Desde la infancia me hicieron y tal vez a todos los niños de
mi generación en los años sesenta y setenta consciente de la sismicidad de la
Ciudad de México. Los libros de geografía nos enseñaban que el Eje Neovolcánico
es una de las zonas más sísmicas del continente americano y en el se encuentra
la Ciudad de México. También aprendimos que en la capital del país tiembla
decenas de veces en un día y que estos microsismos son una de las
características de la ciudad. En otro de los libros de lecturas de la SEP de la
primaria existía una lectura sobre el terremoto de 1957. Durante mi infancia y
adolescencia la imagen mental de la victoria alada que simboliza a la capital
del país cayendo como una plomada desde la parte superior de la columna de la
Independencia vivó en mi mente y junto a la crónica o relato de lo sucedido la
madrugada del 28 de julio de 1957 imaginaba de una manera meramente literaria
la tragedia que esa madrugada acaeció en el entonces Distrito Federal.
Muchos años después ví una fotografía de la cabeza de monumento chilango aplastada contra el asfalto de Paseo de la Reforma.
En casa, mi madre nos enseño a mis hermanos y a mí a no
temerle a los temblores, los temblores como la lluvia son un fenómeno natural,
de mayor magnitud y más cercano a un catastrófico huracán categoría 5 habría
que aclarar, pero un fenómeno natural.
En 1979 un terremoto madrugador acabó con la Universidad Iberoamericana
en su campus original de la colonia Campestre Churubusco. Corrió en esos días
la leyenda urbana del niño monstruo de Acapulco. Un niño realmente horrible,
nadie sabe como y esa era parte del encanto de la historia que dejaba a los
demonios e interpretación personal la representación de este fenómeno, nació en
Acapulco. Al verlo el médico aterrado alcanzo a decir que niño tan feo. A lo
que el bebé antes que llorar contestó al doctor: “Feo lo que va a pasar ahora”.
Esas fueron las primeras y últimas palabras del infante que en ese momento murió
y comenzó ese terrible terremoto de 1979.
Pero fue seis años después cuando una gran parte de
mexicanos nacidos después del 57 o un poco antes nos enfrentamos por primera
vez a una verdadera tragedia.
El terremoto del 19 de septiembre de 1985 nos demostró la
fragilidad de la capital mexicana que, durante las décadas de crecimiento en
los cincuenta, sesenta y setenta también encubrió a constructores y autoridades
corruptas. Miles de mexicanos, nunca sabremos cuantos, murieron a causa de
edificios mal construidos y de un nulo protocolo de prevención para sismos. Las
escenas de la improvisación llegaron a tal grado de ridículo, que un parque de beisbol
cuyo campo fue rociado de toneladas de hielo sirvió de morgue para depositar
miles de cuerpos. O las listas de personas desconocidas, miembros y bolsas de vísceras
que estaba pegada en los tableros de información de la Delegación Cuauhtémoc
semanas después del sismo.
Los que vivimos es sismo de 1985, aprendimos de la peor
manera lo peligroso que es un terremoto y escuchamos las mil formas de salvar
la vida, cuando la realidad y el destino son incuestionables y despiadados.
A partir de la tragedia de 1985, el protocolo de prevención
creció y gracias a los investigadores de la UNAM se crearon las primeras
alarmas sísmicas que se colocaron en las costas de Guerrero y hoy existen también
en la costa de Oaxaca. Antes de las alarmas y su angustiante sonido, los temblores
de cualquier tipo nos pescaban totalmente desprevenidos, de pronto se movía la
tierra y sanseacabó, con la alarma sísmica existe un preámbulo al temblor que
se convierte para muchos en una especie de tortura que desemboca en el terror
que les genera el que la tierra se mueva.
La alarma sísmica es una agonía para muchos, una tortura
conspiracional para otros que insisten que el gobierno pretende matarlos en la
angustiosa espera de que la tierra se mueva. Lo cierto es que la creación e
implementación de la alarma nos ha permitido no sólo angustiarnos más, sino
salir en calzones de manera más rápida a la calle y conocer a vecinos con los
que bajo otras circunstancias jamás hubiéramos cruzado palabra.
Tras el pasado terremoto del viernes 16 de febrero de 2018,
algunas redes sociales mostraron una foto de amantes afuera de un hotel de paso
de la ciudad, las mujeres ocultando el rostro, pero las ropas interiores
puestas con las prisas de un coito interruptus por alarma sísmica dejaban ver
que cualquier pasión muere con el sonido rítmico y agudo de la advertencia.
En broma y en serio muchos habitantes de la Ciudad de México
piden que se cambie el sonido de la alarma como si esto fuera a cambiar la
angustia que siente en cuanto escuchan el sonido que advierta la llegada de un
movimiento telúrico. Hay quienes piden tres tonos de alarma diferente, una para
temblores, otro para terremotos y uno que indique el fin del mundo.
Hace poco caminando por las calles del centro me topé con la
bella construcción de la casa de los condes de Heras, que alberga el archivo
histórico de la Ciudad de México y para mi sorpresa a la entrada de la casona
colonial se encuentra la cabeza destrozada de la victoria alada, a la que los
chilangos llamamos equivocadamente “Ángel”, memoria del terremoto del 57 y
recordatorio de que la ciudad es una donde los temblores son el pan nuestro de
cada día, como la lluvia y el tráfico infernal.
Armando Enríquez Vázquez