convertía no sólo en una recompensa, si no el propósito principal del dulce, cuyo sabor de cierta forma resulta poco atractivo, y hasta secundario en el consumo de la golosina. En un país donde los caramelos y golosinas tienen sabores intensos y que resultan agresivos en otras latitudes, el dulce de Laposse es inocuo.
Hoy esos caramelos siguen existiendo y muchas veces al encontrármelos me regresan cuarenta y tantos años a otros tiempos qué si no eran más sencillos, eran más simples, como su sabor.
Eugenio Sue fue un afamado escritor y mucho menos afamado cirujano, pero su mención siempre me lleva a otro médico: El doctor Urquiza, pediatra de la familia, cuyo consultorio se encontraba en calle que lleva el nombre del francés y a otro dulce inocuo pero cuyo sabor aun despierta la memoria de mis papilas gustativas. Las paletitas de anís de Larín. Esa era la recompensa que el buen doctor daba a sus pacientes tras la consulta que iba acompañada de una vacuna.
Las paletitas eran pequeñas, de color transparente y con una envoltura roja con diferentes figuritas en negro, si mal no recuerdo un gato arqueado entre ellas. Con el tiempo y la desaparición de Larín, las paletas de anís desaparecieron de las tiendas y tal vez de la memoria de muchos.
Los Tín Larín, chocolate emblemático de la marca es hoy producido por Nestlé.
Para los niños mexicanos, al menos desde que tengo uso de razón la combinación entre el chile y el azúcar es condición primordial para una buena golosina y si además tiene algún tipo de acidez la combinación es perfecta. De ahí que los niños mexicanos desarrollen una gastritis crónica a los 12 años lo que produce una evolución en las células de las paredes estomacales que las convierte en una especie de recubrimiento metálico que blinda al mexicano de cualquier problema estomacal por el resto de su vida.
De los Miguelitos en polvo, a los líquidos, pasando por chabacanos rojos, otros en una espesa pasta de chile y aquellos que de tanta sal han perdido hasta el hueso y hacen que las momias de Guanajuato parezcan frescas doncellas universitarias, en los años sesenta y principio de los setentas los niños ya disfrutábamos de todas estas golosinas deliciosamente tóxicas.
Pulpa de tamarindo con chile en unas graciosas ollitas de barro que uno vaciaba del dulce cual oso hormiguero en un termitero, con la lengua recorriendo todos los rinconcitos internos de la olla con la punta de la lengua.
Otros dulces que sobreviven y son de los favoritos y marcan la vida de un niño mexicano son aquellos que se elaboran con el mexicanísimo y versátil cacahuate; la palanqueta, popular golosina que durante años se vendía envuelta como un chocolate, en envoltura plástica y al interior de papel encerado para que con la melaza no te quedaran los dedos pegajosos. Hace mucho que este tipo de palanqueta desapareció para que las palanquetas quedaran solamente como dulces artesanales.
Los mazapanes que a falta de almendra y exceso de cacahuate se producen en México con esta semilla y que desde que tengo memoria existen en dos marcas: Cerezo y De la Rosa.
Y los infaltables cacahuates japoneses con su camisa dura de harina con soya y algunas veces un poco de picante, ahora también de limón y que en la adolescencia se vuelven centro de la experimentación al agregarle salsas picantes, jugo de limón, chamoy líquido, churritos y lo que se les ocurra a los chicos de hoy.
En los años sesenta o principios de los setenta surgieron también otros dos corrosivos polvitos que eran dignos de ingerir. Salim y Chilim, venían un sobrecito metálico y plastificado. Uno era una combinación de limón y sal capaz de producir en su acidez que uno mantuviera los ojos cerrados de manera involuntaria por cerca de cinco horas y mis riñones aun no terminan de procesar tanta sal y el otro incluía además chile lo que lo hacía un tratamiento alternativo a la cirugía de úlceras pues las cauterizaba al momento del contacto con las paredes del estómago.
En esa misma exageración existía un chocolate llamado Postre, con una muy poco atractiva envoltura verde olivo, que tenía relleno de chocolate suave, frutas cristalizadas, pasas y una cantidad de alcohol necesaria para despertar al gene responsable del alcoholismo en cualquier niño que lo probara.
Algo similar sucedía con todas las marcas y presentaciones de cerezas en chocolate, las frutas deben haber permanecido décadas absorbiendo cualquiera que fuera aquel licor, porque en nada sabían a cereza y la azúcar del chocolate únicamente ayudaba a que el sopor producido por el alcohol lo llevara a uno como niño a un estado de duermevela que sólo hasta muchos años después comprendí que era el inició de la embriaguez.
Después habrían de llegar los dulces combinados con ingredientes efervescentes que hacía que toda una fiesta de niños pareciera la sala de emergencia de un hospital con críos llenos de espuma en la boca. Los duces Selz y las Burbusodas, que además eran picantes por lo que la espuma rojiza hacía sin duda más dramática la escena.
La llegada del Tratado de Libre Comercio acabó con muchas de estas empresas y con sabores que a muchos nos remiten a la infancia.




Armando Enríquez Vázquez