viernes, 19 de octubre de 2018

Chiandoni una heladería típicamente de barrio clasemediero de la CDMX.




En los limites de la colonia Nápoles, cercana a las colonias Nochebuena y Del Valle, desde que tengo memoria en la calle de Pensilvania, a unos metros de la Avenida San Antonio, esta una de las mejores y sin duda más antiguas neverías de la Ciudad de México. Me refiero a Chiandoni. La misma fachada, las mismas letras que lo anuncian, el mismo salón restaurante y probablemente las mismas sillas y mesas.
Mi abuelo nos llevaba a finales de la década de los sesenta a mis hermanos y a mí a ese lugar donde más tarde íbamos con mis padres y al que llegado el día, llevé a mis hijas cuando eran niñas, adolescentes y ahora que son adultas.
Chiandoni como otras de las neverías de antaño de la ciudad es un lugar de encuentros familiares o de amigos o de novios adolescentes a los que aun se ve entre los clientes. Un lugar de reunión de vecinos de la clase media de la Ciudad de México. A diferencia de la nevería Rosy de la Condesa y otras de mediados del siglo pasado Chiandoni sigue manteniendo su “elegancia” retro que se refleja desde el diseño de la carta que si no es el mismo de hace sesenta años es muy similar. Las sillas, las mesas y las lámparas quieren recordar al México sesentero de un gusto parco y extraño que imitaba en muchas cosas las modas norteamericanas y le daban su distintivo Europeo que lo volvía “moderno y mexicano”.
Las fuentes de sodas totalmente americanas de los sesenta y setenta en México eran La Vaca Negra de la que había una sucursal en Anzures en la esquina de Michelet y Gutenberg a un par de cuadras de la casa de mis abuelos y donde podías comer Hot Dogs de más 30 centímetros de largo que en aquella época en que nada era superzise parecían la encarnación de la gula misma con sólo verlos. El Tomboy era otra donde te servían directo en carro una meseras. Tu orden la dabas en un interfón que quedaba a la altura del conductor al estacionar el automóvil. Había uno dos en Insurgentes Sur uno frente al Parque Hundido donde hoy esta una tienda de Bose y el otro junto al teatro de los Insurgentes.



Más allá de que el tiempo parece haberse detenido al interior del local; la antigua fuente de sodas con su mostrador de silla giratorias y refrigeradores con helados permanece, la vitrina de pasteles junto a la caja registradora y un enorme mural de una Italia en tonos muy tristes, nostálgicos que además con el paso de los años lo hacen verse aún más viejo, aunque se lo cierto es que dan un aire nostálgico a la nevería. Lo único que no existía hasta hace poco es la terraza donde se puede fumar.
Fundada por un exluchador italiano avecindado en nuestro país en la década de los 30 de nombre Pietro Chiandoni, la nevería de acuerdo con notas que encuentro se estableció primero en la colonia Roma en 1939, pero en los años 50 cambia su locación por la tradicional en la Colonia Nápoles.
En el portal Superluchas me encuentro una nota acerca de Pietro Chiandoni en la que se cuenta que el italiano venció el 23 de diciembre de 1937 a otro luchador que era de oficio policía y que se llamaba Mike Durán. Es curioso imaginar a un heladero destrozando a un agente de la policía. No tal vez, no lo sea.
Hace cincuenta años en la acera de enfrente se encontraba las bicicletas Benotto, entonces tal vez entre los dos empresarios italianos se reunían a platicar de la patria y de las desgracias que los alejaron de ella. No lo sé de cierto sólo lo supongo, como dice el clásico.
Más allá de la locación y muchos de los objetos al interior de la nevería lo que sigue igual de sabroso como lo eran en mi infancia son los helados, mis favoritos son el de avellana, pero antes que nada el de elote. Más allá de los helados tradicionales de fresa, vainilla y chocolate, sería interesante como al heladero, luchador y empresario italiano se le ocurrió hacer un helado de elote. Un producto totalmente mexicano y que sigue siendo un distintivo de Chiandoni, si no sólo sería un recuerdo, así como la nieve de zapote negro que es otra delicia.



Pietro Chiandoni ya murió, lo mismo que su esposa y al parecer sin descendientes porque el negocio lo heredaron un par de leales y dedicados colaboradores del heladero quienes se han preocupado con esmero en mantener la calidad y sabor de los helados, nieves y especialidades de Chiandoni. De esta manera el local de la calle de Pensilvania se mantiene llenos de clientes que se deleitan de los helados y ayudan a mantener la memoria gastronómica de la ciudad y de la colonia Nápoles y anexas.




Armando Enríquez Vázquez

viernes, 15 de junio de 2018

Apagones.




En el mundo en el que vivimos el hecho de tener corriente eléctrica es algo que ni siquiera cuestionamos. Nos es imposible imaginar nuestra vida sin electricidad. Llegamos a los lugares en los que vivimos, trabajamos y nos divertimos y buscamos un contacto para cargar nuestro teléfono, la tableta, la laptop. En el momento en que percibimos algo de oscuridad recurrimos a un interruptor que al moverlo ilumina el cuarto en el que estamos.
Esto es algo a lo que los seres humanos nos hemos acostumbrado y aficionado en el último siglo. Gracias a la luz eléctrica podemos dormirnos a las dos de la mañana sin sentir la oscuridad de la noche.
Una Vez que los hombres, gracias a un cable pudieron surtir de energía eléctrica a calles y hogares, los terrores nocturnos desaparecieron, pero la continuidad en la administración de la corriente eléctrica no fue constante durante años y por equis o por zeta en la Ciudad de México sufrimos durante ciertos períodos del siglo XX grandes y prolongados apagones.
Recuerdo que durante los años setenta hubo diversas temporadas en que estos apagones eran muy comunes, casi todas las noches, de duración variable e inesperada. La colonia Nápoles, donde se encontraba la casa de mis padres, se apagaba. En aquellos años no existían en México lámparas de esas que se cargaran mientras hay corriente como sucede hoy, utilizábamos linternas de mano y que utilizaban pilas Ray-O-Vac o Eveready. Duracell no se producía en México y por lo tanto no se vendía en nuestro país; las leyes proteccionistas del PRI y de Luis Echeverría Álvarez dañaban a México en muchos sentidos.
Pero sobre todo utilizábamos velas. Velas de cera que mi madre compraba en cajas que deben haber tenido unas 24 velas blancas que se ponían en los candelabros que había en diferentes lugares de la casa; jamás en las recamaras de nosotros los niños, pero si en pasillos, sala y comedor. Mi madre tenía candelabros frente a los espejos para dar mayor iluminación. Las diferentes servidoras domésticas que pasaron por la casa en esos años contaban historias de brujas y otras cosas en esas noches y atardeceres oscuros, que habían oído en los pueblos de los que eran originarias, alimentando mis miedos y fantasías, así como las de mis hermanos.
Una que era particularmente aterradora era la idea de que las velas frente a los espejos no era algo seguro, ni recomendable. De acuerdo, con alguna de aquellas mujeres si uno prendía una vela frente al espejo y lo observaba por el periodo de tiempo necesario podía ver al Diablo.
Pasar frente a los espejos con los candelabros al frente representaba un reto, o bajabas la mirada y pasabas rápido viendo la oscuridad del piso, o volteabas al espejo e intentabas ver mucho más allá del reflejo de la flama. La mayor parte de las veces era un poco de ambas acciones, apresuraba el paso, pero por un instante volteaba a ver el espejo y permanecía otro instante con la mirada fija en la flama y su reflejo.  
Que se fuera la luz al atardecer implicaba que todavía había un poco de luz para leer, o jugar o llevar una vida normal, ya iniciada la noche implicaba ver la flama, jugar masoquistamente a dejarse caer la cera liquida en la mano tratando de lograr una copia de la palma de la mano con líneas o con de las huellas digitales y tras una media hora de oscuridad y luz de velas, dirigirse a la cama más temprano que de costumbre con la esperanza de que a la madrugada siguiente ya estuviera de regreso la luz para no tener que vestirse a la luz de la vela para ir a la escuela.
En algún punto los apagones terminaron, la vida nocturna se convirtió en la de la luz artificial y rara vez se sufre de un apagón. La luz de las velas queda como el lugar común de una escena romántica o como un reminiscente de un pasado, que imaginamos, erróneamente muy aburrido.
Cuando un transformador de esos de la CFE estalla, por lo general la reacción es rápida en menos de media hora llega una cuadrilla, o dos o hasta tres de muchos hombres con cascos de plástico blancos o amarillos y sus chalecos. Todos miran desde tierra el transformador y dan vueltas alrededor de él. Si hay un árbol recorren a pie la sombra de las ramas y observan el transformador desde el extremo de la sombra. No se les ve hacer nada a excepción de esa profunda observación del lugar donde se origina el problema, después de tres cuartos de hora deciden que uno de ellos, se suba a la canastilla de la pluma y suba a inspeccionar el transformador. Ahora que el trabajador lo ve de cerca y se comunica con sus compañeros cinco metros abajo a gritos ininteligibles, se hacen una especie de teamback donde se delibera el paso a seguir. Después de un par de horas deciden trabajar y ya sea mandan traer otro transformador o ajustan las cuchillas del que tuvo el fallo o en último de los casos mandan traer una sierra y podan el árbol de manera arbitraria, solamente para demostrar que están trabajando.
Algo así sucedió el pasado martes en una esquina de la Colonia del Valle, claro que con la lluvia que caía a cántaros, el proceso tardó mucho más, porque además entre los vehículos que llegaron venía un camión grúa que a simple vista eran insuficientes para alcanzar la altura donde sucedió el problema. Eran las siete y media de la noche, el tráfico estaba a todo lo que daba así que dos horas después llegó un nuevo camión con una pluma… idéntica a la primera, dos horas después llego el camión adecuado.
Actualmente no existe en mí el conflicto con la vela, afortunadamente existen lamparas que se cargan con anterioridad y los teléfonos, tabletas y otros artefactos tiene una pila que dura unas horas… pero pasadas dos horas todo comienza a complicarse, durante mi infancia la falta de luz era una molestia y hasta una aventura. Hoy imaginar siquiera la posibilidad de quedar sin teléfono o computadora es como imaginarse aislado en la Isla del Diablo. Así que empiezas a medir el uso de los aparatos como quien en una película del desierto raciona el agua de la cantimplora. Esperas y hasta rezas para que la luz vuelva, decides asomarte a la ventana para ver que hacen los trabajadores la Comisión Federal de Electridad solo para descubrir que ya no hay nadie de la CFE en la calle y la luz no regresó. Como en la infancia resignado te vas a dormir esperando que el amanecer sea distinto y que no haya estallado el apocalipsis.
Al amanecer regresan las cuadrillas ahora son más camiones grúa y un hombre con Walkie Talkie aleja a los curiosos que se acercan a los trabajadores a preguntar que sucede. 20 horas después, ya cuando la esperanza te ha abandonado y piensas en subir las escaleras de un edificio de 15 pisos, descubres que la luz ha sido restaurada y con seguridad los habitantes de las dos manzanas afectadas respiran con facilidad una vez más, igual que tú.



Armando Enríquez Vázquez

jueves, 7 de junio de 2018

“Se compran colchones…”





Cuando uno sale de la caótica y adorada Ciudad de México en busca de romper la rutina y un supuesto descanso existen cosas y situaciones con las que uno jamás piensa encontrarse. Hace unos días fui a visitar a un amigo en Cuernavaca y en esa mañana de provincia llena de sol, un fresco viento, cantos de diferentes aves y molestias de diversos insectos escuché algo que al parecer ya estamos exportando desde la capital de los tacos, los microbuses y, como dicen algunos mexiquenses envidiosos, orden y paz.
Imagine el lector, el casi bucólico amanecer, las verdes copas de tabachines, bugambilias y flamboyanes, el canto de zanates y otras aves, que desconozco, pero no gorjean a manera de carraspera de anciano español de ochenta y cinco años de fumar un cigarro tras otro, como sucede con los gorriones chilangos, este canto es impoluto, como no, y nativo de las aves que habitan en la zona urbana de Cuernavaca. El cielo azul y un sol que levantándose por el oriente anuncia ya un mediodía caluroso, el reflejo de la luz solar que rebota de la moldura de una ventana o puerta directo sobre la ondeante superficie del agua de la alberca. En fin, eso que todo chilango identifica como paz provinciana y que anhelamos se materialice en un fin de semana o en un par de días, después de transitar un poco más de media hora sobre la carretera y que nos convierte en turista ocasional o de suburbio.
Se sienta uno en medio de ese escenario, mira el cielo azul, la pintoresca nube que parece haber salido de película de Gabriel Figueroa y se recuesta contra la tumbona, café en una mano. Cierra los ojos y se compadece de todos los Godínez que a esa hora se pelean por subir a la pesera cuidando de no tirar el contenido de sus Tupperware ante tanto apretón de cuerpos. En ese momento la plenitud desaparece; una voz más que chilanga aguda, estridente y sin gracia nos regresa al corazón de Narvarte, de la Toriello Guerra, de la Escandón o de la Escuadrón 201:
 - “Se compran colchones, estufas, etc, etc



Se trata de la misma grabación que recorre las calles de la Ciudad de México. No quiero minimizar la diaria rutina que vive la gente de Cuernavaca, que como en todas las ciudades, no encaja en la visión egoísta del que sólo pasa por unos días por la población. No quiero tampoco parecer ignorante de que la misma necesidad que tenemos los chilangos de deshacernos de cosas inservibles aqueja a los habitantes de todas las ciudades del mundo y menos del gran negocio que esto representa para los recolectores de basura, lo que me resulta inverosímil es que la grabación que aturde los oídos de los millones de habitantes de la zona metropolitana de la Ciudad de México tenga calidad de exportación y se repita en ciudades cercanas a la capital.
Las grabaciones se han convertido en el sustituto de los merolicos, otro ejemplo es “Hay tamales calientitos, tamales oaxaqueños…” Aunque también existen aquellos que se limitan a un sonido como esas legiones de hombres que llevan canastas enormes de pan dulce, termos con agua caliente, Nescafé y leche en polvo y haciendo sonar una cornetita ofrecen su mercancía a clientes. Así entre la güeva y la mecanización los vendedores y chatarreros han perdido su personalidad o la crean. Pensando de la peor manera, seguramente acertaré, en una teoría conspiratoria contra el SAT: todos los chatarreros y tamaleros que usan estas grabaciones son parte de una misma empresa ambulante que gana miles de millones y paga nada al fisco. Las grabaciones o el sonido de las cornetitas son parte de la identidad corporativa. No, eso no podría pasar en México, en Suecia tal vez, pero no en México.
Porque hay aquellos que desde la honestidad y autenticidad de su grito nos invitan a creer que el ambulantaje es libre, soberano y abierto a todo aquel que lo quiera ejercer.
Por ejemplo, en la colonia del Valle hay un hombre que pasa a toda velocidad en una bicicleta con su carrito de paletas heladas Holanda gritando a todo pulmón y para que quede claro a quince cuadras de edificios de diez pisos cada uno: ¡Ya llegaron las paletas! El grito es tan enfático y tan determinante que parece que hasta ese momento nunca nadie en la colonia ha probado una paleta y esta la gran oportunidad para hacerlo, es una orden para bajar por una de ellas, pero el hombre va tan rápido que, aunque se bajen los diez pisos del edificio a saltos de escalón, jamás podrá nadie alcanzarlo, lo que hace dudar de que el hombre traiga paletas en ese carrito, o esté en su sano juicio. Hay otro que en una camioneta en San Fernando no se cansa por las tardes de repetir, porque ya grabó su pregón y como el de los colchones lo repite Ad nauseum: ¡Aquí están, señora ama de casa, sus esquites con su harta mayonesa, su harto chile y su harto limón, señora ama de casa! Excluyendo a niños y señores amos de casa de probar los esquites con harto de todo. Los carritos de camotes y los que arreglan cortinas y persianas.
Pero volviendo a lo que dio origen a este texto, por si no basta para aquellos que sufren del síndrome del Jamaicón, llevar chiles y nopales en su maleta. Pueden incluir una grabación con su pregón favorito o el que más los molesta de entre la amplia gama que ofrece la Ciudad de México, en su próximo viaje a provincia o al extranjero, o si no dejar que como siempre la realidad los alcance y los sorprenda.


Armando Enríquez Vázquez

Este texto se publicó en junio de 2017 en intensohd.wordpress

viernes, 1 de junio de 2018

Adiós al Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes.




Durante gran parte de la década de los 70 del siglo pasado mis visitas al Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes eran frecuentes, enclavado a unas cuantas calles de mi casa en la colonia Nápoles y siendo el escenario del futbol americano colegial de nuestro país mi padre nos llevaba semana a semana durante la temporada de la ONEFA y de la liga intermedia. En aquellos años el futbol americano estudiantil nacional todavía gozaba de gran popularidad, aunque comenzaba el ataque mediático favoreciendo al futbol soccer.
Sentado en las bancas de concreto vi jugar a Cóndores, Guerreros Aztecas, Águilas Reales equipos de la Universidad Nacional Autónoma de México en la liga mayor y a los cuales apoyábamos, sobretodo a los Condores que entre sus jugadores incluían a los estudiantes ingeniera, la facultad donde había estudiado padre. Los adversarios eran las Águilas Blancas, Los Toros de Chapingo, los Búhos del Politécnico, Pieles Rojas de Acción Deportiva, los Aguiluchos del Colegio Militar, entre otros, hacía finales de esa misma década llegué a entrenar durante un par de jornadas con un equipo llamado Jaguares del Injuve patrocinado por el gobierno del Presidente López Portillo que otorgó la titularidad de ese primer Instituto de la Juventud a su primo Guillermo, otro de los tantos orgullos de su nepotismo. En ese par de semanas entrenando en el estadio fue cuando descubrí la existencia de un túnel que conectaba el Estadio de la Ciudad de los Deportes con la Plaza México, que años después se convirtió en mi religiosa y obligada visita dominical.



El Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes tenía en esa época unas duras gradas de concreto con unos brazos de hierro que emergían del concreto para clavarse en el respaldo de la rudimentaria banca creando unos asientos individuales que eran no solo incómodos, sino realmente espantosos. Esos brazos metálicos con frecuencia estaban pintados de verde.
En 1978 el estadio se vistió de gala para una triste historia; las Águilas de Filadelfia enfrentaron a los Santos de Nueva Orleans en lo que fue el primer encuentro de la NFL en nuestro país. Encuentro de pretemporada que en realidad no le importaba a nadie en México, todo mundo ya era fan de los Vaqueros de Dallas, los Delfines de Miami y de los Acereros de Pittsburgh y que además dejó de ser atractivo una vez que el imbécil quarterback de las Águilas un jugador mediocre de nombre Ron Jaworski comenzó como buen gringo ignorante a hablar mal de México. Yo no recuerdo que ese encuentro haya provocado el menor entusiasmo y tal vez, gracias a ese fracaso, la NFL no regresó a México hasta 1994. Para ese entonces el Estadio ya no se utilizaba para el futbol americano y era casa del equipo Atlante y más tarde del Cruz Azul que cambio el nombre del estadio por el de Estadio Azul.



El estadio fue parte del gran sueño de Neguib Simón Jaliffe, un empresario originario de Mérida que nació en 1896, estudió leyes en la UNAM, por llevar a cabo una gran ciudad deportiva en lo que en los años cuarenta era el sur de la Ciudad de México. Donde hoy se encuentran las colonias Nápoles, Nochebuena, se encontraban entonces dos enormes ladrilleras, de hecho, el terreno de una de ellas dio lugar con el tiempo al Parque Hundido.
El terreno de la ladrillera Noche Buena, sirvió no sólo como base para el Parque Hundido, si no para la Ciudad de los Deportes, o lo que el empresario de origen libanés logró completar de su sueño, porque la bancarrota le impidió la construcción de la alberca que tenia pensado, junto con los frontones y las canchas de tenis. Solamente se construyeron el Estadio y la Plaza de Toros México. La Plaza, aun la de mayor capacidad en el mundo se inauguró el 5 de febrero de 1946, el Estadio abrió sus puertas por primera vez el 6 de octubre de 1941, ocho meses después de la Plaza cuando los Pumas de la Universidad Autónoma de México enfrentaron a los Aguiluchos del Colegio Militar con marcador final de 16 – 14 a favor de los universitarios.
Curiosamente en un México donde el futbol soccer era sólo uno más de los deportes que gustaba a los mexicanos, el Estadio que construyó Simón Jaliffe se convirtió con el tiempo en sede de varios de los equipos más populares en la capital del país de este deporte, dejando a un lado el futbol americano para el que había sido construido. América, Necaxa, Atlante, Marte y Cruz Azul utilizaron al estadio como su casa. Desde 1996 el Cruz Azul rentó el inmueble y le cambio el nombre por el de Estadio Azul. En 2016 se anunció el plan para demoler el estadio crear un centro comercial, como se hizo con el Parque del Seguro Social que fue el estadio de beisbol de la CDMX por décadas, casa de los Diablos Rojos y de los Tigres.



A principios de abril de 2018, el Cruz Azul jugó por última vez en su casa y con él terminó la historia del futbol soccer en el hasta ese día Estadio Azul, pero el último encuentro que se llevó a cabo en el Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes fue la final de la naciente Liga Profesional de Futbol Americano de nuestro país, en su tercera edición el 23 de abril de 2018.
Comenzaron a desmantelar el Estadio ya y en unos años nadie recordará todo lo que sucedía en las tardes de los sábados alrededor del inmueble desde hace décadas como con muchas oras cosas que se pierden en la noche de los tiempos de esta gran Ciudad.

PD: La demolición del Estadio fue cancelada por órdenes de la delegación Benito Juárez y el gobierno de la CDMX unas semanas después de publicado este texto, al parecer al menos hasta 2020 el estadio permanecerá intacto. Será la casa de la Liga de Futbol Americano Profesinal y sede de otros eventos depportivos pero ya no será la casa del Cruz Azul y mucho menos un centro comercial.

PD II: En junio de 2020 el estadio parece perfilarse como casa de nuevo para el equipo de futbol soccer Atlante que se anunció regresa a la Ciudad de México.



Armando Enríquez Vázquez

miércoles, 23 de mayo de 2018

Tlaloc Dios de la lluvia en Chilangolandia




Nada más porque nos encanta quejarnos a lo pendejo y culpar a diestra y siniestra. A los habitantes de la Ciudad de México, antiguo lago, se nos olvida ese sencillo hecho. A nuestra conveniencia o por simple y llana ignorancia desconocemos que uno de los dos templos en la cima de la gran pirámide de Tenochtitlan estaba dedicado a Tlaloc, Dios de la lluvía. El agua rodeaba la capital del Imperio Mexica y daba vida al valle y la misma ciudad, la lluvia era de capital importancia para el imperio mesoamericano.
Se nos olvida, porque nadie lo cuenta, o porque nuestra memoria se ha deformado a golpe perezoso de pensar que la manera de llegar al Centro de la Ciudad desde Xochimilco o desde Tlalpan se ha realizado siempre a través de calles de tierra, adoquín o asfalto, a pesar de las cuatro enormes calzadas que conectaban a la Ciudad con las orillas del lago, existían otras formas de llegar a la Tenochtitlan y recorrer sus canales. Hay quienes hoy piensan que las canoas y trajineras son sólo para turistas y adolescentes borrachos, sin saber o recordar que el mismo Cortés utilizó bergantines en el asedio final de la Ciudad. Nos negamos el hecho de que la cuenca del Valle de México albergó durante milenios un lago. Un enorme lago, que a principios del siglo XX aún se podía navegar si se deseaba ir de la capital a Chalco o Texcoco. Un enorme lago que se subdividía en otros cinco: Xaltocan, Texcoco, Zumpango, Xochimilco y Chalco. Ignoramos o no queremos aprender y saber que antes de que los tamales fueran de pollo o de puerco, iban rellenos de los peces que habitaban ese lago.
Y si no lo sabias, ahora después de leer los párrafos anteriores no lo debes olvidar. Como tampoco debes ignorar que la capital de la colonia española vivió bajo el agua a lo largo de cinco años a partir de 1629, cuando Tlaloc decidió que la ciudad le pertenecía. De igual forma sucedió en la Ciudad desde la que gobernaba México el dictador Porfirio Díaz, a pesar de que diez años antes el general había inaugurado el Gran Canal, abriendo las compuertas del Drenaje General de la Cuenca de México. Cuenta mi madre que por allá de los años cuarenta del siglo pasado había personas que por una módica suma te cruzaban a lomos de humano las calles inundadas del Centro de la Ciudad en tiempos de lluvias. La portada de la novela de Fabrizio Mejía Madrid Hombre al agua, muestra a dos adolescentes esquiando de manera divertida agarrados de la defensa de un auto en los años sesenta en plena avenida Presidente Masaryk, en Polanco. Las imágenes de camionetas y autos a la deriva en los bajo puentes de las vías rápidas son el emúlo moderno de las corrientes que hace siglos arrastraban caballos y a sus monturas bajo sus caudales crecidos por las tormentas.
Cuando el enorme monolito que representa al Dios de la lluvia fue traído a la Ciudad de México, el 16 de abril de 1964, desde el pueblo de San Miguel Coatlinchán en el Estado de México, hasta su actual asentamiento a la entrada del Museo Nacional de Antropología en la Ciudad de México, un trayecto cercano a los 50 kilómetros, llovió durante todo el trayecto del Dios, jamás sobre él siempre a su alrededor, como si de manera poética el dios celebrará su arribo a la otrora Gran Tenochtitlan.
Desde que tengo memoria la ciudad se inunda año con año, mostrando su cualidad acuática. Año tras año Tlaloc regresa a demandar la restitución, aunque sea por unas horas y en algunas zonas del majestuoso lago y ríos que bañaban el Valle de México y que los mexicanos decidieron entubar en aras de crear una monstruosa ciudad donde millones de mexicanos viven en las áreas que fueron lago y año tras año pierden sus bienes naturales, como sacrificio involuntario a frente al ofensa al dios de la lluvia por desecar el lago.
La lluvia baña constantemente, de manera típica la ciudad de México y desde las zonas más altas de las serranías que la rodean bajan miles de litros de agua ríos que ya no vemos correr, porque los gobernantes prefirieron el inmóvil silencio del gris concreto, en lugar de crear una forma de presumir el rumor de esos ríos que corren por Mixcoac, Churbusco, la Colonia Anáhuac.
Ríos, también, como el Magdalena, el Tacubaya, el Ameca o el antiguo Canal de la Viga, nuestra ciudad hecha de agua, no sabe incluir ese elemento primordial en su imagen y por eso Tlaloc cada año nos lo recuerda.
Esto fue un lago, un enorme lago que de existir todavía tendría sumergidas en sus aguas colonias como la Roma, todo el norte de la Ciudad, Lo que es el aeropuerto y colonias aledañas, únicamente sobresalía de las aguas el cerro que llamamos, Peñón de los Baños. Un bello y hermoso lago del que las antiguas litografías, grabado y pintura dan cuenta.
Olvidemos las maledicencias contra autoridades, no porque sean mediocres y desobligadas, contra los elementos, que no podemos encontrar y aunque soy empático con el refunfuñar y el malestar cuando la lluvia nos pilla fuera de casa, mejor abracemos la lluvia con la que Tlaloc, dios protagónico de nuestra ciudad, intenta hacernos recordar la grandeza del lago que la vio nacer.
Dejó un pequeño poema del gran Efraín Huerta titulado Tlaloc:
Sucede
Que me canso
De ser Dios
Sucede
Que me canso
De llover
Sobre mojado

Sucede
Que aquí
Nada sucede
Sino la  lluvia
            lluvia
            lluvia
            lluvia



Armando Enríquez Vázquez
publicado en junio de 2017 en intensohd.wordpress
fotografía Rubén Camarillo 

martes, 22 de mayo de 2018

El triunfo de los chilaquiles.




Tal vez es su sencillez, tal vez la creatividad que se puede aplicar a ellos, pero el éxito de los chilaquiles esta de manifiesto no solo en restaurantes, fondas y cafeterías, cada día hay más puestos en las esquinas que ofrecen el delicioso y chilango desayuno, que comienza a competir con los tamales y las tortas de tamal durante décadas el rey del desayuno godín y de parte de la escenografía matutina de la ciudad. Los tamales afuera de las oficinas de gobierno, privadas, de las estaciones del metro y de las terminales de transporte público. En las esquinas de unidades habitacionales las tamaleras de aluminio, la enorme bolsa de bolilllos y las ollas con atole de arroz, chocolate, prometían al chilango un sustancioso desayuno de masa envuelta de maíz en pan, que es masa de trigo, disuelto en una bebida de masa de maíz que asegura la construcción de un bloque sólido en el estómago del comensal que le asegura un estado de plenitud y satisfacción por las próximas dos o tres semanas en lo que los jugos gástricos logran disolver esa poderosa mezcla.
La delicia de una torta de tamal es superada únicamente por la delicia de una torta de chilaquiles. Masa de maíz envuelta en masa de trigo, de una manera diferente y más sustanciosa. La torta de chilaquiles como el plato mismo está lleno de variantes y posibilidades; frijoles refritos en una de las tapas, aguacate, crema, pollo, chorizo, cochinita pibil y una de mis favoritas una pechuga empanizada.
Los hay verdes, rojos, negros, rojo oscuro como el alma del chile morita que penetra la tortilla. Con epazote dicen los clásicos, pero que tal con cilantro o con orégano integrados en la salsa.
Claro que en los puestos de chilaquiles como en los de tamales queda la opción de ordenar los chilaquiles solos. Pero la torta pretende convertirlos en un desayuno completo, aunque aún no descubro un puesto callejero en el que los ofrezcan con huevos.
Aunque hay un lugar donde si les ponen huevo revuelto. La fiebre por los chilaquiles llegó a la competencia de Starbucks, el mexicanísimo Cielito Café ofrece un envuelto de chilaquiles que además de los chilaquiles incluye huevo revuelto. Hay que decir que es una gran innovación en la oferta de los panecitos y croissants que son más caros pero iguales que los cuernitos de jamón y queso amarillo que venden en el Oxxo.
En los restaurantes ofrecen diferentes variantes. Por ejemplo, en Don Manolito van acompañados con la mezcla de carnes de un delicioso taco del Villamelón, y en una pizzería tan ecléctica como El Perro Negro existe una pizza de chilaquiles.
Lo único que debe tener un plato de chilaquiles que se respete es que los totopos deben haber hervido con la salsa, nada de esas aberraciones que tienen por costumbre los restaurantes de servir totopos bañados con salsa para que el chilaquil tenga un crujiente que es característico de los nachos o de los doritos no de los chilaquiles.
Los chilaquiles platillo de crudos y tragones dispuestos a comer quien sabe cuantas tortillas recortadas y en el mejor de los casos sin batirse, porque entonces la cantidad de tortillas puede ser monstruosa van conquistando las esquinas de la Ciudad y con ello se democratizan y pierden ese estigma de alivio matutino de una noche desenfrenada en el consumo de alcohol cuando menos.


Armando Enríquez Vázquez

sábado, 3 de marzo de 2018

Pan y café en Iztacalco.



Por razones que no vienen al caso en esta ocasión hace unas semanas tuve que pasar parte de la mañana del domingo en una zona de la Ciudad que es para mi totalmente desconocida, la Delegación Iztacalco, próxima alcaldía con el mismo nombre, en específico en la zona de las colonias Reforma Iztaccihuatl Norte y Sur, en los límites de la Delegación con la Delegación Benito Juárez.
Siempre me ha resultado interesante y enigmático como una calle, en especial una avenida puede marcar una diferencia entre dos zonas de la misma colonia, o de dos colonias, siempre hay una que se ve y esta mucho mejor que la otra. Así sucede con la avenida Andrés Molina Enríquez al dividir la colonia Reforma Iztaccihuatl en Norte y Sur. La parte norte se ve mejor en todo que la sur.
Incluso a una cuadra de Andrés Molina Enríquez a la altura de playa Erizo, hay un parquecito lleno de aparatos para hacer ejercicio, resbaladillas, mesitas, columpios y bancas para los visitantes. El parque lleva el nombre de Mariano Matamoros quien no se sí gustaba de vacacionar en algún lugar llamado Playa Erizo, o porque la calle lleva un nombre tan sugestivo, pues a sólo un par de cuadras al sur en la colonia del otro lado de la avenida se encuentra al menos uno de esos altares que se conocen como punto de venta para los narcomenudistas. Mientras que al centro del Parque Mariano Matamoros se encuentra una moderna central policíaca de tamaño ideal para dar servicio a la colonia y con una mucho mejor estética y comodidad para los policías que las horribles torres blancas que abundan por toda la Ciudad y muchas veces únicamente sirven de refugio y escusado para los indigentes de la metrópoli.
Pero más allá de la comparación clasista y racista, una vez que llegué al parque Matamoros me senté en una banca resignado a mi espera, la gente llegaba al parque en esa costumbre tan millenial de pasear, entrenar y platicar con sus perros. Perros de todas las razas que delata quienes viven en departamento y quienes en casa. Perros que con cansancio miran a sus entusiastas y solos dueños.
Pero también había un par de niños que jugaban en la gran cantidad de juegos. Como si en esa zona de la Delegación Iztacalco, existieran más juegos y perros por metro cuadrado que niños.
De pronto apareció una persona con la clásica bolsa café de papel estraza que delata la presencia de una panadería, así que me levanté de la banca y reinicié mi andar en dirección contraria al caminar del hombre de la bolsa de papel estraza. No estaba equivocado y al llegar a la esquina del Parque Mariano Matamoros vi en contra esquina una pared blanca que anunciaba en discretas letras “Panadería Garage”, las mesitas improvisadas y sillas de tijera de metal pintadas de blanco, como la fachada del negocio, delataban la venta de café, así que ya sin importar el asunto del pan me encaminé a la panadería con la mira en tomar café y concluir la espera en una de esas mesitas sobre la acera de la Playa Erizo. La panadería como su nombre lo dice ocupa lo que alguna vez fue el estacionamiento del pequeño edificio en el que se ubica y la puerta de la cocina a la acera es la puerta autentica de un garaje modificada, al interior de la panadería que exhibe sus creaciones de panadería dulce en estantes que dan a las ventanas, también hay mesitas con sillas, lo que significa que el lugar goza de cierta fama, o al menos eso esperan los dueños, pero por ser domingo en la mañana los clientes que entraron a comprar pan y se fueron, el único sentado tomando café era yo.
La sorpresa fue no sólo encontrar un café bastante decente, si no un extraordinario pan artesanal, una enorme galleta cuadrada cubierta de almendra fileteada y un pequeño, pero sustancioso, cuernito relleno de higo acompañaron mi café y mi lectura.
Además del ir y venir dominical de la gente en una colonia popular, la cantidad de árboles en la zona a diferencia de la enorme paca de asfalto y cemento de la colonia “de enfrente” llenaba el aire con el canto de diferentes aves, desde el espectacular canto del zanate al agudo piar de los gorriones y otros cantos que me resultaron desconocidos pero que eran claros y sonoros.



El hecho de que fuera domingo por la mañana anuló la posibilidad del grito del vendedor de gas, la campana de la basura, el motor de los camiones de reparto y los claxonazos de todos aquellos que saliendo tarde de casa pretenden llegar temprano a su trabajo, como si en lugar de un auto tuvieran un helicóptero.
La calidad del pan y la banda sonora que acompañó mi lectura me invitan a regresar un día a la calle de Playa Erizo y a la Panaderia Garage.


Armando Enríquez Vázquez

lunes, 19 de febrero de 2018

La Ciudad de mis (temblo)amores.




Desde la infancia me hicieron y tal vez a todos los niños de mi generación en los años sesenta y setenta consciente de la sismicidad de la Ciudad de México. Los libros de geografía nos enseñaban que el Eje Neovolcánico es una de las zonas más sísmicas del continente americano y en el se encuentra la Ciudad de México. También aprendimos que en la capital del país tiembla decenas de veces en un día y que estos microsismos son una de las características de la ciudad. En otro de los libros de lecturas de la SEP de la primaria existía una lectura sobre el terremoto de 1957. Durante mi infancia y adolescencia la imagen mental de la victoria alada que simboliza a la capital del país cayendo como una plomada desde la parte superior de la columna de la Independencia vivó en mi mente y junto a la crónica o relato de lo sucedido la madrugada del 28 de julio de 1957 imaginaba de una manera meramente literaria la tragedia que esa madrugada acaeció en el entonces Distrito Federal.
Muchos años después ví una fotografía de la cabeza de monumento chilango aplastada contra el asfalto de Paseo de la Reforma.
En casa, mi madre nos enseño a mis hermanos y a mí a no temerle a los temblores, los temblores como la lluvia son un fenómeno natural, de mayor magnitud y más cercano a un catastrófico huracán categoría 5 habría que aclarar, pero un fenómeno natural.
En 1979 un terremoto madrugador acabó con la Universidad Iberoamericana en su campus original de la colonia Campestre Churubusco. Corrió en esos días la leyenda urbana del niño monstruo de Acapulco. Un niño realmente horrible, nadie sabe como y esa era parte del encanto de la historia que dejaba a los demonios e interpretación personal la representación de este fenómeno, nació en Acapulco. Al verlo el médico aterrado alcanzo a decir que niño tan feo. A lo que el bebé antes que llorar contestó al doctor: “Feo lo que va a pasar ahora”. Esas fueron las primeras y últimas palabras del infante que en ese momento murió y comenzó ese terrible terremoto de 1979.
Pero fue seis años después cuando una gran parte de mexicanos nacidos después del 57 o un poco antes nos enfrentamos por primera vez a una verdadera tragedia.
El terremoto del 19 de septiembre de 1985 nos demostró la fragilidad de la capital mexicana que, durante las décadas de crecimiento en los cincuenta, sesenta y setenta también encubrió a constructores y autoridades corruptas. Miles de mexicanos, nunca sabremos cuantos, murieron a causa de edificios mal construidos y de un nulo protocolo de prevención para sismos. Las escenas de la improvisación llegaron a tal grado de ridículo, que un parque de beisbol cuyo campo fue rociado de toneladas de hielo sirvió de morgue para depositar miles de cuerpos. O las listas de personas desconocidas, miembros y bolsas de vísceras que estaba pegada en los tableros de información de la Delegación Cuauhtémoc semanas después del sismo.
Los que vivimos es sismo de 1985, aprendimos de la peor manera lo peligroso que es un terremoto y escuchamos las mil formas de salvar la vida, cuando la realidad y el destino son incuestionables y despiadados.
A partir de la tragedia de 1985, el protocolo de prevención creció y gracias a los investigadores de la UNAM se crearon las primeras alarmas sísmicas que se colocaron en las costas de Guerrero y hoy existen también en la costa de Oaxaca. Antes de las alarmas y su angustiante sonido, los temblores de cualquier tipo nos pescaban totalmente desprevenidos, de pronto se movía la tierra y sanseacabó, con la alarma sísmica existe un preámbulo al temblor que se convierte para muchos en una especie de tortura que desemboca en el terror que les genera el que la tierra se mueva.
La alarma sísmica es una agonía para muchos, una tortura conspiracional para otros que insisten que el gobierno pretende matarlos en la angustiosa espera de que la tierra se mueva. Lo cierto es que la creación e implementación de la alarma nos ha permitido no sólo angustiarnos más, sino salir en calzones de manera más rápida a la calle y conocer a vecinos con los que bajo otras circunstancias jamás hubiéramos cruzado palabra.
Tras el pasado terremoto del viernes 16 de febrero de 2018, algunas redes sociales mostraron una foto de amantes afuera de un hotel de paso de la ciudad, las mujeres ocultando el rostro, pero las ropas interiores puestas con las prisas de un coito interruptus por alarma sísmica dejaban ver que cualquier pasión muere con el sonido rítmico y agudo de la advertencia.
En broma y en serio muchos habitantes de la Ciudad de México piden que se cambie el sonido de la alarma como si esto fuera a cambiar la angustia que siente en cuanto escuchan el sonido que advierta la llegada de un movimiento telúrico. Hay quienes piden tres tonos de alarma diferente, una para temblores, otro para terremotos y uno que indique el fin del mundo.
Hace poco caminando por las calles del centro me topé con la bella construcción de la casa de los condes de Heras, que alberga el archivo histórico de la Ciudad de México y para mi sorpresa a la entrada de la casona colonial se encuentra la cabeza destrozada de la victoria alada, a la que los chilangos llamamos equivocadamente “Ángel”, memoria del terremoto del 57 y recordatorio de que la ciudad es una donde los temblores son el pan nuestro de cada día, como la lluvia y el tráfico infernal.




Armando Enríquez Vázquez

jueves, 15 de febrero de 2018

Dulces de la infancia chilanga sesentera.



En las casas de algunas tías postizas existían bomboneras de cristal cortado, ese cursi material que acostumbraba remarcar el mal gusto de la clase media mexicana, llenas de los dulces de Laposse.
La pastilla perfectamente redonda y solida de dulce, algún color que podríamos atribuir también a una canica; tenue y transparente; amarillo, rojo, azul o aqua. También, uno totalmente transparente. Al centro, en teoría, una pasita; característica principal de todos ellos y de la marca.
Durante la infancia esa pasa inmersa en el caramelo, cual una mosca atrapada en ámbar, me causaba cierta repulsión, superada con los años, descubrí que liberar la pasa con la lengua al consumir el caramelo se convertía no sólo en una recompensa, si no el propósito principal del dulce, cuyo sabor de cierta forma resulta poco atractivo, y hasta secundario en el consumo de la golosina. En un país donde los caramelos y golosinas tienen sabores intensos y que resultan agresivos en otras latitudes, el dulce de Laposse es inocuo.
Hoy esos caramelos siguen existiendo y muchas veces al encontrármelos me regresan cuarenta y tantos años a otros tiempos qué si no eran más sencillos, eran más simples, como su sabor.
Eugenio Sue fue un afamado escritor y mucho menos afamado cirujano, pero su mención siempre me lleva a otro médico: El doctor Urquiza, pediatra de la familia, cuyo consultorio se encontraba en calle que lleva el nombre del francés y a otro dulce inocuo pero cuyo sabor aun despierta la memoria de mis papilas gustativas. Las paletitas de anís de Larín. Esa era la recompensa que el buen doctor daba a sus pacientes tras la consulta que iba acompañada de una vacuna.
Las paletitas eran pequeñas, de color transparente y con una envoltura roja con diferentes figuritas en negro, si mal no recuerdo un gato arqueado entre ellas. Con el tiempo y la desaparición de Larín, las paletas de anís desaparecieron de las tiendas y tal vez de la memoria de muchos.
Los Tín Larín, chocolate emblemático de la marca es hoy producido por Nestlé.
Para los niños mexicanos, al menos desde que tengo uso de razón la combinación entre el chile y el azúcar es condición primordial para una buena golosina y si además tiene algún tipo de acidez la combinación es perfecta. De ahí que los niños mexicanos desarrollen una gastritis crónica a los 12 años lo que produce una evolución en las células de las paredes estomacales que las convierte en una especie de recubrimiento metálico que blinda al mexicano de cualquier problema estomacal por el resto de su vida.
De los Miguelitos en polvo, a los líquidos, pasando por chabacanos rojos, otros en una espesa pasta de chile y aquellos que de tanta sal han perdido hasta el hueso y hacen que las momias de Guanajuato parezcan frescas doncellas universitarias, en los años sesenta y principio de los setentas los niños ya disfrutábamos de todas estas golosinas deliciosamente tóxicas.
Pulpa de tamarindo con chile en unas graciosas ollitas de barro que uno vaciaba del dulce cual oso hormiguero en un termitero, con la lengua recorriendo todos los rinconcitos internos de la olla con la punta de la lengua.
Otros dulces que sobreviven y son de los favoritos y marcan la vida de un niño mexicano son aquellos que se elaboran con el mexicanísimo y versátil cacahuate; la palanqueta, popular golosina que durante años se vendía envuelta como un chocolate, en envoltura plástica y al interior de papel encerado para que con la melaza no te quedaran los dedos pegajosos. Hace mucho que este tipo de palanqueta desapareció para que las palanquetas quedaran solamente como dulces artesanales.
Los mazapanes que a falta de almendra y exceso de cacahuate se producen en México con esta semilla y que desde que tengo memoria existen en dos marcas: Cerezo y De la Rosa.
Y los infaltables cacahuates japoneses con su camisa dura de harina con soya y algunas veces un poco de picante, ahora también de limón y que en la adolescencia se vuelven centro de la experimentación al agregarle salsas picantes, jugo de limón, chamoy líquido, churritos y lo que se les ocurra a los chicos de hoy.
En los años sesenta o principios de los setenta surgieron también otros dos corrosivos polvitos que eran dignos de ingerir. Salim y Chilim, venían un sobrecito metálico y plastificado. Uno era una combinación de limón y sal capaz de producir en su acidez que uno mantuviera los ojos cerrados de manera involuntaria por cerca de cinco horas y mis riñones aun no terminan de procesar tanta sal y el otro incluía además chile lo que lo hacía un tratamiento alternativo a la cirugía de úlceras pues las cauterizaba al momento del contacto con las paredes del estómago.
En esa misma exageración existía un chocolate llamado Postre, con una muy poco atractiva envoltura verde olivo, que tenía relleno de chocolate suave, frutas cristalizadas, pasas y una cantidad de alcohol necesaria para despertar al gene responsable del alcoholismo en cualquier niño que lo probara.
Algo similar sucedía con todas las marcas y presentaciones de cerezas en chocolate, las frutas deben haber permanecido décadas absorbiendo cualquiera que fuera aquel licor, porque en nada sabían a cereza y la azúcar del chocolate únicamente ayudaba a que el sopor producido por el alcohol lo llevara a uno como niño a un estado de duermevela que sólo hasta muchos años después comprendí que era el inició de la embriaguez.
Después habrían de llegar los dulces combinados con ingredientes efervescentes que hacía que toda una fiesta de niños pareciera la sala de emergencia de un hospital con críos llenos de espuma en la boca. Los duces Selz y las Burbusodas, que además eran picantes por lo que la espuma rojiza hacía sin duda más dramática la escena.
La llegada del Tratado de Libre Comercio acabó con muchas de estas empresas y con sabores que a muchos nos remiten a la infancia.




Armando Enríquez Vázquez