Armando Enríquez Vázquez
En Coyoacán, en
pleno jardín Hidalgo alguna vez hubo una librería que fue referencia del centro
de la hoy alcaldía, uno de los centros de la intelectualidad y los wannabe
del sur de la ciudad. Más exclusiva que Gandhi, El Parnaso era una
librería qué a diferencia de la Miguel Ángel de Quevedo, permitía caminar de
manera cómoda en la mayor parte de las áreas donde estaban los libreros.
El Parnaso ocupaba uno de esos enormes edificios
coloniales que forman parte de toda la zona central de la alcaldía Coyoacán, la
librería contaba con un catálogo amplio lleno de novedades españolas que la
distinguían de otras librerías. Algunas mesas permitían a los clientes sentarse
a tomar café a, como dice mi madre, a arreglar el mundo, o simplemente a
presumir su sapiencia sobre literatura y cultura. Pero el menú principal era y
fue por algunas décadas los libros.
Entre la
estantería encontré en alguna ocasión un pequeño volumen con algunas de las
fotos que Charles Dodgson tomó a niñas, incluyendo un par de la pequeña Alicia
Liddell. También ahí les compré muchos años después a mis hijas un libro sobre
un edquina, marsupial con espinas, que desde mi infancia me llama la atención,
junto con los ornitorrincos y los wombat.
El Parnaso, tal
vez su locación, nunca fue una librería barata, como lo era Gandhi. Pero era
sin duda una gran librería y un referente para los lectores del sur de la
ciudad.
No soy muy asiduo
a ir al centro de Coyoacán y las ultimas veces que había ¡do no pasé por la
esquina donde estaba la librería. Por eso el viernes pasado que desayuné con un
grupo de amigos, el lugar de la cita era el Jardín Hidalgo, cerca de la Gandhi
de Coyoacán, el lugar cuyo nombre no recuerdo resultó ser lo que era El
Parnaso. Las mesas que alguna vez ocuparon solo una parte del exterior de la
librería se han adueñado de todo el local y los libros han desaparecido por
completo.
En lugar de Italo
Calvino, paquetes de desayunos. No hay Fernando del Paso, a pesar de haber sido
un entusiasta de la cocina como Salvador Novo o Alfonso Reyes, en su lugar unos
vulgares huevos al gusto, chilaquiles y enfrijoladas. A diferencia de la
creativa carta de El Péndulo Cafebrería donde se utilizan los nombres de
escritores para la nomenclatura de sus platillos, en este sitio ni para eso les
alcanzó. Los fantasmas literarios huyeron a lugares más sabrosos, con más
sazón, menos mundanos. Ni el de Juan María Alponte se atrevió a permanecer en
el lugar.
Es una tristeza
ver ese reflejo de la sociedad mexicana que en ciertos sectores de señoras encopetadas
y de estudiantes frívolos han decidido dejar la lectura por otro tipo de
deleites como desayunar, el problema es que ni siquiera es una cocina con
sabor, hay muchas fondas y restaurantes icónicos en Coyoacán con más sabor y
tradición.
Perder una librería,
es perder un espacio de difusión de conocimiento, entretenimiento y discusión. Las
tertulias de un restaurant común y corriente no son por lo general la de los
empedernidos personajes amantes de los libros, si no las de familias
compartiendo su semana, su día, alegrías y pesadumbres. Novios de manita sudada
o besos ardientes, amantes de gritos y susurros. Violentas carcajadas de
camaradas departiendo al fuego de la hora de la comida o socios armando sus
nuevos negocios y estrategías. Las palabras quedan en esas paredes, se va en
los vasos y copas.
En el caso de una
librería el diálogo, por mamón que suene eso no le quita lo cierto, se va bajo
el brazo del lector y permanecerá en un estante de la biblioteca personal para
reanudarse cuando la persona lo decida y en el mejor de los casos permanecerá
vivo en su memoria.
Publicado originalmente en unacharlacualqueira.wordpress.com
Fotografía de mi autoría