lunes, 26 de julio de 2021

Memoria de librerías.

 


Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Cuando terminé mis estudios de primaria a manera de premio, de algo que es una obligación, pero nadie le dice que no a un premio y menos cuando se es un niño, mi padre me preguntó que quería y yo como buen nerd que soy pedí que me llevara a una librería.

Hasta ese día para mí una librería era la zona de libros de Sanborn’s o de Liverpool donde mi tía Gloría la hermana de mi papá me llevaba sábado tras sábado a comprar algún libro. En esa época y gracias a ella descubrí a Agatha Christie y en un momento de mi adolescencia tenía más de cuarenta libros de la británica. Era fan de las novelas de Hércules Poirot. El primer libro de Edgar Allan Poe creo que me lo regalo mi abuela materna y Los crímenes de la Rue Morgue es hasta la fecha mi cuento favorito de Poe y leí algunos best sellers que me apasionaron por vivir aventuras en el tiempo y lugares distantes como los thrillers de Leon Uris o de Jack Higgins. Otro sustituto de librería que conocía era el catálogo del circulo de lectores con mis domingos y la ayuda de mi tía Gloria y de mi abuelo Armando compraba libros, descubrí en esas ediciones de pasta dura a Arthur C. Clarke y Isaac Asimov. A Ellery Queen y a George Simenon. Las ediciones de novela policiaca incluían dos novelas en cada volumen, impresas encontradas, lo que le daba al libro dos portadas y una edición muy divertida pues la novela que no estabas leyendo estaba al revés. Fue la primera vez que vi ese tipo de encuadernación.

Pero, descubrir que un local comercial podía estar dedicado en específico a los libros fue un momento de iluminación, ver que había algo más allá de las mesas de novedades y best sellers que hasta ese día formaban parte de mi experiencia como lector y que aun sin comprender del todo, el hecho de que había más libros que vida, mi vi rodeado de cientos de novelas, cuentos, poemas, ensayos e historias para pasar una y mil vidas entretenido, para invocar una inmortalidad lúcida. Ahí estaba la verdadera Scherezada.

Ese es uno de los días más felices de mi vida. La librería se llamaba Bibliorama, si mal no recuerdo y se encontraba al interior de Plaza Universidad, entrando por Parroquia y antes del llegar al enorme cine El Dorado 70, ese día salí de la librería con una caja de buen tamaño llena de libros, básicamente libros de Emilio Salgari editados en España por una empresa que ya no existe llamada Gahe, los libros de pasta dura muy colorida eran más de 50 títulos, nunca los he tenido todos pero a lo largo de los años he conseguido cerca de 40 de ellos. Salgari y Verne eran sin duda de los favoritos de mi infancia. Los Tigres de la Malasia, El corsario negro, etc. También, en esa caja iba El libro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling. Mi padre quiso incluir en el paquete Las Leyendas de las calles de México de González Obregón, pero no lo tenían. Lo leí unos diez años después. A veces lograba ahorrar algunos domingos y pedía que me llevaran a la librería para comprar un nuevo libro de Salgari.

Durante muchos años la librería se mantuvo en su esquina, pero la inmediatez del cine y el desprecio por la lectura que es parte de la educación en nuestro país la hizo desaparecer. Luego en los ochenta se convirtió en una tienda de muñecos y parafernalia de películas y series de televisión. De personajes de manga y juguetes de colección, mucho antes de la llegada de los Funko Pop.

Otra librería de aquellos días se encontraba en Avenida de los Insurgentes sur, casi frente al teatro de los Insurgentes y se llamaba El Ágora. El Ágora a diferencia de Bibliorama tenía además una gran oferta discográfica de rock del momento y no sólo el pop rock estadounidense, había rock progresivo y alternativo. Jethro Tull, Rick Wakeman, Yes, se podían conseguir en El Ágora y con los años Sid Vicious y los Sex Pistols, Frank Zappa y hasta Lp’s de grupos soviéticos y de Europa del este.

Gandhi era la librería novedosa en Miguel Ángel de Quevedo y punto de reunión de intelectuales y wannabes del momento, también lo era El Parnaso que comenzaba a convocar a esa pretenciosa generación que decidió declarar a Coyoacán como el centro del universo.

Yo era un adolescente de la Nápoles, una colonia clase mediera, pocas veces iba a las librerías, mi padre compraba sus libros quien sabe dónde, tal vez en el Sanborns que había en la parte inferior del edificio donde estaba su oficina. O en La Casa del Libro que había varias en la zona una a la altura de Insurgentes sur y Altavista y otra en la esquina de Av. Coyoacán y Universidad dónde hoy hay un Office Max, un Sonora Grill y un Taquearte. La enorme cuadra albergó entonces una enorme librería donde adquirí en la sección de revistas mi primera revista de soft porno, un Interview, porque en México ni Playboy, ni Penthouse se vendían, solo el Caballero, versión sin TLCAN de las revistas norteamericanas. Una vez pagada escondí la revista en mi chamarra entre el pantalón y la espalda y caminé muy derechito hasta casa para de inmediato esconderla en el fondo de un cajón.

No sé si había más librerías en aquellos días. No sé si se leía más o menos, lo único cierto es que, para mí, las librerías siempre han sido uno de los más importantes recintos de la humanidad y la emoción que me produce entrar en una, aunque sea una virtual, o más en una de estas, por la promesa de encontrar libros de no fácil acceso, no tiene comparación, y sólo es superada por el hecho de terminar una novela, cuento o poesía que me deje sumido en silencio.

Este texto se publico originalmente en megaurbe.com.mx el 31 de marzo de 2021

La fotografía de la entrada también es de mi autoría.

miércoles, 21 de julio de 2021

Educación cinematográfica.

 


Armando Enríquez Vázquez

Oklahoma 148 es la dirección de la casa donde pase mi infancia y adolescencia, los textos de esta colaboración tienen que ver con esos años y las reflexiones que hago 40 años después.

Nosotros los pobres, El rey del barrio, Calabacitas tiernas, Aventurera, Charros contra gangsters, La nave de los monstruos, El bracero del año, Caperucita Roja con el Loco Valdés y Tun Tun, Los tres García, Dos tipos de Cuidado, ATM A toda máquina, Enamorada, Él, son sólo una diminuta muestra de películas mexicanas que conocí gracias a la televisión durante mi infancia y primeros años de adolescencia. Pero también gracias a la televisión conocí a Buster Keaton, a Charles Chaplin, al Gordo y el Flaco, al infinitamente gracioso Harold Lloyd.

Con el tiempo y las vacaciones de verano de la secundaria me encantaba desvelarme viendo la cinta que en el canal 13 anunciaba entre semana Emilio García Riera y tras la cual terminaban las transmisiones diarias de la televisora. Fue a esas horas en la frontera entre los días que vi por primera Un perro andaluz, Ladrón de bicicletas, Simón del desierto. La comezón del séptimo año con Marilyn Monroe y la primera cinta que vi sobre el McCartismo y que nunca he vuelto a ver que se llama En el ojo del huracán una extraordinaria cinta sobre una bibliotecaria interpretada por Bette Davis y esa paranoia que sufrían los gringos por el comunismo. Y en el canal once los clásicos como King Kong, El hijo de King Kong, Frankenstein y La Mosca de la cabeza blanca que fue el nombre que le pusieron al original de La Mosca con Vincent Price.

De la misma manera gracias a Cine Permanencia Voluntaria, que era la barra dominical en canal 4 en la que se pasaban películas durante todo el domingo, conocí películas inolvidables como Vienen los rusos, Casino Royale, Donde las águilas se atreven, Charada, Una Eva y dos adanes.

Mis gustos y aversiones se formaron en aquellos años; los Tres Chiflados como Manolín y Chilinsky siempre me han caído muy mal, también Clavillazo y Resortes por momentos. A Sara García y John Wayne ni en pintura. Pero bienvenido el humor involuntario y voluntario de Juan Orol. El talento para el melodrama de Ismael Rodríguez, las actuaciones de Joaquín Pardavé, Chachita, La Tuzita y Marilyn Monroe sujetando el vuelo de la falda al pararse encima del respiradero del metro para refrescarse, se lo debo a la televisión.

Antes, mucho tiempo antes de pensar en entrar en una escuela de cine, antes siquiera de saber que existían géneros o subgéneros. Anterior a que el cine se volviera una moda superficial en la que muchos creen poder sustituir la lectura. Previo a escuchar la idiotez y clasificación clasista de cine de arte y cine comercial para validar alguna que otra mierda o despreciar a otras de la misma calidad, yo había entendido a partir de cientos de películas vistas en las mañanas o madrugadas que el cine vale, antes que por su fotografía o por su edición, por su capacidad de enamorarnos con sus historias, por su fuerza narrativa, y esas historias que habían maravillado a muchos en las salas de exhibición, a mí y a mi generación nos maravillaron, irónicamente, en la pantalla chica muchos que igual gozaron de esta educación cinematográfica, despreciaban y llamaban la caja idiota.

Esa cartelera del pasado, llena de grandes historias, directores y actores en sus mejores momentos Sunset Boulevard, Casablanca, El Halcón Maltés, Milagro en Milán las vi antes en la televisión que en el cine, se encontraban a un giro en la perilla de los canales, eran parte de las opciones al oprimir el botón del control remoto cuando este irrumpió en las salas de las casas. Una videoteca pública que de cualquier manera dependía del juicio arbitrario de un invisible programador, pero que a lo largo de la semana enriquecía y creaba una cartelera alternativa para los espectadores, mucho más rica y accesible que la programación de las salas cinematográficas.

Con el paso de los años esta fue una razón más para no sufrir de una mala sala, una mala proyección y las ocurrencias del público que son historias dignas para otro texto. De manera voluntaria o porque a la abuela se le antojaba recordar otras épocas, millones de mexicanos aprendimos a hablar de una época de oro del cine mexicano, sin realmente saber porque se llama así y sin ser críticos de los miles de mediocres melodramas y comedias baratas que se filmaron en esas épocas en las que se consolidó un tiránico sistema sindical que atento contra la creatividad y la sangre nueva durante décadas en la industria cinematográfica de nuestro país.

Para muchos la televisión fue nuestra verdadera escuela de historia del cine, dentro de unos cuarenta años habrá amantes del cine que recuerden como se educaron on demand en las pantallas de sus tabletas o celulares buscando películas clásicas y otras no tanto.

Publicado originalmente en megaurbe.com.mx el 12 de marzo de 2021

La fotografía es de mi autoría también.