martes, 24 de mayo de 2022

Libros transformados en chilaquiles.

 



Armando Enríquez Vázquez

En Coyoacán, en pleno jardín Hidalgo alguna vez hubo una librería que fue referencia del centro de la hoy alcaldía, uno de los centros de la intelectualidad y los wannabe del sur de la ciudad. Más exclusiva que Gandhi, El Parnaso era una librería qué a diferencia de la Miguel Ángel de Quevedo, permitía caminar de manera cómoda en la mayor parte de las áreas donde estaban los libreros.

El Parnaso ocupaba uno de esos enormes edificios coloniales que forman parte de toda la zona central de la alcaldía Coyoacán, la librería contaba con un catálogo amplio lleno de novedades españolas que la distinguían de otras librerías. Algunas mesas permitían a los clientes sentarse a tomar café a, como dice mi madre, a arreglar el mundo, o simplemente a presumir su sapiencia sobre literatura y cultura. Pero el menú principal era y fue por algunas décadas los libros.

Entre la estantería encontré en alguna ocasión un pequeño volumen con algunas de las fotos que Charles Dodgson tomó a niñas, incluyendo un par de la pequeña Alicia Liddell. También ahí les compré muchos años después a mis hijas un libro sobre un edquina, marsupial con espinas, que desde mi infancia me llama la atención, junto con los ornitorrincos y los wombat.

El Parnaso, tal vez su locación, nunca fue una librería barata, como lo era Gandhi. Pero era sin duda una gran librería y un referente para los lectores del sur de la ciudad.

No soy muy asiduo a ir al centro de Coyoacán y las ultimas veces que había ¡do no pasé por la esquina donde estaba la librería. Por eso el viernes pasado que desayuné con un grupo de amigos, el lugar de la cita era el Jardín Hidalgo, cerca de la Gandhi de Coyoacán, el lugar cuyo nombre no recuerdo resultó ser lo que era El Parnaso. Las mesas que alguna vez ocuparon solo una parte del exterior de la librería se han adueñado de todo el local y los libros han desaparecido por completo.

En lugar de Italo Calvino, paquetes de desayunos. No hay Fernando del Paso, a pesar de haber sido un entusiasta de la cocina como Salvador Novo o Alfonso Reyes, en su lugar unos vulgares huevos al gusto, chilaquiles y enfrijoladas. A diferencia de la creativa carta de El Péndulo Cafebrería donde se utilizan los nombres de escritores para la nomenclatura de sus platillos, en este sitio ni para eso les alcanzó. Los fantasmas literarios huyeron a lugares más sabrosos, con más sazón, menos mundanos. Ni el de Juan María Alponte se atrevió a permanecer en el lugar.

Es una tristeza ver ese reflejo de la sociedad mexicana que en ciertos sectores de señoras encopetadas y de estudiantes frívolos han decidido dejar la lectura por otro tipo de deleites como desayunar, el problema es que ni siquiera es una cocina con sabor, hay muchas fondas y restaurantes icónicos en Coyoacán con más sabor y tradición.

Perder una librería, es perder un espacio de difusión de conocimiento, entretenimiento y discusión. Las tertulias de un restaurant común y corriente no son por lo general la de los empedernidos personajes amantes de los libros, si no las de familias compartiendo su semana, su día, alegrías y pesadumbres. Novios de manita sudada o besos ardientes, amantes de gritos y susurros. Violentas carcajadas de camaradas departiendo al fuego de la hora de la comida o socios armando sus nuevos negocios y estrategías. Las palabras quedan en esas paredes, se va en los vasos y copas.

En el caso de una librería el diálogo, por mamón que suene eso no le quita lo cierto, se va bajo el brazo del lector y permanecerá en un estante de la biblioteca personal para reanudarse cuando la persona lo decida y en el mejor de los casos permanecerá vivo en su memoria.

Publicado originalmente en unacharlacualqueira.wordpress.com

Fotografía de mi autoría